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Iba en una nave espacial, flotando
por ahí, perdido en la negrura infinita del espacio. Con tubos conectados a mis
brazos y un visor tapándome los ojos, estaba totalmente alienado de la
realidad. Abusaba de la súper medicina que detenía el envejecimiento, manteniéndome
por siempre joven en detrimento de mis órganos. Abusaba del entretenimiento
sólo para momentos de ocio, conectado a la maquina destinada a pequeños ratos
muertos entre la dura tarea de buscar vida en otros planetas, misión desde hace
mucho completamente abandonada. No sabía cuánto llevaba así ni me interesaba
saber. un día, súbitamente, en lugar de
videos de gente cayéndose y animales haciendo tonterías, hubo sólo negro. Pensé
me había quedado ciego, pero luego recordé el visor en mi cara. Lo quité y me
vi en un mundo borroso de dolor. Con mucho trabajo, por tener el cuerpo
hormigueando salvajemente desde el dedo chiquito del pie hasta el último gallo
del pelo, tomé una pastilla que puso a mis musculosos inservibles a trabajar. Los
anchos tubos conectados a las venas de mis brazos fueron desconectados y fui a
ver qué pasaba. El mundo me dio con desprecio la bienvenida de regreso, “hola,
basura” dijo cuándo terminé de enfocar y todos mis sentidos se vieron superados
por el estímulo. La cabeza estaba a punto de explotar cuando llegué a un cajón,
tomé una jeringa llena de calmante, la levanté en el aire y la clavé justo en
mi cuello. La calma regresó de un segundo a otro y estaba listo para lidiar con
la interrupción. La alarma del doctor computadora chillaba y, con la cabeza
dándome vueltas, con hoyos sangrantes en los antebrazos, recorrí la nave,
viéndola con curiosidad como cuando se regresa después de mucho tiempo al hogar
de la infancia. Se abrieron automáticamente las puertas al cuarto de controles
casi en completa oscuridad. Ahí me recargué en el panel de control y, alumbrado
sólo por la luz azul del monitor, me enteré de la tragedia. Mi mente estaba al
borde del completo colapso y mi cuerpo era una ruina. “Locura y maldiciones,
muerte y destrucción” era la diagnosis. “Oh no” susurré y se me presentaron las
opciones: o empezar trabajar sin más medicina ni entretenimiento o regresar a
la tierra. Lo iba a pensar, pero antes piqué el botón rojo en forma de hongo en
un extremo del tablero y fui de regreso.
Mi nave se estrelló
estrepitosamente. El violento regreso al mundo que me vio convertirme en un
idiota inadaptado, resultó muy apropiado para mantener mi segunda entrada a este
planeta fiel a la primera que, según me contaba mi madre borracha llena de
amargura, fue particularmente desagradable, “no puede ser de ninguna otra
manera”, dije pensando en la pobre señora, con un pasajero brote de nostalgia
asomado travieso desde mi alma. Tomé mi cartera, mis llaves y mi teléfono y me
dirigí a la salida, a travesando el cuarto de entretenimiento donde me detuve
un minuto para ver con sentimiento, la silla, los tubos y el visor, reconocí
que las cosas nunca serían iguales y que una colosal incertidumbre me esperaba.
Me zapeó la pesadumbre y anticipando mi mala actitud, supe que había que tomar
precauciones para evitar la renuncia inmediata así que corrí afeminadamente al
cajón de hace rato, saqué otra jeringa, la levanté al cielo y me inyecté una
mezcla de antidepresivo y otras drogas que me levantaron. Fui a esperar a que terminara
de hacer efecto frente a la salida donde me vi en un espejo en la compuerta. De
repente me cambió el gesto, y salió disparada la puerta dejando entrar una luz
como con un filtro ocre que me cegó un segundo y al siguiente, con la vista de
regresó, me vi envenado por un veneno en el aire que lo llenó todo. La
contaminación casi me mata, los ojos explotaron en lágrimas y de la nariz salió
disparada una tonelada de moco, “el apocalipsis” grité con los ojos
entrecerrados, tosiendo, y caí al suelo retorciéndome. Unos minutos de
escándalo, y, al reconocer que no moría, un poco recuperado, saqué la cabeza de
la nave para echar un vistazo; ante mí, el fin del mundo. Edificios grises en
ruinas se extendían hasta donde alcazaba la vista, en las calles más hoyos que
pavimento, perros sarnosos en los huesos morían miserables por doquier y no
había ni el menor rastro de naturaleza. Di unos pasos fuera, conteniendo el
azote, “ushale, sáquese” le decía a las ganas de rendirme y contemplé la
calamidad a mi alrededor. A unos metros de la nave, ya acostumbrado al impacto,
miré extrañado el cielo gris, “qué demonios” susurré con un muy mal
presentimiento haciendo estragos en mi espíritu y, como gran final de aquella
primera impresión infernal, al bajar la vista, apareció justo frente a mí, una
criatura gorda horrenda con dientes saliendo en forma libre por las encías
negras en su boca maloliente, con nariz ancha llena de granos, ojos chiquititos
desbordándose de malicia y piel arruinada, el hijo de perra fue casi exitoso
liberador de desperdicio digestivo. Grité horrorizado, cayendo sobre una
montaña de basura, estirando la mano hacia la criatura, preparado para lo peor.
El monstruo se afeo un poco más, balbuceó algo y desapareció. Con el corazón
acelerado, la mente superada, me paré con la desesperanza alistándose para sitiar
mi alma, “pero… ¿qué pasó aquí?” dije ya de pie, con el trasero lleno de
porquería, con las manos en la cintura, preparado para la acción por hacer
tantos ejercicios de creatividad consistentes en qué haría si un día me encontraba
en la twilight zone y por eso no perdí el tiempo y comencé a recolectar
información, automáticamente aprendiendo las nuevas reglas para utilizarlas a
mi favor. Con cara de molestia y pereza, me quité el traje espacial, lo eché
sobre otro monte de asquerosidad, me dije a mí mismo que qué se le podía hacer
y me alejé de la nave confirmando, pasando miles de espectáculos de horror en
dos patas, que este mundo ya no era lo que era y que se había llenado de monstruos
y mutantes.
“ohhh… ok” dije entre feos,
enterándome, frente a un monitor sucio y apestoso, en un café internet
cayéndose en pedazos, perdido en una colonia que parecía bombardeada por alguien
especialmente sádico, de la situación del mundo. Al parecer, estuve siglos flotando
en el espacio, semi inmortal por la ya contada medicina; la gente había mutado,
con la evolución optando por el shock, y los humanos que quedaban, que, por
cierto, no eran para nada mejor interna y culturalmente hablando, se habían
amurallado. “humanos” susurré con desprecio recordando la razón por la que me
lancé al espacio en primer lugar, el desfile de fatídicos recuerdos empezó, derrota
y fracaso, una y otra vez, y, antes de perderme por completo en la desesperación
y la autocompasión, recobré el control de mí mismo para presuroso alejar esos
pensamientos y escapar del infierno del pasado hacia el del presente. “Qué será
de mí” decía una opción en la sección de humanos en la cual di click. Me
recomendaba rendirme o encontrar a un familiar. Por suerte, el buscador de las
redes sociales del futuro era muy efectivo y rápidamente encontré a un sobrino
que parecía estar bien colocado en el mundo de los humanos. Miré mi pene y me
sorprendí de que el adn heredado de alguno de mis hermanos no hubiera mutado.
“En fin” dije cansado de todo, ansioso por aunque sea un poco de comodidad. Imprimí
la dirección y allá fui, hacia una de las murallas.
Una imponente muralla de miles de
metros de altura separaba a los humanos de los mutantes. Me acerqué
impresionado y algo intimidado. Toqué el timbre y me espantó un mutante al
sacar la cabeza por una ventana en la muralla. “qué quiere” supuse dijo, yo le
expliqué lo mejor que pude, pero, a juzgar por su cara inexpresiva y gesto
ausente, pareció no entenderme. Le enseñé una identificación y, al ver mi
apellido, hizo un ruido incomprensible y se abrió la pesada gigantesca puerta.
Me hizo señas para que lo siguiera y entré nervioso, contemplando el barrio
privado humano; jardines lindos y casas lujosas, calles bien pavimentas, y al
alejarnos de la muralla, el veneno en el aire se fue quedando atrás, las
lágrimas y el moco se detuvieron por primera vez desde que llegué al futuro y
pude volver a respirar, pero no por mucho, era asfixiado, pero ahora por
ansiedad, me atacaron los recuerdos y tuve que volver a jugar defensa contra el
dolor que brotaba de la memoria. El mutante se paró de repente, señaló una casa
linda y grande, estiró la mano, señal atemporal de deseo de propina, contesté
con su gesto inseparable de que no tenía, me maldijo en su extraño idioma y se
fue. Lo vi irse, tratando sin éxito de empezar a aceptar mis circunstancias, no
me gustaba tanta irregularidad, sorpresa e incomodidad, quería que las cosas
fueran normales otra vez, y bajé tristemente la cabeza y cerré los ojos, permitiéndome
sobrecarga de sentimiento. Faltaba mucho para acostumbrarme, y ahí me quedé
parado un rato, con una miserable inútil lagrima vomitada de mi ojo bajando por
mi pómulo hacia mi mejilla para caer en su mi sucia sudada playera negra que
llevé una eternidad debajo de mi traje de astronauta. La brisa fría olorosa me
despertó de mi ensueño y volteé hacia la casa de mi sobrino, tragando con
dificultad el instante, juntando fuerzas, haciendo las paces con que la
aventura apenas empezaba.
“ding dong” hay cosas que nunca
cambian, reconocí asintiendo, ya de mejor humor. Una mutante me abrió, hizo
ruido, enseñé mi documento de identificación del pasado, esto intensificó el
ruido ahora alegre y me hizo señas para que la siguiera. Cruzamos la casa obviamente
futuristamente decorada, por todos lados había tecnología que no reconocía y en
cada pared una pequeña pantalla con fotos de la familia, pasando una tras otra.
Me detuve un segundo para ver a mi sobrino, muy parecido a mí pero en forma y
extrañamente elegante, su señora muy guapa y sus hijos sonrientes, sanos y
fuertes; los vi de vacaciones en otros planetas, en playas hermosas, abrazados,
explotando en alegría; hice una mueca pensando en mis hermanos “quien lo hubiera
pensado”, y volteé hacia mi pistola de genes, entablando excéntrica amistad con
mi miembro. La mutante me empujó bruscamente, le di una cara de indignación que
la espantó, la diferencia de clases del futuro se había ensanchado años luz,
“bien” pensé, dejándome llevar por mis vicios de burgués primitivo. La vieja
monstruo bajó la cabeza arrepentida, yo la tomé del hombro al avergonzarme automáticamente
por mis prejuicios, ella me miró con ojos húmedos y yo le regalé
unos de empatía, le decía, aunque tal vez ya no fuéramos de la misma especie, flexionando
el musculo de mi rango de expresiones, que venía de un tiempo donde todavía
existía el sueño de igualdad. La mutante, por instinto, se calmó y, exhausta
por tanta emoción, acostumbrada a vivir siempre bajo el guion de la costumbre,
señaló un asombroso sillón en la sala llena de arte que ponía a mi cerebro a
trabajar marcha forzada. Después, la vieja me miró suplicando que la dejara ir,
que no podía más, “está bien” le dije con una sonrisa que ella asociaba con
preámbulo a inmediata crueldad y se fue corriendo. Un segundo más tarde no le
di importancia al episodio que acababa de ocurrir y me fui a sentar, listo para
lo que sea.
Estaba echado, con las manos en
la barriga, contemplando cómodamente al cielo y sus nubes, por el ventanal
gigantesco que ocupaba toda una pared de la sala, reflexionando tonterías que
no valen la pena contar. Una sensación de placidez me llenaba cuando apareció
el sobrino quien vino y se sentó en el sillón frente a mí sin decir palabra. Se
hizo para delante, recargó los hombros en los muslos, miraba la nada, me miraba
a mí, miraba la nada y a mí, así unas cuantas veces. Yo no supe qué hacer y
sólo lo veía incómodo con mi cara de niño viejo, con mis ojos rebelando mi
verdadera naturaleza, la de infinito infante, de idiota que no ha participado,
de ese que no sabe nada sobre nada y de quien nunca ha protagonizado una
conversación seria. Ahí estábamos los dos sin decir palabra, tanto tiempo que
empecé a imaginar que todos los encuentros empezaban así, la gente del futuro, en
lugar de un hola o un apretón de manos, se saludaba con prolongados lapsos de
silencio. Ya me alejaba en reflexión cuando aplaudió sensiblemente y me hizo
señales para que lo siguiera. “ok” dije contento de que por fin pasaba algo.
Recorrimos su casa, entramos en un estudio con las paredes llenas de más
impresionante arte y, dándole la espalda a una ventana que daba a increíble
jardín, un escritorio pesado con relieves asombrosos que contaban la historia
de nuestra familia. Hizo ruido, lo vi sin entender, señaló con la cabeza la
silla que se veía la más cómoda del mundo, “oh” hice y me senté hipnotizado por
el talentoso trabajo en la madera la cual acaricié dejándome llevar y, sin
verlo venir, me agarró bruscamente de la cabeza con un brazo y con el otro me
disparó algo justo en el cerebelo y otro en el área de broca. Sentí como si me
hubieran dado un batazo, mis oídos zumbaron y el mundo, sin previo aviso y
bruscamente, aceleró el movimiento de rotación un millón de revoluciones. La
horrible sensación duró un segundo y al siguiente se detuvo y todo estaba en
paz; se escuchaba el canto de los pájaros, un aspersor a la distancia y niños
jugando. Me toqué donde me disparó y sentí unos círculos. “Que mierda…” dije en
idioma que nunca he hablado, levanté la cara y vi a mi sobrino sonriendo.
“Vamos” dijo y salimos a su jardín, a meternos en su jacuzzi a tomar margaritas.
El súper jacuzzi masajeaba no
sólo mi cuerpo, sino también mi espíritu. “ay que rico” decía por adentro, ya
en el nuevo idioma que me tardé menos de un segundo en aprender y en ese mismo
idioma le conté al entretenido sobrino mi trágica historia. Me veía como yo
vería a alguien de la antigüedad, le daban risa mis arcaicos modeles y mis
gestos y yo, mientras tanto, al hablar, me maravillaba del futuro, de su jardín
enorme que se extendía hasta el bosque, su huerto, del pequeño lago, una casa
de árbol mejor que mi casa del pasado y, por mi tendencia a no dejarme
disfrutar nada, empecé a preguntarme sobre la repartición de la riqueza, qué
habrá sido de ella y comenzó en mi consciencia un poco de esa comezón juvenil
de antaño, una vez tan fuerte y que para cuando había salido de la tierra
todavía un tanto presente. No tuve oportunidad de que me pusieran al corriente
con el conflicto de clases porque tuve que poner atención. “este es el plan”
me dijo ahora serio viéndome con intensidad directo a los ojos, con la noche
cayendo y luciérnagas volando a nuestro alrededor. “no te puedes quedar acá, la
mayoría de los humanos no te aceptarían jamás por tus extrañas maneras y por lo
estrictas de las convenciones., pero…” yo lo miraba nervioso con el corazón haciéndose
chiquito, todo indicaba malas noticias, cerré los ojos “no puede ser de…” iba a
decir, pero él me tomó del hombro, abrí los ojos y encontré una cara amigable
“no temas, con mi influencia te colocaré en buen puesto en la administración de
monstruos y mutantes”, “esas no son particularmente buenas noticias” pensé siempre
perezoso conteniendo con todas mis fuerzas una mueca de decepción, “¡ok!” dije
al fin e hice una cara que esperé fuera interpretada como sonrisa, fingiendo gratitud.
Entramos y comimos con su familia a la que entretuve con cuentos de horror de
mi tiempo, que el calentamiento global, que el racismo, que la corrupción, que
la mentalidad de muchedumbre, que etc, etc, etc, ellos reían, encantados, no
creyéndome del todo. Nos fuimos a dormir y a la mañana siguiente, desperté por primera vez en un mucho tiempo
sin pesadumbre. El sobrino, después de darme de desayunar los mejores huevos
con jamón que he comido, me dio trajes, camisas, corbatas, zapatos y un
teléfono con dos direcciones, la de la oficina y la de un apartamento cerca del trabajo que no usaba. La familia me vio irme desde la entrada, imitándome,
muertos de la risa, agitando el brazo el aire. Tuve el presentimiento de que
nunca los volvería a ver, “mejor así” dije tratando sin éxito de congelar mi
corazón con nudo en la garganta.
El edificio de administración de
monstruos y mutantes era un cubo rectangular que se elevaba hasta más allá
de las nubes, era color entre gris y mamey,
daba la impresión de irremediable suciedad y descuido, “qué rara arquitectura”
pensé ahí en la mañana fría y nublada, con la brisa apestosa moviendo mi ropa
futurista, “en fin” dije e hice gesto de resignación despreocupada. Entré al
edificio, vigilando de cerca mi espíritu y actitud, me había dicho que era
indispensable repelar cualquier indicio de autosabotaje. “hola” le dije
amigable al mutante con uniforme de policía, “vengo a…” revisé el celular “la
administración de monstruos y mutantes antisociales número cincuenta mil”, el
policía mutante me vio en silencio con cara espeluznante e inexpresiva, yo lo
veía fijamente, con su fealdad poniéndome en trance, con creciente horror
ocupando mi mente. Así pasaron tantos segundos que empecé a pensar que a lo
mejor había pasado algo con los electrodos o que tal vez el lenguaje que usaban
los humanos era diferente al de los monstruos y mutantes o que quizás nuestras
diferencias iban más allá del idioma y era algo conceptual, estaba usando las
palabras equivocadas, las ideas que intentaba comunicar no existían en la
cabeza del aquel esperpento; traté de recordar eso que decían sobre que, aunque
compartiéramos el mismo idioma, las personas no podrían entablar dialogo con un
león por lo diferente de nuestros mundos y luego, recargado en la recepción
frente al mutante, traté de recordar mis no muy bien aprendidas lecciones en
Wittgenstein. El mutante, quien sabe cuánto tiempo después, dijo con acento
extraño “piso 4”, me tardé en entender y al acabar le dije “gracias”, le regalé
un guiño y me fui con cara de disgusto viendo las elecciones en diseño de quien,
si alguien, había diseñado el edificio, parecía se había esforzado en escoger
los peores materiales y las opciones menos estéticamente placenteras, se me
antojaba que el responsable se empeñó en molestar la sensibilidad estética de
quien visitara. “Qué raro” dije al picar el botón pegajoso del elevador,
esperando entre criaturas espantosas, incapaz de no asustarme al voltear y
encontrar.
Con paso inseguro entré a la
oficina con el letrero que decía “ADMINISTRACIÓN DE MONTRUOS Y MUTANTES NÚMERO
CINCUENTA MIL”. Ahí, fui con una mutante detrás de un escritorio, me volvió a
pasar lo del policía, hablaba y ella me veía con sus ojos ausentes, con cara
que no comunicaba nada en absoluto, “ugh” le hice, cansado de esperar, suponiendo
que eran un montón de lentos, “qué más da” dije en el fuero interno, resignado a lidiar con la lentitud. Por fin, ella señaló una silla donde esperé horas.
Durante la espera vi a los monstruos y mutantes que serían mis compañeros de
trabajo, ninguno me prestaba especial atención, de repente uno me miraba con
pasajera curiosidad y luego seguía con lo suyo. También descubrí, cosa
interesante en verdad, que no todos las mujeres monstruos y mutantes eran completos
adefesios, había unas que de lejos no se veían tan mal, hasta producían tantita
lujuria, pero si te acercaban lo suficiente se podía reconocer su mutación que
era confirmada al oírlas hablar. Estas mutantes, sabiéndose no violaciones a la
pupila, se comportaban con altanería y me ignoraban. Lo que sea. Tal vez sea un
humano, pero no uno particularmente galante, cosa que atribuía a mi despreocupación
por la arreglada y, también, mi perpetua juventud no comunica esa sensación de
seguridad que las mujeres, mutantes o no, buscan en sus hombres. Pensaba lo
anterior, indiferente, había tenido una vida para aprender esos hechos de la
vida y suficientes años para aceptarlos, contemplando agradablemente
sorprendido a una mutante no tan fea, cuando la monstruo secretaria me dijo que
podía pasar con un tal señor Pogorrtuc. “Bien” le dije aceptándolo todo,
acostumbrado a que todo fuera tan raro y
hasta ansioso, totalmente contrario a mi naturaleza, por más sorpresas.
Entre a la oficina llena de arte
como el de la casa del sobrino. Detrás del escritorio normal, frente a una
ventana que daba a la desolación del mundo, me recibió el respaldo de una silla.
“hola” dije preparando a la vieja bomba de sangre para el susto que siempre me
daba ver a alguien nuevo. La silla giró y frente a mí, no lo podía creer, un
humano. La sorpresa me mareó un poco y me acerqué para comprobar si mis ojos no
me engañaban. Él movió las cejas de arriba abajo, vivía por esas sorpresas y reía encantado, aplaudiendo, “pensabas era un mutante, eh, ¿no es cierto?” me dijo riendo y
luego, cuando dejó de divertirle todo ese asunto, me dijo que me sentara. El señor Pogorrtuc
era de esos humanos inadaptados, anormales, irregulares, excéntricos, que no
son soportados y no soportan el mundo de los humanos y, por su personalidad,
terminan llevándose mejor con los monstruos y mutantes. Había ido a la escuela
con mi sobrino, de quien era buen amigo, y como amante de la historia, no podía
pasar la oportunidad de tener a alguien del pasado ahí en su oficina. “como una
reliquia de otro tiempo, como un artefacto de la antigüedad” dijo emocionado
“muy bien” le dije sintiéndome un objeto, pero libre de indignación al
reconocer que probablemente tenía el trabajo asegurado sólo por mi calidad de
curiosidad. “ahora qué, qué sigue” le pregunté listo para poner en marcha la
rutina, ya de vuelta en mi modo normal. “bien” me dijo y llamó a su secretaria
mutante. “señora Gargog” le dijo con pesadez, “asígnenle un escritorio y una
computadora” dijo señalándola amenazadoramente, “sí, señor” dijo ella muy
derechita, yo contemplé lo anterior con gracia, malditos monstruos y mutantes,
tienen lo que merecen. Me paré, le di las gracias y la mano al señor Pogorrtic
y salí siguiendo a la señora Gargog. “qué chistosos nombres tienen” pensé
mientras a travesábamos las kilométricas filas de los cubículos hechos de
materiales notoriamente baratos, ocupados por mutantes atareados. Llegamos hasta un cubículo desocupado.
“siéntate” me dijo la vieja mutante, “ok” respondí y ahí me quedé, explorando
el internet del futuro hasta que dieron las 3, era hora de salir.
Llegué al pequeño departamento amueblado,
con sólo un cuarto, un baño, sala y cocina, lleno de cosas que no sabía que
eran. Toda esa tarde me la pasé picando botones accionando que el estéreo y que
la tele, quemándome con lo que descubrí era la estufa y electrocutándome con lo
que descubrí eran los enchufes. El lugar le recordaría a uno lo que en los 60’s
pensaban iba a ser el futuro. Encontré la computadora y, algo nervioso, pero
obligando por el aburrimiento, traté de conseguir un poco de droga. Unos
minutos de googleo futurista y casi me tiro por la ventana al descubrir que
habían legalizado las drogas hace siglos días después de que salí de la tierra, de haber
esperado una semana me hubiera quedado y para entonces ya me habría muerto. Se
me antojo hacer un poco de berrinche pero antes, la emoción de lo que era legal
me detuvo, baile el baile de la felicidad, me puse pantalones y corrí al mini
súper de la esquina. “¡denme, quiero!” grité ansioso, colorado y sudado, con
los dientes apretados y los ojos muy abiertos, al mutante al que no podría importarle
menos el mundo y señaló un pasillo. “no jodas” repetía, acariciando las cajas
de las diferentes marcas, “ay mamá” dije al llenar una canasta con diferentes
tipos, anticipando despreocupado sobredosis. Pagué y regresé al departamento.
Cerré las cortinas, puse música, cargué la pipa y la coloqué a unos centímetros
de mi cara, admirándola, saludándola como se saluda a una vieja amante que
siempre supo cómo quererte bien, que nunca te rompió el corazón, le di lumbre e inhale
bailando, celebrando, listo para vivir así el resto de mi vida. “oh el futuro”
decía con humo saliendo de mi nariz y boca y de repente, la droga hizo efecto.
Traicionado por la brutal cantidad de THC, el pequeño departamento
desapareció y fue remplazado por un espectáculo de colores que duró lo que
pareció varias vidas. Después, tirado en el suelo, convulsionándome, con el
pecho hacia arriba en una posición imposible, con los ojos hacia atrás completamente
blancos y considerable cantidad de espuma saliendo de mi boca, como un beso bien colocado de sensual muchacha, llegó un tonel de placer. Los estragos
en mi mente fueron arreglados y substituidos por despreocupación e inmóvil, viendo fijamente la nada, con
todas las venas en mi cabeza marcadas ofreciendo incómodo y escandaloso espectáculo y, al final, con el
cerebro trabado, se terminó de limpiar mi espíritu y mente. “mierda”
anuncié como mi opinión sobre mi condición actual, antes de desmayarme con
sangre saliendo de todos los orificios de mi cabeza.
Pasó el tiempo. Iba al trabajo,
regresaba a la casa, me drogaba, iba al trabajo, regresaba a la casa, me
drogaba. En la oficina, día tras día, me asomaba al
cubículo de lado y miraba morboso a la mutante gorda y fea. Ella me miraba de regreso con sus ojos negros que delataban la ausencia de alma, los dientes chuecos, la
piel asquerosa, ella me veía inexpresiva, como te mira un animal, haciendo ruido, contándome
sobre cosas que no puedo recordar, me platicaba cada mañana mierda que no me
importaba en lo absoluto y yo, por reflejo, porque es mi política número uno, era lindo y
la hacía reír diciendo la primera tontería que me venía a la cabeza, a ella y
al resto de los mutantes a mi alrededor yo les parecía inofensivo y chistoso. “buag buag buag” hacia la vieja
mutante y un escalofrió me recorría el cuerpo. Así todos los días, así durante
meses y en ese tiempo, en repetición, en la rutina implacable, entre los
mutantes y los monstruos y sus modos y manera simple y a la vez desoladora de
vivir, carente de historia, de contexto, de estándares, lo mínimo en todo
siempre, distraídos con quien sabe qué, no importará cuanto les preguntara y
cuanto me contestarán, nunca pude aprender nada de ellos, nunca logré que me
importara y lo digo con cero azote, lo reconozco indiferente, sin creerme mejor
ni peor, sólo diferente, como uno juzga a otra especie, como si de repente
algún otro animal generara tantita consciencia y deseo y los poderosos ojetes
del mundo la pusiera a ganar dinero para gastarlo, así, ya total y absolutamente
separado de la humanidad, un día, permitiéndome un poco de filosofía, cosa
nada aconsejable, noté como la llama la consciencia se apagaba, me di cuenta que
mi código desaparecía y era reemplazado por la fealdad no sólo física, sino
también espiritual constante a mi alrededor y di el primer paso hacia la
perdición cuando, en lugar de ponerme a trabajar, de conservar mi antigua manera de ser, me distraje
con alguna tontería y se perdió para siempre la posibilidad de rescatarme. Así, seguí sobre la ola del quehacer fácil mecánico y automático,
surfeándola torpe pero. quien sabe cómo, exitosamente, hasta que un día, distraído, yendo a comer con algunos
monstruos jóvenes del trabajo, encontrándome súbitamente popular, volteé y vi
un mutante a la distancia que me espantó como de costumbre, pero algo en él me
hizo detenerme. Al principio no podría decir qué era, conocía a ese monstruo de
algún lado, pero no podría decir dónde. Poco a poco, como ya se habrán
imaginado, como un chango que se reconoce en el reflejo, me di cuenta que ese
monstruo familiar era yo, maldita la vida, había mutado. Me acerqué al reflejo
en la ventana y vi, con algo no bueno pasando en mi cabeza, con una mueca de
horror formándose en mi ahora feo rostro, lo que me había pasado y, antes de
aventarme al tráfico, consideré las cosas un segundo. Tal vez nunca
pertenecería a ese tiempo, a lo mejor siempre sería raro y nunca me sentiría
cómodo otra vez, pero qué más ser humano o mutante, qué más da el pasado, como
si alguna vez hubiera sido parte de algo y el presente es lo que es, no es como
si tuviera alternativa, no es como pudiera estar haciendo otra cosa, mi modo de
ser no me lo permitía. “ni modo” dijo el monstruo en la ventana, hizo gesto de resignación, alcanzó
afeminadamente al grupo del trabajo y fue a comer fritanga asquerosa. Aquel mutante fue y
vivió el resto de su mediocre miserable vida, ganando rindiéndose, entre monstruos y mutantes.