Tuesday, January 31, 2017

11 años de Locura y Emoción

Hola,

Estoy de fiesta porque Cuentos Cortos Para Chicos Grandes cumple 11 años.

Madre de dios.

¿Quién lo hubiera pensado? Yo no, se los aseguro.

Casi llega a la adolescencia este blog. Supongo que eso es algo.

Bien. En fin.

Por favor, si tienen la costumbre de leer, sigan leyendo.

Si es la primera vez que entran, haga el favor de acostumbrarse a leer Cuentos Cortos Para Chicos Grandes.

Y si les gusta, díganles a sus amigos.

Por lo pronto no hay planes de parar.

Sigo con 120 días de pompdoma, ya va más de la mitad. Hoy en día puedo decir con seguridad y confianza que llegaré al cuento 120.

Prometo  escribir cada vez mejor. Es mi propósito de año nuevo leer más en el 2017 lo que mejorará mi obra, lo que está bien. Hasta ahora, el primer mes del año, lo he cumplido así que tengo esperanza.

Ummm. Creo eso es todo.

Y ahora... Un cuento gigantesco.

Un beso y abrazo,

A.M. "pompitas" Alonzo.



Entre Monstruos y Mutantes

71

Iba en una nave espacial, flotando por ahí, perdido en la negrura infinita del espacio. Con tubos conectados a mis brazos y un visor tapándome los ojos, estaba totalmente alienado de la realidad. Abusaba de la súper medicina que detenía el envejecimiento, manteniéndome por siempre joven en detrimento de mis órganos. Abusaba del entretenimiento sólo para momentos de ocio, conectado a la maquina destinada a pequeños ratos muertos entre la dura tarea de buscar vida en otros planetas, misión desde hace mucho completamente abandonada. No sabía cuánto llevaba así ni me interesaba saber. un día, súbitamente, en lugar de videos de gente cayéndose y animales haciendo tonterías, hubo sólo negro. Pensé me había quedado ciego, pero luego recordé el visor en mi cara. Lo quité y me vi en un mundo borroso de dolor. Con mucho trabajo, por tener el cuerpo hormigueando salvajemente desde el dedo chiquito del pie hasta el último gallo del pelo, tomé una pastilla que puso a mis musculosos inservibles a trabajar. Los anchos tubos conectados a las venas de mis brazos fueron desconectados y fui a ver qué pasaba. El mundo me dio con desprecio la bienvenida de regreso, “hola, basura” dijo cuándo terminé de enfocar y todos mis sentidos se vieron superados por el estímulo. La cabeza estaba a punto de explotar cuando llegué a un cajón, tomé una jeringa llena de calmante, la levanté en el aire y la clavé justo en mi cuello. La calma regresó de un segundo a otro y estaba listo para lidiar con la interrupción. La alarma del doctor computadora chillaba y, con la cabeza dándome vueltas, con hoyos sangrantes en los antebrazos, recorrí la nave, viéndola con curiosidad como cuando se regresa después de mucho tiempo al hogar de la infancia. Se abrieron automáticamente las puertas al cuarto de controles casi en completa oscuridad. Ahí me recargué en el panel de control y, alumbrado sólo por la luz azul del monitor, me enteré de la tragedia. Mi mente estaba al borde del completo colapso y mi cuerpo era una ruina. “Locura y maldiciones, muerte y destrucción” era la diagnosis. “Oh no” susurré y se me presentaron las opciones: o empezar trabajar sin más medicina ni entretenimiento o regresar a la tierra. Lo iba a pensar, pero antes piqué el botón rojo en forma de hongo en un extremo del tablero y fui de regreso.

Mi nave se estrelló estrepitosamente. El violento regreso al mundo que me vio convertirme en un idiota inadaptado, resultó muy apropiado para mantener mi segunda entrada a este planeta fiel a la primera que, según me contaba mi madre borracha llena de amargura, fue particularmente desagradable, “no puede ser de ninguna otra manera”, dije pensando en la pobre señora, con un pasajero brote de nostalgia asomado travieso desde mi alma. Tomé mi cartera, mis llaves y mi teléfono y me dirigí a la salida, a travesando el cuarto de entretenimiento donde me detuve un minuto para ver con sentimiento, la silla, los tubos y el visor, reconocí que las cosas nunca serían iguales y que una colosal incertidumbre me esperaba. Me zapeó la pesadumbre y anticipando mi mala actitud, supe que había que tomar precauciones para evitar la renuncia inmediata así que corrí afeminadamente al cajón de hace rato, saqué otra jeringa, la levanté al cielo y me inyecté una mezcla de antidepresivo y otras drogas que me levantaron. Fui a esperar a que terminara de hacer efecto frente a la salida donde me vi en un espejo en la compuerta. De repente me cambió el gesto, y salió disparada la puerta dejando entrar una luz como con un filtro ocre que me cegó un segundo y al siguiente, con la vista de regresó, me vi envenado por un veneno en el aire que lo llenó todo. La contaminación casi me mata, los ojos explotaron en lágrimas y de la nariz salió disparada una tonelada de moco, “el apocalipsis” grité con los ojos entrecerrados, tosiendo, y caí al suelo retorciéndome. Unos minutos de escándalo, y, al reconocer que no moría, un poco recuperado, saqué la cabeza de la nave para echar un vistazo; ante mí, el fin del mundo. Edificios grises en ruinas se extendían hasta donde alcazaba la vista, en las calles más hoyos que pavimento, perros sarnosos en los huesos morían miserables por doquier y no había ni el menor rastro de naturaleza. Di unos pasos fuera, conteniendo el azote, “ushale, sáquese” le decía a las ganas de rendirme y contemplé la calamidad a mi alrededor. A unos metros de la nave, ya acostumbrado al impacto, miré extrañado el cielo gris, “qué demonios” susurré con un muy mal presentimiento haciendo estragos en mi espíritu y, como gran final de aquella primera impresión infernal, al bajar la vista, apareció justo frente a mí, una criatura gorda horrenda con dientes saliendo en forma libre por las encías negras en su boca maloliente, con nariz ancha llena de granos, ojos chiquititos desbordándose de malicia y piel arruinada, el hijo de perra fue casi exitoso liberador de desperdicio digestivo. Grité horrorizado, cayendo sobre una montaña de basura, estirando la mano hacia la criatura, preparado para lo peor. El monstruo se afeo un poco más, balbuceó algo y desapareció. Con el corazón acelerado, la mente superada, me paré con la desesperanza alistándose para sitiar mi alma, “pero… ¿qué pasó aquí?” dije ya de pie, con el trasero lleno de porquería, con las manos en la cintura, preparado para la acción por hacer tantos ejercicios de creatividad consistentes en qué haría si un día me encontraba en la twilight zone y por eso no perdí el tiempo y comencé a recolectar información, automáticamente aprendiendo las nuevas reglas para utilizarlas a mi favor. Con cara de molestia y pereza, me quité el traje espacial, lo eché sobre otro monte de asquerosidad, me dije a mí mismo que qué se le podía hacer y me alejé de la nave confirmando, pasando miles de espectáculos de horror en dos patas, que este mundo ya no era lo que era y que se había llenado de monstruos y mutantes.

“ohhh… ok” dije entre feos, enterándome, frente a un monitor sucio y apestoso, en un café internet cayéndose en pedazos, perdido en una colonia que parecía bombardeada por alguien especialmente sádico, de la situación del mundo. Al parecer, estuve siglos flotando en el espacio, semi inmortal por la ya contada medicina; la gente había mutado, con la evolución optando por el shock, y los humanos que quedaban, que, por cierto, no eran para nada mejor interna y culturalmente hablando, se habían amurallado. “humanos” susurré con desprecio recordando la razón por la que me lancé al espacio en primer lugar, el desfile de fatídicos recuerdos empezó, derrota y fracaso, una y otra vez, y, antes de perderme por completo en la desesperación y la autocompasión, recobré el control de mí mismo para presuroso alejar esos pensamientos y escapar del infierno del pasado hacia el del presente. “Qué será de mí” decía una opción en la sección de humanos en la cual di click. Me recomendaba rendirme o encontrar a un familiar. Por suerte, el buscador de las redes sociales del futuro era muy efectivo y rápidamente encontré a un sobrino que parecía estar bien colocado en el mundo de los humanos. Miré mi pene y me sorprendí de que el adn heredado de alguno de mis hermanos no hubiera mutado. “En fin” dije cansado de todo, ansioso por aunque sea un poco de comodidad. Imprimí la dirección y allá fui, hacia una de las murallas.

Una imponente muralla de miles de metros de altura separaba a los humanos de los mutantes. Me acerqué impresionado y algo intimidado. Toqué el timbre y me espantó un mutante al sacar la cabeza por una ventana en la muralla. “qué quiere” supuse dijo, yo le expliqué lo mejor que pude, pero, a juzgar por su cara inexpresiva y gesto ausente, pareció no entenderme. Le enseñé una identificación y, al ver mi apellido, hizo un ruido incomprensible y se abrió la pesada gigantesca puerta. Me hizo señas para que lo siguiera y entré nervioso, contemplando el barrio privado humano; jardines lindos y casas lujosas, calles bien pavimentas, y al alejarnos de la muralla, el veneno en el aire se fue quedando atrás, las lágrimas y el moco se detuvieron por primera vez desde que llegué al futuro y pude volver a respirar, pero no por mucho, era asfixiado, pero ahora por ansiedad, me atacaron los recuerdos y tuve que volver a jugar defensa contra el dolor que brotaba de la memoria. El mutante se paró de repente, señaló una casa linda y grande, estiró la mano, señal atemporal de deseo de propina, contesté con su gesto inseparable de que no tenía, me maldijo en su extraño idioma y se fue. Lo vi irse, tratando sin éxito de empezar a aceptar mis circunstancias, no me gustaba tanta irregularidad, sorpresa e incomodidad, quería que las cosas fueran normales otra vez, y bajé tristemente la cabeza y cerré los ojos, permitiéndome sobrecarga de sentimiento. Faltaba mucho para acostumbrarme, y ahí me quedé parado un rato, con una miserable inútil lagrima vomitada de mi ojo bajando por mi pómulo hacia mi mejilla para caer en su mi sucia sudada playera negra que llevé una eternidad debajo de mi traje de astronauta. La brisa fría olorosa me despertó de mi ensueño y volteé hacia la casa de mi sobrino, tragando con dificultad el instante, juntando fuerzas, haciendo las paces con que la aventura apenas empezaba.

“ding dong” hay cosas que nunca cambian, reconocí asintiendo, ya de mejor humor. Una mutante me abrió, hizo ruido, enseñé mi documento de identificación del pasado, esto intensificó el ruido ahora alegre y me hizo señas para que la siguiera. Cruzamos la casa obviamente futuristamente decorada, por todos lados había tecnología que no reconocía y en cada pared una pequeña pantalla con fotos de la familia, pasando una tras otra. Me detuve un segundo para ver a mi sobrino, muy parecido a mí pero en forma y extrañamente elegante, su señora muy guapa y sus hijos sonrientes, sanos y fuertes; los vi de vacaciones en otros planetas, en playas hermosas, abrazados, explotando en alegría; hice una mueca pensando en mis hermanos “quien lo hubiera pensado”, y volteé hacia mi pistola de genes, entablando excéntrica amistad con mi miembro. La mutante me empujó bruscamente, le di una cara de indignación que la espantó, la diferencia de clases del futuro se había ensanchado años luz, “bien” pensé, dejándome llevar por mis vicios de burgués primitivo. La vieja monstruo bajó la cabeza arrepentida, yo la tomé del hombro al avergonzarme automáticamente por mis prejuicios, ella me miró con ojos húmedos y yo le regalé unos de empatía, le decía, aunque tal vez ya no fuéramos de la misma especie, flexionando el musculo de mi rango de expresiones, que venía de un tiempo donde todavía existía el sueño de igualdad. La mutante, por instinto, se calmó y, exhausta por tanta emoción, acostumbrada a vivir siempre bajo el guion de la costumbre, señaló un asombroso sillón en la sala llena de arte que ponía a mi cerebro a trabajar marcha forzada. Después, la vieja me miró suplicando que la dejara ir, que no podía más, “está bien” le dije con una sonrisa que ella asociaba con preámbulo a inmediata crueldad y se fue corriendo. Un segundo más tarde no le di importancia al episodio que acababa de ocurrir y me fui a sentar, listo para lo que sea.

Estaba echado, con las manos en la barriga, contemplando cómodamente al cielo y sus nubes, por el ventanal gigantesco que ocupaba toda una pared de la sala, reflexionando tonterías que no valen la pena contar. Una sensación de placidez me llenaba cuando apareció el sobrino quien vino y se sentó en el sillón frente a mí sin decir palabra. Se hizo para delante, recargó los hombros en los muslos, miraba la nada, me miraba a mí, miraba la nada y a mí, así unas cuantas veces. Yo no supe qué hacer y sólo lo veía incómodo con mi cara de niño viejo, con mis ojos rebelando mi verdadera naturaleza, la de infinito infante, de idiota que no ha participado, de ese que no sabe nada sobre nada y de quien nunca ha protagonizado una conversación seria. Ahí estábamos los dos sin decir palabra, tanto tiempo que empecé a imaginar que todos los encuentros empezaban así, la gente del futuro, en lugar de un hola o un apretón de manos, se saludaba con prolongados lapsos de silencio. Ya me alejaba en reflexión cuando aplaudió sensiblemente y me hizo señales para que lo siguiera. “ok” dije contento de que por fin pasaba algo. Recorrimos su casa, entramos en un estudio con las paredes llenas de más impresionante arte y, dándole la espalda a una ventana que daba a increíble jardín, un escritorio pesado con relieves asombrosos que contaban la historia de nuestra familia. Hizo ruido, lo vi sin entender, señaló con la cabeza la silla que se veía la más cómoda del mundo, “oh” hice y me senté hipnotizado por el talentoso trabajo en la madera la cual acaricié dejándome llevar y, sin verlo venir, me agarró bruscamente de la cabeza con un brazo y con el otro me disparó algo justo en el cerebelo y otro en el área de broca. Sentí como si me hubieran dado un batazo, mis oídos zumbaron y el mundo, sin previo aviso y bruscamente, aceleró el movimiento de rotación un millón de revoluciones. La horrible sensación duró un segundo y al siguiente se detuvo y todo estaba en paz; se escuchaba el canto de los pájaros, un aspersor a la distancia y niños jugando. Me toqué donde me disparó y sentí unos círculos. “Que mierda…” dije en idioma que nunca he hablado, levanté la cara y vi a mi sobrino sonriendo. “Vamos” dijo y salimos a su jardín, a meternos en su jacuzzi a tomar margaritas.

El súper jacuzzi masajeaba no sólo mi cuerpo, sino también mi espíritu. “ay que rico” decía por adentro, ya en el nuevo idioma que me tardé menos de un segundo en aprender y en ese mismo idioma le conté al entretenido sobrino mi trágica historia. Me veía como yo vería a alguien de la antigüedad, le daban risa mis arcaicos modeles y mis gestos y yo, mientras tanto, al hablar, me maravillaba del futuro, de su jardín enorme que se extendía hasta el bosque, su huerto, del pequeño lago, una casa de árbol mejor que mi casa del pasado y, por mi tendencia a no dejarme disfrutar nada, empecé a preguntarme sobre la repartición de la riqueza, qué habrá sido de ella y comenzó en mi consciencia un poco de esa comezón juvenil de antaño, una vez tan fuerte y que para cuando había salido de la tierra todavía un tanto presente. No tuve oportunidad de que me pusieran al corriente con el conflicto de clases porque tuve que poner atención. “este es el plan” me dijo ahora serio viéndome con intensidad directo a los ojos, con la noche cayendo y luciérnagas volando a nuestro alrededor. “no te puedes quedar acá, la mayoría de los humanos no te aceptarían jamás por tus extrañas maneras y por lo estrictas de las convenciones., pero…” yo lo miraba nervioso con el corazón haciéndose chiquito, todo indicaba malas noticias, cerré los ojos “no puede ser de…” iba a decir, pero él me tomó del hombro, abrí los ojos y encontré una cara amigable “no temas, con mi influencia te colocaré en buen puesto en la administración de monstruos y mutantes”, “esas no son particularmente buenas noticias” pensé siempre perezoso conteniendo con todas mis fuerzas una mueca de decepción, “¡ok!” dije al fin e hice una cara que esperé fuera interpretada como sonrisa, fingiendo gratitud. Entramos y comimos con su familia a la que entretuve con cuentos de horror de mi tiempo, que el calentamiento global, que el racismo, que la corrupción, que la mentalidad de muchedumbre, que etc, etc, etc, ellos reían, encantados, no creyéndome del todo. Nos fuimos a dormir y a la mañana siguiente, desperté por primera vez en un mucho tiempo sin pesadumbre. El sobrino, después de darme de desayunar los mejores huevos con jamón que he comido, me dio trajes, camisas, corbatas, zapatos y un teléfono con dos direcciones, la de la oficina y la de un apartamento cerca del trabajo que no usaba. La familia me vio irme desde la entrada, imitándome, muertos de la risa, agitando el brazo el aire. Tuve el presentimiento de que nunca los volvería a ver, “mejor así” dije tratando sin éxito de congelar mi corazón con nudo en la garganta.

El edificio de administración de monstruos y mutantes era un cubo rectangular que se elevaba hasta más allá de las nubes,  era color entre gris y mamey, daba la impresión de irremediable suciedad y descuido, “qué rara arquitectura” pensé ahí en la mañana fría y nublada, con la brisa apestosa moviendo mi ropa futurista, “en fin” dije e hice gesto de resignación despreocupada. Entré al edificio, vigilando de cerca mi espíritu y actitud, me había dicho que era indispensable repelar cualquier indicio de autosabotaje. “hola” le dije amigable al mutante con uniforme de policía, “vengo a…” revisé el celular “la administración de monstruos y mutantes antisociales número cincuenta mil”, el policía mutante me vio en silencio con cara espeluznante e inexpresiva, yo lo veía fijamente, con su fealdad poniéndome en trance, con creciente horror ocupando mi mente. Así pasaron tantos segundos que empecé a pensar que a lo mejor había pasado algo con los electrodos o que tal vez el lenguaje que usaban los humanos era diferente al de los monstruos y mutantes o que quizás nuestras diferencias iban más allá del idioma y era algo conceptual, estaba usando las palabras equivocadas, las ideas que intentaba comunicar no existían en la cabeza del aquel esperpento; traté de recordar eso que decían sobre que, aunque compartiéramos el mismo idioma, las personas no podrían entablar dialogo con un león por lo diferente de nuestros mundos y luego, recargado en la recepción frente al mutante, traté de recordar mis no muy bien aprendidas lecciones en Wittgenstein. El mutante, quien sabe cuánto tiempo después, dijo con acento extraño “piso 4”, me tardé en entender y al acabar le dije “gracias”, le regalé un guiño y me fui con cara de disgusto viendo las elecciones en diseño de quien, si alguien, había diseñado el edificio, parecía se había esforzado en escoger los peores materiales y las opciones menos estéticamente placenteras, se me antojaba que el responsable se empeñó en molestar la sensibilidad estética de quien visitara. “Qué raro” dije al picar el botón pegajoso del elevador, esperando entre criaturas espantosas, incapaz de no asustarme al voltear y encontrar.

Con paso inseguro entré a la oficina con el letrero que decía “ADMINISTRACIÓN DE MONTRUOS Y MUTANTES NÚMERO CINCUENTA MIL”. Ahí, fui con una mutante detrás de un escritorio, me volvió a pasar lo del policía, hablaba y ella me veía con sus ojos ausentes, con cara que no comunicaba nada en absoluto, “ugh” le hice, cansado de esperar, suponiendo que eran un montón de lentos, “qué más da” dije en el fuero interno, resignado a lidiar con la lentitud. Por fin, ella señaló una silla donde esperé horas. Durante la espera vi a los monstruos y mutantes que serían mis compañeros de trabajo, ninguno me prestaba especial atención, de repente uno me miraba con pasajera curiosidad y luego seguía con lo suyo. También descubrí, cosa interesante en verdad, que no todos las mujeres monstruos y mutantes eran completos adefesios, había unas que de lejos no se veían tan mal, hasta producían tantita lujuria, pero si te acercaban lo suficiente se podía reconocer su mutación que era confirmada al oírlas hablar. Estas mutantes, sabiéndose no violaciones a la pupila, se comportaban con altanería y me ignoraban. Lo que sea. Tal vez sea un humano, pero no uno particularmente galante, cosa que atribuía a mi despreocupación por la arreglada y, también, mi perpetua juventud no comunica esa sensación de seguridad que las mujeres, mutantes o no, buscan en sus hombres. Pensaba lo anterior, indiferente, había tenido una vida para aprender esos hechos de la vida y suficientes años para aceptarlos, contemplando agradablemente sorprendido a una mutante no tan fea, cuando la monstruo secretaria me dijo que podía pasar con un tal señor Pogorrtuc. “Bien” le dije aceptándolo todo, acostumbrado a que todo fuera tan raro y  hasta ansioso, totalmente contrario a mi naturaleza, por más sorpresas.

Entre a la oficina llena de arte como el de la casa del sobrino. Detrás del escritorio normal, frente a una ventana que daba a la desolación del mundo, me recibió el respaldo de una silla. “hola” dije preparando a la vieja bomba de sangre para el susto que siempre me daba ver a alguien nuevo. La silla giró y frente a mí, no lo podía creer, un humano. La sorpresa me mareó un poco y me acerqué para comprobar si mis ojos no me engañaban. Él movió las cejas de arriba abajo, vivía por esas sorpresas y reía encantado, aplaudiendo, “pensabas era un mutante, eh, ¿no es cierto?” me dijo riendo y luego, cuando dejó de divertirle todo ese asunto, me dijo que me sentara. El señor Pogorrtuc era de esos humanos inadaptados, anormales, irregulares, excéntricos, que no son soportados y no soportan el mundo de los humanos y, por su personalidad, terminan llevándose mejor con los monstruos y mutantes. Había ido a la escuela con mi sobrino, de quien era buen amigo, y como amante de la historia, no podía pasar la oportunidad de tener a alguien del pasado ahí en su oficina. “como una reliquia de otro tiempo, como un artefacto de la antigüedad” dijo emocionado “muy bien” le dije sintiéndome un objeto, pero libre de indignación al reconocer que probablemente tenía el trabajo asegurado sólo por mi calidad de curiosidad. “ahora qué, qué sigue” le pregunté listo para poner en marcha la rutina, ya de vuelta en mi modo normal. “bien” me dijo y llamó a su secretaria mutante. “señora Gargog” le dijo con pesadez, “asígnenle un escritorio y una computadora” dijo señalándola amenazadoramente, “sí, señor” dijo ella muy derechita, yo contemplé lo anterior con gracia, malditos monstruos y mutantes, tienen lo que merecen. Me paré, le di las gracias y la mano al señor Pogorrtic y salí siguiendo a la señora Gargog. “qué chistosos nombres tienen” pensé mientras a travesábamos las kilométricas filas de los cubículos hechos de materiales notoriamente baratos, ocupados por mutantes atareados. Llegamos hasta un cubículo desocupado. “siéntate” me dijo la vieja mutante, “ok” respondí y ahí me quedé, explorando el internet del futuro hasta que dieron las 3, era hora de salir.

Llegué al pequeño departamento amueblado, con sólo un cuarto, un baño, sala y cocina, lleno de cosas que no sabía que eran. Toda esa tarde me la pasé picando botones accionando que el estéreo y que la tele, quemándome con lo que descubrí era la estufa y electrocutándome con lo que descubrí eran los enchufes. El lugar le recordaría a uno lo que en los 60’s pensaban iba a ser el futuro. Encontré la computadora y, algo nervioso, pero obligando por el aburrimiento, traté de conseguir un poco de droga. Unos minutos de googleo futurista y casi me tiro por la ventana al descubrir que habían legalizado las drogas hace siglos días después de que salí de la tierra, de haber esperado una semana me hubiera quedado y para entonces ya me habría muerto. Se me antojo hacer un poco de berrinche pero antes, la emoción de lo que era legal me detuvo, baile el baile de la felicidad, me puse pantalones y corrí al mini súper de la esquina. “¡denme, quiero!” grité ansioso, colorado y sudado, con los dientes apretados y los ojos muy abiertos, al mutante al que no podría importarle menos el mundo y señaló un pasillo. “no jodas” repetía, acariciando las cajas de las diferentes marcas, “ay mamá” dije al llenar una canasta con diferentes tipos, anticipando despreocupado sobredosis. Pagué y regresé al departamento. Cerré las cortinas, puse música, cargué la pipa y la coloqué a unos centímetros de mi cara, admirándola, saludándola como se saluda a una vieja amante que siempre supo cómo quererte bien, que nunca te rompió el corazón, le di lumbre e inhale bailando, celebrando, listo para vivir así el resto de mi vida. “oh el futuro” decía con humo saliendo de mi nariz y boca y de repente, la droga hizo efecto. Traicionado por la brutal cantidad de THC, el pequeño departamento desapareció y fue remplazado por un espectáculo de colores que duró lo que pareció varias vidas. Después, tirado en el suelo, convulsionándome, con el pecho hacia arriba en una posición imposible, con los ojos hacia atrás completamente blancos y considerable cantidad de espuma saliendo de mi boca, como un beso bien colocado de sensual muchacha, llegó un tonel de placer. Los estragos en mi mente fueron arreglados y substituidos por despreocupación e inmóvil, viendo fijamente la nada, con todas las venas en mi cabeza marcadas ofreciendo incómodo y escandaloso espectáculo y, al final, con el cerebro trabado, se terminó de limpiar mi espíritu y mente. “mierda” anuncié como mi opinión sobre mi condición actual, antes de desmayarme con sangre saliendo de todos los orificios de mi cabeza.

Pasó el tiempo. Iba al trabajo, regresaba a la casa, me drogaba, iba al trabajo, regresaba a la casa, me drogaba. En la oficina, día tras día, me asomaba al cubículo de lado y miraba morboso a la mutante gorda y fea. Ella me miraba de regreso con sus ojos negros que delataban la ausencia de alma, los dientes chuecos, la piel asquerosa, ella me veía inexpresiva, como te mira un animal, haciendo ruido, contándome sobre cosas que no puedo recordar, me platicaba cada mañana mierda que no me importaba en lo absoluto y yo, por reflejo, porque es mi política número uno, era lindo y la hacía reír diciendo la primera tontería que me venía a la cabeza, a ella y al resto de los mutantes a mi alrededor yo les parecía inofensivo y chistoso. “buag buag buag” hacia la vieja mutante y un escalofrió me recorría el cuerpo. Así todos los días, así durante meses y en ese tiempo, en repetición, en la rutina implacable, entre los mutantes y los monstruos y sus modos y manera simple y a la vez desoladora de vivir, carente de historia, de contexto, de estándares, lo mínimo en todo siempre, distraídos con quien sabe qué, no importará cuanto les preguntara y cuanto me contestarán, nunca pude aprender nada de ellos, nunca logré que me importara y lo digo con cero azote, lo reconozco indiferente, sin creerme mejor ni peor, sólo diferente, como uno juzga a otra especie, como si de repente algún otro animal generara tantita consciencia y deseo y los poderosos ojetes del mundo la pusiera a ganar dinero para gastarlo, así, ya total y absolutamente separado de la humanidad, un día, permitiéndome un poco de filosofía, cosa nada aconsejable, noté como la llama la consciencia se apagaba, me di cuenta que mi código desaparecía y era reemplazado por la fealdad no sólo física, sino también espiritual constante a mi alrededor y di el primer paso hacia la perdición cuando, en lugar de ponerme a trabajar, de conservar mi antigua manera de ser, me distraje con alguna tontería y se perdió para siempre la posibilidad de rescatarme. Así, seguí sobre la ola del quehacer fácil mecánico y automático, surfeándola torpe pero. quien sabe cómo, exitosamente, hasta que un día, distraído, yendo a comer con algunos monstruos jóvenes del trabajo, encontrándome súbitamente popular, volteé y vi un mutante a la distancia que me espantó como de costumbre, pero algo en él me hizo detenerme. Al principio no podría decir qué era, conocía a ese monstruo de algún lado, pero no podría decir dónde. Poco a poco, como ya se habrán imaginado, como un chango que se reconoce en el reflejo, me di cuenta que ese monstruo familiar era yo, maldita la vida, había mutado. Me acerqué al reflejo en la ventana y vi, con algo no bueno pasando en mi cabeza, con una mueca de horror formándose en mi ahora feo rostro, lo que me había pasado y, antes de aventarme al tráfico, consideré las cosas un segundo. Tal vez nunca pertenecería a ese tiempo, a lo mejor siempre sería raro y nunca me sentiría cómodo otra vez, pero qué más ser humano o mutante, qué más da el pasado, como si alguna vez hubiera sido parte de algo y el presente es lo que es, no es como si tuviera alternativa, no es como pudiera estar haciendo otra cosa, mi modo de ser no me lo permitía. “ni modo” dijo el monstruo en la ventana, hizo gesto de resignación, alcanzó afeminadamente al grupo del trabajo y fue a comer fritanga asquerosa. Aquel mutante fue y vivió el resto de su mediocre miserable vida, ganando rindiéndose, entre monstruos y mutantes.