Wednesday, March 11, 2020

Anus Mundi

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“Tendría que llamarme Fyodor o Lev para poder describir el olor. Mis habilidades no son suficientes. Simplemente no podría, no importa cuanto lo intentara, transmitirles a lo que huele. Sufro por la imposibilidad de hacerles llegar lo que experimento cada día. Voy con determinación por la calle, seguro de mí mismo, tratando de reclamar mi lugar en este mundo, cuando de la nada soy sorprendido por un puñetazo certero directo a las fosas. Sólo por la catarsis, me gustaría que el mundo entero compartiera una nariz para que así pudieran oler todos, el hedor que súbitamente me muerde con saña la mía. Me gustaría ser capaz de describir a lo que huelen los lagos de agua puerca, las montañas de basura y los escapes de cientos de micros y combis, pero desgraciadamente no poseo el talento suficiente”.

Vivía con mi padrino en un pequeño departamento en algún edificio de un complejo habitacional. Mis padres me habían abandonado en una estación de bomberos porque no me querían ni creían en el aborto, y ahí me hubiera quedado y a lo mejor hoy sería bombero si no me hubieran rifado. Por suerte, la rifa la ganó Orlando Ernesto Maldonado Gutiérrez también conocido como mi padrino aunque nada tenía que ver con mi bautizo. Como sea, el que me educó era un buen hombre, sólo un poco raro. Trabajaba en una papelería que le había dejado su madre y, en lo que esperaba a que llegara un cliente, memorizaba monografías, llevaba haciendo eso desde que tenía 15 años. Otras de sus peculiaridades eran que, desde que tengo memoria, nos parábamos a las cinco de la mañana para ir a correr en la pista del camellón. Desayunamos lo mismo todos los días: un yakult, café y fruta. Y antes de salir a trabajar, bien peinados, con los zapatos boleados, de camisa, pantalón, chamarra, nos parábamos a la entrada, juntábamos nuestras frentes, cerrábamos los ojos y le rezábamos a dios para que no fuéramos consumidos por el mundo maloliente y asqueroso que nos esperaba allá afuera. “diosito” empezaba el hombre que sabía más datos sobre las personalidades de la historia que nadie, “danos fuerza y ánimo para aguantar, danos fuerza y ánimo para acostumbrarnos, danos fuerza y ánimo para triunfar, que así sea”. Mi padrino fue ateo durante su juventud, pero al fracasar una y otra vez en incontables intentos por escapar de la papelería, hacerse rico y perderlo todo, había aprendido a creer en dios.

Me dedicaba, aunque no ganaba un peso, a escribir novelas. Mi vida era dura, pero no me gustaría vivir de ninguna otra manera. Los sueños como mi norte verdadero y el corazón como la mejor de las brújulas. Luchaba para que me publicaran, pero al parecer ni mis temas ni mi estilo, hasta la fecha, gustaban. Ni modo. No pasaba nada. Desertar no era una opción porque me era imposible abandonar los sueños. Mi padrino, el primer día de primaria, frente a la entrada, se puso de cuclillas, me tomó del hombro con una mano y con la otra me señaló a la cara y, viéndome a los ojos con los suyos derritiéndoseles, me dio el consejo que he seguido desde los 6 años. “Benito” me dijo, con el sentimiento haciendo estragos, “hagas lo que hagas, persigue tus sueños y nunca, pero nunca te rindas, ¿oyes?”, “¡sí, padrino!” contesté adoptando posición de firmes. Satisfecho y orgulloso, me regaló una tierna sonrisa, me despeinó y salimos a encarar la vida. Por eso, desde entonces, no había ni un poco de duda de que un día sería novelista. Acabé la escuela y para tener donde escribir, renté un despacho en el único lugar donde podía pagar la renta, cerca de la última estación de metro, en la frontera con otro estado. Un lugar espantoso lleno de vendedores ambulantes gritando, basura, agua sucia y aglomeración monstruosa de transporte público con su contaminación imparable y ruido infernal. Lo atravesaba todas las mañanas y todas las tardes con los sentidos pateados a cada paso, revolcado por las mareas de multitudes bruscas que regresaban del e iban al metro, empujado a través de los intestinos que eran esas calles. Todos los días, una violencia sensorial caía sobre mí, pero yo la absorbía para sublimarla en forma de una novela en la que estaba trabajando que trataba sobre un escritor de cuentos cortos.

Al regresar a la casa, me duchaba con agua hirviendo y con zacate áspero, trataba de limpiar de mi piel y mi cabello la suciedad del mundo. Me sentía como un doctor después de un día entero de lidiar con el ébola y ser salpicado por sangre. Salía del baño todo colorado, iba a mi cuarto y, para aliviar un poco los nervios, me sentaba al borde de mi cama, a escuchar y cantar pop romántico, sensible e inteligente. Ya un poco más contento por la buena dosis de rico arte, salía al complejo habitacional, a sentarme en una banca llena iniciales de parejas dentro de corazones y ver la magic hour. El sol, mientras descendía, me decía “hasta pronto, amigou, nos vemos luego, ¿ok?”, y yo le decía “adiós, solecito chulo, nunca me olvides”, con lágrimas de emoción bajando por mi cara, tratando de hacer las paces con el hecho de que mañana iba a oler igual que hoy y el tiempo entre que iba y regresaba duraba cada vez menos. La noche era una promesa de repetición, la negrura del cielo era una advertencia de que no pararía nunca, mañana tenía que pararme y adentrarme una vez más y otra. Cerraba los ojos y me aferraba a la tabla de mi cordura en la alberca de olas que era la noción de mi realidad. Ponía mi mano sobre mi alocado corazón y le decía “calma, hermano, calma”. Ahí, como a punto de irme a la guerra, todas las noches, en esa banca que daba a una cancha de voleibol abandonada, trataba de hacer las paces con volver a atravesar el ano del mundo.


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