Monday, March 27, 2017

Días de Mercado

75

Me veían y sabían que era un farsante. Yo sólo sonreía y los miraba a los ojos, diciéndoles con mi modo que de mí no iban a sacar nada, que, si buscaban acabarme, no iban a recibir ayuda de mí, los veía con los cachetes brillantes, masticando contento un taco desbordándose de carnitas y verdura. Frente a mí, sobre mi escritorio, donde debería estar el teclado, había dos tacos sobre un plato de unicel rodeado de lo que parecía una explosión de verdura; originalmente tres, uno de surtido, el resto de maciza, y la gente que pasaba por mi lugar me miraba, me decía “hijo de perra” y yo, contento, tomaba un trago largo y ruidoso de mi coca cola light de 600 mililitros y le daba otra mordida salvaje a mi taco llenándome aún más de grasa. Apestaba a mi alrededor, el hedor de la gordura y el cinismo y yo contestaba sus miradas con una mueca, con la cara, aquí y allá, cubierta por un poco de cilantro y cebolla, con los dedos oliendo el resto del día a limón, les decía que entendía y que todos éramos víctimas y les sonreía advirtiéndoles que no lo intentaran, prometiendo que mi fin no sería fácil, oh no, había llegado para quedarme y a lo mejor no me importaba un carajo lo que hacíamos, su razón de vida, su pasión, el centro de su universo para mí no era más que dinero en la cuenta, una silla y una computadora con internet, a lo mejor me estaba suicidando súper lento, pero no había razón para el azote, o por lo menos no ese momento, porque la esperanza no estaba ni cerca de dejar de arder,  y yo estaba ahí ganando tiempo, lamiendo mis heridas, alistándome para salir de la trinchera a ganar la guerra de la vida, pero eso no significaba que no pudiéramos ser amigos y nos lleváramos bien ya que no podían hacer nada al respecto, les decía con mi sonrisa, con mis ojos amigables, les recomendaba que se rindieran ante la naturaleza de las cosas, pero, como sea, perdonaran la farsa o no, tenían que disculparme porque se habían acabado mis tacos, ya no había coca cola light y sonaban las primeras notas de la sinfonía asquerosa del fallo intestinal. Alejaba mi cara de la suya, recibía la señal del IBS, corría al baño a destruir porcelana y regresaba sintiéndome un millón de veces mejor. El resto del día me echaba en la silla como en un dona inflable sobre río artificial con corriente en parque acuático y ponía mis manos en mi panza, clavaba la mirada en la nada, superando el inicial shock al sistema, sentía el placer del otra vez armonioso y sutil funcionamiento de las tripas, pasando mi lengua por mis labios, recordando con cariño mis tacos, oliendo de vez en cuando mis dedos, ansioso por los siguientes días de mercado.

Friday, March 17, 2017

María Luisa

74

María Luisa agarró de un lado de su cama, de la alfombra morada, una botella de vodka y se tomó la mitad, su manera de saludar al mundo que odiaba y que la odiaba. Después del trago se echó otro rato a sentir el vodka hacer lo suyo y al duro sol del mediodía escabullirse entre las cortinas mal cerradas a quemar su piel todavía tersa por una vida de despreocupación y dormir mucho. Dolores Trinidad, la sirvienta, entró en silencio para ayudar a parar, llevar al baño y encuerar a su patrona de uno cincuenta de altura, ni gorda ni flaca, con cachetitos primorosos, ojos grandes castaños, corte de pelo caro que aparecía de repente de vez en cuando. Dolores Trinidad ponía bajo el agua tibia a María Luisa quien seguía dando tragos un poco más decentes a su botella, con los ojos cerrados no del todo despierta y Dolores Trinidad, con enjundia y dedicación, tallaba el cuerpo todavía firme de su señora. Acababa el baño y María Luisa era vestida con increíble ropa interior y llevada frente a su tocador, a ser untada de mil pomadas y cremas y ser maquillada ya con sólo un cuarto de la botella restante. Dolores Trinidad se alejaba para apreciar su trabajo, orgullosa, “bien hecho, Dolores Trinidad” se decía viendo a María Luisa quien termina el vodka con un último gran trago, éste terminaba de despertarla, lista para empezar su día.

Tambaleándose, con botella de vodka fino en bolsa de diseñador, con lentes oscuros en la cara y ropa elegante en el cuerpo, María Luisa subió al carro sin darle los buenos días a Joaquín, el chofer. Joaquín puso el coche en marcha y dieron vueltas por la ciudad, a María Luisa le gustaba tomar en movimiento, recorriendo las calles sin rumbo, escuchando pop de vanguardia curado por Joaquín quien ocupaba su tiempo investigando rigurosamente el género. De repente, a María Luisa se le ocurrió ir a tomar afuera de la oficina de su marido. Sin realmente saber por qué, libre de celos o cualquier otro tipo de inseguridad, la daba algo de risa y curiosidad la idea de espiar al hombre por quien nunca sintió nada. Allá fue y ahí se quedó, bajo el sol brillando, en la calle casi vacía, rodeada del silencio de martes a la una, sentada en el carro, bebiendo, con Joaquín entretenido en su teléfono. De repente, apareció el esposo, quien fue abordado por una nalgona. María Luisa los vio inexpresiva reconociendo el amorío y una mueca de desprecio fue gradualmente apareciendo en su cara al verlos besándose y manoseándose ahí en medio de la calle. María Luisa, invadida por la incomodidad de la infidelidad, pero más todavía, por el asco absoluto que le provocaban las muestras de afecto públicas, no supo qué hacer. Un segundo y por instinto le dio un manazo en el hombro a Joaquín, señal para moverse.

Dio vueltas, viendo por la ventana, bebiendo, reflexionando sin querer sobre todas las relaciones de su vida, la chispa del amorío de su marido había prendido la mecha de una tonelada de repaso; nadie la aguantaba y ella no aguantaba a nadie tampoco, así desde bebé, nunca había pertenecido, todo siempre le pareció una molestia, esto reflexionaba con creciente comezón existencial esparciéndose por su alma. Se le ocurrió cambiar, pero qué pereza, la humillación de todas esas veces que lo intentó regresó como un puñetazo a su orgullo; no sólo la gente, la vida en general la tenía cansada, no valía la pena y concluyó que lo mejor era decirle con permiso a la existencia. Manos a la obra y siguió bebiendo, pero ahora con furia, como corre un prófugo que nunca estuvo del todo a gusto en la cárcel, pasándome en mi camino al trabajo, parando sólo por gasolina, más vodka y pastillas subidoras para Joaquín. Así toda la semana, sin tregua, sin pausa, hasta que un día, durante una hora mágica, de pronto, por fin, todos sus órganos votaron unánimemente por fallar. María Luisa lo sintió todo, contemplando en movimiento la luz del sol filtrada entre las ramas de los árboles y las casas enormes y lujosas, sin dolor, sin miedo ni angustia, hasta cómoda, experimentó como se moría. Joaquín, en trance por no dormir 7 días y la mejor compilación de pop que haya existido jamás, se dio cuenta horas después, cuando por instinto, llegó a la casa de su patrona. Ahí encontró a María Luisa muerta, abrazando su botella, con una sonrisa tierna y conmovedora expresión, libre al fin de este cochino mundo. 

Friday, March 03, 2017

Arnoldo Gutiérrez

73

Escribía un poema en hojas de cuaderno forma francesa. Se lo escribía a una mujer que me ponía a trabajar el ordinariamente aletargado corazón, me lo aceleraba cada vez que la veía pasar, cada vez que aparecía como esa canción en el radio que no sabes cómo se llama pero te encanta; de repente pasaba por ahí, a la distancia, con su pelo mal pintado, maquillaje barato, de lejos esplendorosa, de cerca se veían sus defectos, se revelaba lo corriente que era, pero a mí no me importaba, me arrebataba el aliento y me inspiraba algo grande. Yo no soy un intelectual, entiendan, apenas sé leer y escribir, pero un día, en el metro, en el trayecto de regreso a su casa, leí un libro sobre poesía ¿por qué no? Leí sobre Pushkin, leí sobre Byron. Tiré el libro a la basura, en trance, despojado del control por una ocurrencia que se formaba hasta que terminó brillando intensamente. “Pues claro” anuncié al decidirme a exteriorizar en forma de poema mis sentimientos.

Al día siguiente, en la cafetería del edificio de corporativos donde trabajaba, me desayunaba un tamal, con el proyecto del poema en el basurero del olvido. Terminé mi desayuno, subí al elevador de la recepción, pensando que a lo mejor me gustaría ser cantante, pero justo en ese momento, antes de picar el botón de mi piso destino, corriendo como simia, señal divina, entró la mujer y subimos los dos solos, con el tiempo todo alterado, me quedé atorado en ese segundo un buen rato, respirando su perfume, sintiendo su presencia, con los ojos cerrados y las fosas nasales puestas a prueba, así el poema estaba de regreso, hasta arriba en la lista de prioridades. Un parpadeo, un ping, piso 30 y ya no estaba, me dejó atontado, con el tanque de inspiración desbordado, reaccioné después de estar bajando y subiendo por el edificio una buena media hora, con gente notándome, extrañada. Desperté del ensueño lleno de determinación, por fin piqué el piso al que iba y descendí. Mi lugar de trabajo estaba en el sótano #10, me dedicaba a capturar datos. María Luisa, una señora que no daba ni los buenos días, llegaba con expresión altanera, empujando un carrito con torres de papel y yo y mi único compañero, el flaco Rodríguez, metíamos su contenido en el servidor de la oficina. Casi todo el santo día nos la pasábamos en aquél sótano oscuro y húmedo, con dos escritorios, cada uno con su computadora; éstos estaban uno frente al otro, a cada lado de las puertas del elevador; el resto del gigantesco lugar, pasándonos, extendiéndose hasta perderse en la oscuridad, era un laberinto de estantes llenos de archivos maniáticamente ordenados sobre todo por el flaco Rodríguez.  El flaco Rodríguez era un viejo casi pelón, delgado como la muerte, alto como basquetbolista, con lentes oscuros siempre escondiendo su mirada; como muchos de su generación, no hablaba y se dedicaba a oír a un volumen casi imperceptible la estación de radio El Fonógrafo, inmóvil en su silla, viendo la nada, fumando cigarrillo de clavo en lugar cerrado, apestándolo todo. Dirán que qué molesto, pero lo soportaba porque yo no estaba libre de mis anomalías, de repente me daba por balbucear tonterías durante horas o, invadido por espontanea emoción, me ponía cantar canciones originales. Además, el flaco, todas las mañanas sin falta, iba al Starbucks y nos traía café tan cargado como revolver antes de duelo. En general éramos felices y la pasábamos bien, capturando, ocupados, él con sus cigarros o su parálisis y yo con mi poema o el youtube.

Terminé y editaba mi poema, masticando lápiz, leyendo, revisando con cuidado, tachando aquí, agregando allá, con la imagen de la mujer proyectada siempre en mi pantalla mental. Lo titulé Arnoldo Gutiérrez porque así se llamaba mi protagonista; trataba de un tipo que escribía un poema para una morra que lo mandaba a volar, el romance que nunca empieza, la esperanza frustrada, el aborto del corazón, es duro el amor y más frio que la muerte; la mujer lo rechazaba porque tenía novio, un tipo no guapo ni feo, vulgar y ordinario, galante, con dinero, pero sin educación y nada original, que siguió el programa a la letra, que sabía venderse, convencía a la gente de que sabía lo que hacía, de que tenía control sobre su vida, de que cuando miraba adelante veía sólo triunfo y promesa y quien no quiere estar con alguien así, se iban a casar, no la iba a volver a ver y a la mierda Arnoldo quien recibía la negativa, se azotaba y luego iba a seguir sin remedio por la vida. Acabé de leerlo una última vez. Pensé que era curiosa mi decisión de que hombre del poema no lo lograra, un escalofrío me recorrió el cuerpo. También me pareció exageradamente meta y cursi y no sabía si era bueno o malo porque nunca había leído un poema en mi vida, pero era lo mejor que podía hacer y eso ya era una victoria. Ahora necesitaba la opinión de alguien más. Miré nervioso al flaco ahí inmóvil dándole repentinas fumadas a su cigarrillo. Me paré torpemente y fui arrugando más de lo que ya estaban mis arrugadas hojas forma francesa llenas de extremo a extremo de la peor letra jamás y se lo di, “dime lo que piensas” supliqué antes de regresar nervioso a mi lugar a morderme la uña del dedo gordo y moverme ansioso como alguna especie de perro diminuto con problemas de nervios. El flaco lo acabó, se levantó con usual movimiento lento, imaginé que rechinaba, y fue a pararse junto a mí. Puso las hojas muy ordenadas sobre mi escritorio, me les quedé viendo un segundo y luego volteé hacia el flaco, lo vi a la cara y me sorprendí al ver que no tenía sus grandes lentes de oscuros de siempre, la primera vez que veía los ojos del flaco; me miraba con sentimiento fuerte y genuino, “flaco” susurré, inseguro de lo que pasaba. De repente su mano salió disparada hacia mí, yo la contemplé confundido hasta que comprendí lo que quería, la estreché y mientras agitaba su mano, la emoción y la felicidad se apoderó de mí. “Es un éxito” me dijo aquél apretón y yo le creí.

Temprano, al día siguiente, en el estacionamiento del edificio, en el frio de la mañana, esperé a que llegara la mujer, con el poema sujetado por un listón y moño que pedí rojo, pero en realidad era naranja, no podía ser de ninguna otra manera. Llegó por fin, a toda velocidad en su motocicleta, con un cigarrillo en la boca, bien abrigada, me parecía se veía mejor que de costumbre, desmontó y caminó con prisa. Me le acerqué por atrás y le toqué el hombro. Se dio la vuelta y, de inmediato, al verme, reconoció lo qué pasaba y, antes de que le pudiera decir “oye nena, yo te quiero” o “vamos, pequeña, te invito a que me quieras”, empezó a recitar lo que decía cada vez que algún ingenuo idiota llegaba a declararle su amor “me atropellaron hace 5 meses, desde entonces no siento nada por nadie, no es personal, pero no me interesa, seamos amigos, ¿ok?” acabó, dio media vuelta y se fue. Yo me quedé atónito, con una mueca proyectando un millón de sentimientos y sensaciones, un desfile de ideas pasaba corriendo por la avenida principal de mi cabeza. “ok, bye” fue todo lo que pude decir al destrabarme y sentí la dura cachetada de la realidad. Bajé la cabeza, vi mi poema que me había costado tanto trabajo, me llené de tristeza y, ahí, en el estacionamiento, con gente pasando viéndome con curiosidad, empecé a llorar.

Todavía con moco y lágrimas en la cara, llegué a mi lugar y, con un torrente de sentimiento azotando mi centro, olas gigantes de conmoción chocando furiosas contra mis adentros , esperé a que se acabara el mundo, a que me deshiciera, a que me explotara el pecho, pero nada de eso pasó; el planeta, como si nada, siguió girando, el tiempo siguió avanzando indiferente a mi sufrimiento, “qué más da, qué importa” comentaba casualmente todo a mí alrededor cuando me hubiera gustado que alguien me tomara y me consolara, pero no hay piedad ni misericordia, sólo dura y constante soledad, las cosas son como son y el reclamo es absurdo y debería darme vergüenza siquiera el antojo de berrinche. Así seguí unos minutos, repitiendo lo anterior como mantra que normalmente funciona, pero que esa vez no estaba haciendo lo suyo; esperaba ansioso a sentirme como siempre y a que llegara el alivio, pero en su lugar llegó el flaco con los Starbucks diarios, me dio el mío, por reflejo le agradecí con la mirada, nuestros ojos se encontraron, nos quedamos viendo unos segundos en silencio, él ahí con sus lentes negros, yo acá con el dolor insoportable haciendo estragos y, como puertas de mausoleo que se abren, los músculos en mi cara se movieron para hacer una mueca de resignación. Saqué del interior de la chamarra mi poema y me le quedé viendo un momento. Todo el sentimiento de hace rato se abrió paso, traicionero, rebelde ante cualquier racionalización. Se hizo pedazos la presa del estoicismo y la tristeza desgarradora salió desbocada, llegó corriendo como ojete en la edad media sobre población enemiga y le prendió fuego a todo, violó mi pena y empecé a llorar otra vez, haciendo bola el poema y, haciendo ruido de reclamo, lo tiré a la basura. “¿Por qué?” le pregunté al techo con el berrinche explotando como fabrica en China “¿por qué?” pregunté con lágrimas bajando hacia mis orejas, con el dolor superándome. Ahí me quedé, llorando como chiquillo hasta que me cansé de todo y me puse a ver videos de youtube. “Eso me pasa por intentarlo” dije lleno de amargura, viendo, con el cachete recargado en la palma, sacando ocasionales suspiros, a gente en el monitor riendo, gritando de la felicidad, correteándose en un parque, pasándola bien y disfrutando de la vida, en lo que parecía otra dimensión.

A LA INSPIRACIÓN DE ESTE CUENTO