Sunday, February 23, 2020

Tantica Frutica

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Don Alfredo, al verme llegar, me lanzó una mirada de desprecio, estaba familiarizado con mi manera de ser. “¡Don Alfredo!” le grité amigablemente, cuando me tocó ordenar, parado fuera del pequeño puesto de fruta de aquél hombre que tuvo que escapar de Colombia por haber embarazado a un número inmanejable de anchas. “Qué más, parce…” le dije moviendo las cejas y los hombros de arriba abajo, con los codos doblados y pegados a mi costado, las manos hacia adelante, las palmas giradas hacia adentro y los dedos ligeramente contraídos, invitándolo pero no realmente a que participara en mi juego estúpido. Él sabía lo que yo quería, pues siempre ordenaba lo mismo desde hace 20 años, y se apuraba para atenderme y mandarme en mi camino. Mientras esperaba a que me diera mi desayuno, “frutica” susurraba una y otra vez, desagradablemente pasando mi lengua rosada y esponjosa, por mis labios sensuales, viendo cómo picaba. Un poco de jugo me salpicó la cara, una semilla de sandía quedó pegada por el resto del día en mi frente. Pero a mí no me importaba, que me salpicara todo lo que quisiera, que me llenara de semillas para acabar como si padeciera de algún mal dermatológico desastroso, no pasaba nada, estaba bien, yo tenía la mente fija en la frutica.

Acabó de picar la papaya que, con gran maestría, metió en un vaso de plástico y pasó al melón. Mientras picaba, trataba de ignorarme, pero no podía por orgulloso, ardía en su mente la consciencia de la gracia que me hacía su manera de hablar, odiándome por ello y no sólo a mí, sino también a todos mis conciudadanos. No hay cosa que mi gente disfrute más que arremedar a esos que hablan chistoso. Para ilustrar mi punto: Una vez iba por ahí, por casualidad caminando atrás de unas muchachas. Una era de donde yo soy, la otra era de provincia. Llámenme metiche, pero no pude evitar escuchar su conversación. La foránea hablaba con acento marcado, le contaba a su acompañante sus desgracias, le decía “mi novio ya no me quiere, me va a dejar y me voy a quedar en la calle” y la que me imagino es pero espero no su amiga, la imitaba y se echaba a reír, burlándose cruelmente de cómo hablaba la señorita del norte. “Ya, güe, déjame de arremedar, pues” oí al doblar en una esquina y, alejándome de ellas, por último, a la distancia, se escucharon la burla y las risas. En verdad salvaje el asunto.

Don Alfredo metió el último pedazo de fruta al vaso. Al pagar, nos vimos a los ojos; los míos brillaban por la gracia que me causaba no sólo el acento, sino también su reacción y los de él, furiosos, pero, escondida atrás de la furia, llenos de melancolía. “Tan-ti-ca fru-ti-ca” le decía lentamente, saboreando cada sílaba, “tan-ti-ca fru-ti-ca” y él sufría porque nunca iba a pertenecer, rodeado para siempre de hijos de puta que se burlaban de cómo hablaba su madre, sus hermanos, sus anchas y toda esa gente que tuvo que dejar y que extrañaba como yo extrañaba el buen funcionamiento del sistema nervioso y digestivo. Por fin me dio mi cambio y vaso con fruta y, antes de irme, para acabar como acababan todas nuestras interacciones diarias, le dije, recargándome sobre el cuchillo de la joda que se enterraba cada más en su pobre alma cansada, “ay, Don Alfredo, muchas gracias por la frutica” y me iba contento, listo para asesinar al día.

Comí mi fruta en mi lugar, llenando el escritorio, teclado y mouse de jugo, dejándolos tan pegajosos como esos recuerdos vergonzosos que regresan de vez en cuando a provocar pena desgarradora hacia uno mismo. Atascándome de sandía, melón, piña y papaya pensaba en el sufrimiento de Don Alfredo, sin sentir más que el gozo que provocaba la fruta súper fresca explotando en mi boca. Tal vez haya algo mal en mí, pero sepan que no había chance para la empatía a principios del siglo XXI; por el estado de las cosas, mis contemporáneos y yo podíamos darle rienda suelta a nuestro instinto egoísta, sin consecuencias. El sufrimiento ajeno era motivo de entretenimiento y más el de Don Alfredo que me producía tanta gracia. “Ay qué cosas” dije después de suspirar, con el último pedazo de papaya deshaciéndose en los jugos gástricos de mi estómago arruinado. Eventualmente me distraje con otra cosa, lo olvidé todo y continué con mi día, montado cómodo en la rutina, yendo a un ritmo letárgico hacia el siguiente día y el siguiente día y el siguiente día.

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