Wednesday, June 22, 2022

120 días de pompdoma (parte 6)

120

Pompitas Alonzo, el escritor de cuentos cortos y recién campeón del universo, acababa de terminar el último cuento de su última antología El Laberinto de la Pompedad. Contempló la hoja forma francesa en sus regordetas inmaculadas rosadas manos, con una mueca en el asoleado rostro, extrañado. Normalmente, un cuento, al acabarlo, era un espejo, pero ahora, sólo era un papel con letra manuscrita muy bonita en tinta azul, en lugar del usual chicharrón lleno de baba, lágrimas y sangre que reflejaba su cara verdadera. Algo le pasaba, algo no estaba bien, pero tampoco mal. Todo estaba desconcertantemente neutral. Pompitas, para checarse antes de arruinarse y asegurarse de que no estuviera pasando algo funesto allá adentro, se dispuso a revisar su código como sólo los hermanos acostumbrados al extremo morboso autochequeo pueden. Sin dificultad alguna, se le pusieron los ojos en blanco, volteó hacia sí mismo y se entregó a la introspección. “El fin del arte” susurró el delirio al recibirlo a la entrada de la mente, Pompi se enteró, asintió y continuó. Descendió por su inconsciente, súbitamente acariciado por una refrescante brisa y cariñosos rayos solares imaginarios. Aterrizó, un segundo de inspección y, con las manos en la cadera, asintiendo, moviendo del tronco para arriba, con el labio inferior casi tocando fosa, se vio a él mismo en perfecto estado, todo estaba en absoluto orden. “Qué feliz soy, qué suerte tengo” decía un letrero detrás de una avioneta en el cielo oh tan azul. “Todo bien, nada de nervios” estaba escrito en pintura blanca en una piedra que encontró por ahí y, al quitar esa piedra/idea, abajo, en lugar de hallar gusanos y bichos y porquería, encontró un papel y en el papel una carita sonriente y corazones. El jardín que era su espíritu estaba pero bello; súper verde, bien podado, lleno de flores, con mariposas volando y pajaritos cantando, un columpio y en el horizonte un arcoíris. 

“Oh ok…” susurró Pompitas Alonzo, de regreso en el mundo real. Para aclarar la mente, paseó la mirada por su estudio con sólo un escritorio y silla frente a un ventanal enorme que dejaba entrar montones de sol, con las paredes blancas desnudas, lienzos vírgenes listos para recibir locura y maldiciones, al final reconociendo la realidad de las cosas. Se dio cuenta que no tenía nada que decir, no más opiniones ni ganas de participar, no tenía qué sublimar. “Huh…” se dijo aceptándolo todo, no sintiendo mucho sobre nada, imaginando que otro Pompitas se llenaría de ansiedad y trataría de autodestruirse, pero él no. Alonzo sentía un alivio que se expandía infinito. Llegó, estaba en casa. No había por qué continuar escribiendo cuentos cortos. Podría seguir por costumbre y ego, pero nunca se trató de eso. Prefería echarse, poner las manos en la panza y dedicarse a lo que siempre quiso: la nada. Escribir fue el plan B. 

También, por otro lado, no pensó ni un segundo en sus lectores que lo necesitaban para llegar al siguiente día. El reconocimiento del público, inimaginable al principio, en medio y al final de su carrera literaria, sin realmente ser invitado a la fiesta de la producción artística, siempre estuvo de sobra. Nada incomodaba más al huraño autor que ser molestado en la calle por alguno que balbuceaba lo mucho que le habían ayudado sus cuentos y que siempre que necesitaba sonreír, leer los subtítulos del alma nunca fallaba. “Lo que sea” le hubiera gustado responder, como quien le dice a un vagabundo que no hay cambio, no tenía paciencia para la gente, consciente de que la mayoría son veneno, pero mostraba, en cambio, los dientes de animal en el peor intento de sonrisa jamás y se alejaba lo más rápido posible. Resultaba evidente que había cero razones para seguir derramando cuento. El dinero no le faltaba tampoco. 120 días de Pompdoma había sido un éxito que seguía vendiendo, además, de todas maneras, mientras tuviera donde vivir y la panza llena, el billete le importaba poco. 

Pompitas había alcanzado, de repente, haciendo las cosas a su manera, la libertad total. Por fin escapaba de toda responsabilidad. Era libre del trabajo y de la gente. Podía vivir el resto de su vida, si así lo quería, sin la desesperación provocada por la confusión que le causaba tratar de hacer sentido de lo que querían de él y de lo que intentaban muy mal de decirle. Por eso, habiendo superado lo más psicológica y biológicamente obligatorio, constantemente horrorizado por los defectos naturales de los demás, espantado por la dinámica aceptada, experimentando contaste hastío, se fue a vivir al bosque. Compró una casa alejada de todo y sólo salía para ir en el transporte escolar que lo recogía en la entrada del largo camino a través de denso follaje a su casa, a un colegio de señoritas a dar clases para no volverse completamente loco. Irónicamente, el casi analfabeta literato era profesor de cuento corto a pesar de que apenas había acabado la preparatoria y odiaba con un odio demente la escuela. Un amigo, un día, para incrementar la inscripción, le ofreció a Pompi dar clases, a éste le dio risa la idea y, después de conseguir unos lentes que volvían a la gente siluetas, no se confiaba rodeado de tanta hermosa jovencita, aceptó y, alterado por mil shots de expreso, los martes y jueves, durante dos horas, gritaba incoherencias haciendo ademanes descontrolados que la muchachada y la administración, porque era exitoso, pensaban eran verdades profundas. 

Así, en la zona de touchdown de la vida, Pompitas Alonzo le sonrió al mundo, contento, satisfecho, despreocupado, listo para ir en neutral de bajada hacia la tumba, en paz con ser olvidado y seguir a lo que seguía. “Llámeme Rimbaud II” le dijo a una mosca, “pffft” pensó ésta porque no aplicaba del todo, además de que quién se creía, pero en fin, no se iba a poner a discutir. Y Pompitas, viéndose sin más que hacer, suspiró, se paró de la silla, tiró su última antología a la basura y se fue a andar en bicicleta el resto de esa muy plácida tarde de verano. 

Dentro de muchos años, Don Alphonso Marciano Alonzo y Torres Balbuena, después de estar unos años perdido en la nada, él una vez virtuoso de la literatura reapareció para utilizar la poca fama que le quedaba en promocionar, prestar su nom de plume e invertir en una marca de jeans que levantaba la pompa. Los jeans fueron un éxito, Alonzo se hizo vulgarmente rico y con ese dinero se volvió inversionista capitalista. Se compró un Ferrari o Rolls-Royce o Lamborghini porque no tenía imaginación y paseando por ahí en su carro de lujo, se encontró a una ancha con la panza de fuera, caminando por la calle. “Sinvergüenza” susurró Alonzo, impresionado por la actitud de la mujer y, notando que algo pasaba en sus pantalones, volteó para abajo. Su hombría, inhibida por la misantropía y la pereza, regresó con venganza a buscar satisfacción. “Muerte, sexo, destrucción” le gritaba la entrepierna, “ok” respondió Alonzo, enfrenó el coche y llevó a la panzona a comer costillitas y tomar cerveza. Luego, la embarazó 10 veces. Tuvo un montón de hijos que no sabía cómo se llamaban y siguió su vida de señor común y corriente, impresionantemente ordinario, sin detenerse ni un segundo a examinar. “Equis, cero que me influya” le decía a todo lo que no fuera negocio. Mató el tiempo, pasándola solo bien, olvidándose por completo de su vida pasada. “¿Pompita quién?” hubiera respondido molesto, sin algún tontuelo indiscreto hubiera preguntado sobre cuando se dedicaba a darle rienda suelta a la creatividad. Él, Don Alphonso, sólo jugaba frontenis con otros señores, invertía en negocios seguros y todo lo que escribía eran cheques. Pasaron los años y en sus 60s, satisfecho, sentado en su sala, sin nada qué hacer, se dijo que ese era el fin de todo. Un tanto aburrido de la vida, ya sin poder ganar más y naturalmente nervioso de que se fueran a acabar lo buenos tiempos, más feliz de lo que se podía imaginar que podría estar, por fin le hizo caso al susurro que, desde chiquito, le decía que se matara. Fue y se metió mil píldoras y en el vapor de su casa, su lugar favorito de todo el mundo, se abrió las venas y vio su sangre salir en chorros. Ahí, tirado, escondido en el vapor, pálido, tratando sin suerte de pensar en unas buenas últimas palabras, él antes escritor de cuentos cortos y futuro cadáver, A.M. “pompitas” Alonzo exhaló su último aliento.

DEDICADO A TODOS LOS QUE HAN LEÍDO ESTE BLOG.

Thursday, May 05, 2022

Fiesta de 1

119 

Lucrecia no lo podía creer. El galán con el que tenía una relación por internet tenía una doble vida, tenía otra novia y hasta otro nombre. Con los ojos clavados en su monitor, con mil sentimientos explotando adentro, como si en su pecho pasara la batalla de Verdún, la mujer se ponía cada vez más colorada. Mil ideas iban y venían, unas más patéticas que otras, unas más malvadas, todas oscuras, desesperadas, caían como artillería en el campo una vez lindo y agradable que fue su corazón y se veía invadida por la tristeza, la rabia y el antojo a la renuncia al amor. Qué sigue, qué ahora. La cabeza colapsaba. Apretaba los dientes, mareada, no sabía qué hacer. Aun cuando ya no era una jovencita, era inexperta en la escaramuza del romance, más bien inepta para eso de la gente. Así, por eso, ahora, su mente se había vuelto una casa de sustos y ella una involuntaria visitante. Giraba la esquina de la reflexión y aparecían recuerdos horrorosos a espantarla. Se acordaba de que le había pagado los braquetes, que le había comprado ropa y de las miles de cosas intimas que le había contado y sus chapitas como explosiones atómicas de vergüenza. Es que el hombre era guapo, pero pobre y a Lucrecia no le importaba pagar. Estaba dispuesta a gastar porque le divertía ir contra su programación clase mediera, le emocionaba ser ella quien fuera la proveedora y la excitaba un tanto revertir los roles, pero a la vez, era paranoica y el pensamiento intrusivo de que sólo la quería por su dinero y nada más, iba y la molestaba de vez en cuando. Tampoco se acordaba si fue su idea o la de él, pero estaba extrañamente convencida de que tenían que conocerse más antes de verse en persona y le preocupaba su seguridad más de la cuenta; ahora, esa idea, aunque sensata, contrastaba junto al nivel de intimidad que habían alcanzado. Algo estaba raro, pero no podía poner el dedo en qué. Por eso, una tarde, echada en su sala viendo el techo, en el silencio de la tarde, con las manos en la barriga, esperando como de costumbre a que le contestara con cero esfuerzo, todo mal, apenas, sus párrafos de mensajes, apareció de la nada un recuerdo de cuando se conocieron. El usuario del hombre era diferente, pero, un día, cuando las cosas se empezaban a poner un poco sentimentales, de repente cambió de nombre. A esto, entonces, Lucrecia no le dio mucha importancia, la gente se cambiaba de usuario todos los días, pensó, además, al principio, estaba preocupada en parecer agradable, en no quitar el pie del freno, traumatizada por los miles de intentos de por fin ya no tener que estar buscando novio y dedicarse a otra cosa. Siguió adelante la relación y se le olvidó el cambio por completo hasta esa fatídica tarde. Fue a su computadora, extraordinariamente capaz para la investigación y con una memoria ejemplar, y googleó el antiguo nombre de usuario. No apareció mucho, pero, después de descender en los resultados, encontró publicaciones con el antiguo nombre y una foto de él. Fue google images a buscar la foto y halló un perfil de Facebook antiguo de un equipo de fútbol donde él aparecía no etiquetado, pero otros sí. Lucrecia, la muy desocupada, exploró todos los perfiles hasta que, como quien por fin encuentra el suelo después de estar cayendo por escaleras dolorosamente largas, se topó con una foto de uno los integrantes del equipo con su supuesto galán donde sí estaba etiquetado y así descubrió el perfil verdadero de su disque prospecto de amor con una foto de él dándole un beso a una mujer. A lo mejor es uno viejo, pensó, parada sobre la mina de lo peor, tratando de no precipitarse, no queriendo creer, pero tuvo que dar el paso de checar la fecha de publicación y explotó, la foto era de la semana pasada. “La mentira” susurró Lucrecia, sorprendida por un barrilazo lanzado con fuerza exagerada por el Donkey Kong que era la realidad de la cosas. Todo el resto de la tarde se la pasó viendo fotos de él y su novia y los comentarios en ellas, cursilerías y ridiculeces amorosas. 

Oh el odio, tanto odio. Quiso decirle sus verdades al hombre éste, quiso hacerle ver que mentirle a la gente no estaba bien, quiso predicar, pero para qué, qué sentido tenía, no regañas a un animal salvaje. Además, sólo sería hundirse más, no tenía ganas de invitar a más gente al horrendo espectáculo de la desgracia del corazón y se sintió irremediablemente ridícula. Pero el desprecio corría, se dijo que vivía en un mundo de gente mierda, todos mierda, pura mierda y no había lugar para la decencia, los mierdas habían ganado y ahora éste era su mundo, ella que creía en el amor verdadero, no tenía lugar en este nuevo de psicópatas y ojetes. Esto le provocó tristeza y, acostumbrada a la depresión, ahora viéndose en terreno conocido, se calmó un poco. Con el odio retrocediendo, se dijo que había que reconocer y respetar la lucha por la sobrevivencia, no todo el mundo tiene una vida cómoda y agradable como la suya. El hombre este lidiaba con la violencia de la dinámica sistémica, que el dinero, que el amor, que el día a día, lo mejor que él podía. Además, se dijo, ya totalmente con el control recuperado, ella era una gran creyente de la redistribución voluntaria de la riqueza y darles billete a los pobres era practicar lo que creía. Al final, resignada, cansada, reconociendo que a lo mejor exageraba y que no era para tanto, con las murallas del delirio clase mediero levantándose, con  las mentiras  de la autoestima contraatacando, ya lista para pasar a lo que sigue, supo qué hacer. Lo bloqueó en todo sin decirle nada, decidida a nunca más tratar de encontrar el amor por internet, traumatizada, reconociéndose un conejito en una pradera con halcones volando sobre ella, resignada a continuar por el momento en esa fiesta de uno. Sacó un suspiro largo, se paró entumecida de la silla de su escritorio y fue a darse un regaderazo de 3 horas, tenía que limpiar su cuerpo y alma.

 

Friday, March 18, 2022

Lo Llamaré Lucifer

118

Y que los saltitos, las risas y los gritos de emoción. Corría contento por una nueva pradera, acariciado por hasta entonces desconocida brisa. Me detuve y giré sobre mi propio eje, con los brazos extendidos hacia los lados, con la cara al cielo, los ojos cerrados, los sentidos en máximo. Mi mente dislocada, en otra dimensión. Me escapaba, salía de este mundo, estaba en otro, hasta nunca. Usando conjuros, haciendo señas con las manos a mil por hora, era un cohete a otro planeta. Sólo hacia falta un último empujón, un último esfuerzo. Hacía magia, invocaba fuerzas antiguas, exteriorizaba toda mi voluntad verdadera. Los maestros ascendidos me susurraban locuras al oído y yo les hacía caso, “SIC SEMPER FUIT, SIC SEMPER ERIT” sonaba una y otra vez sobre percusiones hipnóticas. Mi poder cerebral a todo lo que daba. Tan cerca, un paso más, a nada de quedarme para siempre y... wuuuAaahah ahajj aaagggha aA ah Aaaah aaak aah ah aak ah ah ah, todo se vino abajo. Colores y sonidos se distorsionaron. La nueva realidad perdió la forma. Fui expulsado, no estaba listo. Mi consciencia colapsó y regresé al desafortunado mundo real.

Reaparecí tirado, rodeado de oscuridad, en sólo trusa, sobre la duela fría del cuarto que ocupaba en la casa de mi madre. Sentí un escalofrío y el dolor en el corazón de la desilusión, me pregunté si algún día podría, preferí no pensar en eso y, como anestésico, todavía tendido, estiré la mano para agarrar de la porrera un porro perfectamente rolado. Lo puse en mi boca, le di candela y me levanté con el humo. “Cristo” susurré, casi cayendo al intentar caminar, reconociendo el daño que le hacía a la mente mis intentos de escape, una preocupación animal de sobrevivencia me recorrió, la cuál rápido fue desechada, como poeta y filosofo, la muerte me tenía sin cuidado y será lo que tenga que ser. El último deseo en mi corazón era ya no estar ahí, mudarme, ¿cómo seguir pisando este mundo, cuando se está consciente de uno mejor? Imposible. La obsesión como yaga en el paladar tocada por la lengua del malestar existencial. Al tanto de que cada día se me hacia más difícil pretender, con el colmo ya asomado. “Lo que sea” me dije, espantando, agitando los brazos de la voluntad, todo lo anterior. Tambaleándome en la oscuridad, tomé mi bata hecha con tela del futuro, fui al ventanal del cuarto y abrí las cortinas bruscamente, siendo golpeando con certero poderoso puñetazo solar directo a las pupilas. Dos segundos de recuperación y salí al balcón con el porro quemándose dulce en mi boca. Inhalé profundamente, una humareda y me senté a contemplar el enorme jardín meticulosamente cuidado. “qué feliz soy, qué suerte tengo” le dije a la nada, echándome para atrás, listo para disfrutar del resto del día, reconociendo otra vez todas mis contradicciones.

“Lucifer, oh Lucifer” sonó del altavoz, era mi madre. Con desgana, me paré para ver qué quería, si la hacia esperar solo cosas terribles podían pasar. Reentré al cuarto, me vestí, salí al pasillo oscuro y tenebroso y lo recorrí hasta que llegué al estudio maniáticamente decorado de mi quien me dio la vida. La encontré atrás de su escritorio barroco con la historia de mi familia grabada, acomodando y guardando papeles. “Lucifer” dijo, concentrada en sus documentos, preocupada con no tirar algo importante a la basura, “no es posible que a tu edad seas tan mierda, ya es hora de que te busques la vida” y se levantó con un portafolio que vale más que yo, sin una vez verme siquiera, y salió. “Pero...” fue todo lo que tuve oportunidad de susurrar antes de encontrarme solo. “Oh no” murmuré al ser sepultado por una avalancha de significado y ser rescatado por, como cuales San Bernardos, dos gigantes en sacos negros y lentes oscuros. Me tomaron de las axilas y me echaron a la calle donde ya estaba mi maleta cuadrada con estampas de lugares que no existen. Todo había pasado tan rápido. Tuve antojo de hacer berrinche, pero ya había llegado el taxi. Resignado, lo abordé y allá fui, no había tiempo que perder, tenía el siguiente párrafo de mi vida que empezar.

Asomado por la ventana, rebotando sobre baches y pavimento horrendo, extrañado, me preguntaba cuanto tiempo llevaba sin salir, viendo las calles irreconocibles de la ciudad en la que he vivido toda la vida. “pa’ dónde, oiga” me preguntó el taxista, viéndome por el retrovisor, sospechándome un anormal. “umm, derecho, siempre derecho” balbuceé, estrujando un billete de 500 pesos que encontré en el bolsillo de mi abrigo, con la mirada clavada en el taxímetro que marcaba 25 y subiendo. Tenía que apurarme en pensar mi siguiente paso. “Bien, aquí vamos” le dije a mi mente carcacha frente a la verticalidad de la colina de la decisión. No tenía a donde ir ni a nadie a quien recurrir, reconocí sin sentir nada, considerándolo la norma. Supuse que podía ser vagabundo y, poniendo mi mano en el hombro del taxista, a punto de decirle que me llevara al basurero municipal, frente a nosotros, deteniéndonos en un alto, apareció, como enviado por la falta de imaginación, un espectacular que decía “¡ATENCIÓN! ¡TRABAJO!... ¡AHORA! Interesados llamen al Científico Gutiérrez a este número...”, señal divina. Salté fuera del taxi, corrí afeminadamente a una farmacia, compré una tarjeta de teléfono después de explicarle dos horas a la señorita que eran las tarjetas de teléfono y fui a un teléfono público cubierto de porquería. Marqué el número en el espectacular. “bueneee...” sonó después de los más tensos bips de mi vida, “¿científico Gutiérrez?” “sí, soy yo”, “hablo por lo del trabajo, científico Gutiérrez, por lo del trabajo, ¿escucha?” “ah muy bien, date una vuelta” y colgué con el puño cerrado frente a mí y con esperanza brillando en mis ojos por primera vez en mucho tiempo.

El científico Gutiérrez, un hombre de 1.60 m, en excelente condición física, los músculos se le notaban a través de la bata perfectamente blanca, con injertos de cabello y obvio procedimiento estético en la cara estirada e inflamada, de unos 50 años, abrió la puerta a la calle con un pedazo de croissant en la boca y una tasa de café en la mano. “pues qué ahora es” me pregunté pasajeramente al seguirlo dentro de su casa/laboratorio. “siéntate” me dijo ya en su consultorio tapizado de diplomas, señalando una silla anticuada frente a un escritorio que me chocó por eso de que estaba malcriadamente acostumbrado al súper lujo. “bien...” empezó haciéndose para adelante en su escritorio, juntando las manos, viéndome con intensidad escalofriante, “el trabajo dura 9 meses, ok. La paga son 10 mil pesos y alojamiento y tres comidas al día, está bien. La única condición es que te comprometas a acabar el experimento o consecuencias legales desastrosas caerán sobre ti, de acuerdo... bien” y sacó de un cajón un montón de papeles que me dio para firmar. Firmé sin pensarlo dos veces, ya tenía donde vivir, todos mis problemas, de un segundo a otro, estaban resueltos. El científico, notablemente sorprendido por lo fácil que fue conseguir un conejillo de indias, soltaba pequeñas risas al verme firmar la montaña de documentos legales. “nunca pensé que iba a ser tan fácil” me dijo, contento después de que me pidiera que lo siguiera a mi cuarto con una cama individual, una mesa, una silla y un cuadro con “el pasado es historia, el futuro es un misterio y el presente es un regalo por eso se llama presente” con flores alrededor, todo bordado muy bonito. También me mostró el cuarto de tele y, para acabar, lo seguí hasta una compuerta metálica en el pasillo que daba a lo anterior. Nos paramos cada quien a un lado de la puerta de metal que señaló y dijo “aquí... todas la mañanas y noches... van a salir unas pastillas que te tienes que tomar no importa qué, ¿sí me explico?” yo asentí, listo para hacer un buen trabajo, no quería decepcionar al científico quien depositaba su confianza en mí. “todo el resto de la casa está prohibida”, me señaló desde abajo, muy serio, “¡muy bien!” le grité, incomodándolo, me respondió con una cara de molestia y “nos reuniremos una vez por semana... fuera de eso, estarás solo los 9 meses, espero no sea un problema” dijo con tono brusco, “para nada, la soledad y yo somos amigos entrañables” le dije a su espalda ya alejándose. Era como si yo hubiera diseñado el trabajo, no podía creer mi suerte. Viéndome solo, fui a mi cuarto, a sentarme en posición de loto en el suelo, a meditar, tenía casi un año para entrenar, la siguiente vez lograría salir de esta sucia realidad.

Pasaron 8 meses, 3 semanas y 6 días. Estaba echado en el reclinable de la sala de tele y mi panza apenas me dejaba ver. “ay dios” dije al darme cuenta de lo súbitamente gordo que estaba, llevaba todo ese tiempo en mi interior. “oiga, científico” le dije al hombre de ciencia, colorado de la pena, en nuestra siguiente consulta, no podía, me había descuidado, me había dejado ir, “necesito bajarle a la gordura”. Él, viéndome sin entender, vio mi barriga, vio mis chapitas y mis ojos de preocupación y dijo al caer en cuenta “pero hombre... pues claro que estás gordo, si vas a ser mamá”, “¿mamá?” repetí en forma de pregunta para entender. “sí, mira” y a sus espaldas, bajó una pantalla y se proyectó sobre ella y él una presentación de power point sobre la ciencia del embarazo masculino. Acabó y “oh ok” dije confundido todavía debiendo ciencias naturales de 4to de primaria, ignorante por completo de la biología experimental. Reflexioné dos segundos y con cara de espanto le pregunté al científico “Pero... ¿por qué?”, “eso sí quien sabe” dijo con genuina cara de confusión y me contó ahí en confianza que un tipo rico había financiado el experimento sólo dios sabía porqué. “Por cierto...”, me dijo después de que me esperó a que me cambiara a una bata de hospital, ayudándome a subir a una de esas sillas de ginecólogos, “el inversionista éste quiere...” puse cada pie en un apoyo de la silla, Gutiérrez se puso guantes de látex “que vayas a su isla del caribe a dar a luz”, palpándome la barriga, con cara de concentración “es ilegal dar a luz aquí siendo hombre, tú crees” hice cara de sorpresa y luego indignación por mis sensibilidades anarquistas heridas, “pinche gobierno” le dije cuando levantó mi bata, “te vas mañana” asomado en mi ano, explorándolo, y reapareciendo satisfecho por el progreso, terminó. “todo muy bien, todo en orden” me dijo sonriendo, con el pulgar levantado, yo le sonreí de regreso desacostumbrado a las palabras de aliento, orgulloso de mí mismo.

Fui en jet privado a una isla sin nombre en el caribe. Ahí me recibió un jeep que se manejó solo hasta una súper casa donde me esperaba un señor gordo con canas en los costados de la cabeza, vestido con una polo rosa entallada, pantalones plateados y corte de cabello y peinado obviamente caros. Casi corrió hacia mí al verme descender con esfuerzo del jeep y tambalearme hacia él con mis rodillas y tobillos en fuego, admirando el sacrificio de las mujeres, cómo coño le hacían y por qué no se la pasaban maldiciendo al hijo de puta diosito, yo los abortaría a todos. El hombre rico me estrechó la mano, acercó mucho su cara colorada por el sol a la mía, sobresaltándome, y enseñándome sus dientes perfectos en lo que pude interpretar como una sonrisa, me preguntó que qué tal mi viaje. No me dio oportunidad de responder, antes tomó mi mano y cargándome del codo me llevó a una terraza increíble que daba a un mar hermoso. Me dejé caer pesadamente en la silla más cómoda en la que me he sentado y bebí la más rica agua de sandia que había bebido la cual trajo una señora negra enana en una bandeja de plata. “bien...” sentado junto a mí, trató de recordar mi nombre sin suerte y siguió “tal vez te preguntes por qué no embaracé a una mujer como es lo normal y en lugar de eso embaracé a un hombre, ¿no es verdad?” asentí bebiendo de la deliciosa agua, ya lamentando que un día no la bebería más. “bueno...” me dijo con el gesto cambiándole de repente, tornándose lúgubre, “mi mujer, la única que he querido y querré, se murió antes de darme un hijo...” me vio a los ojos con los suyos ahora llenos de lagrimas, “...mi único deseo” e hizo señas violentas con los brazos, indicado que hablaba de brutal lujo que nos rodeaba “y con todo esto era para ellos”. Dos lágrimas cayeron sobre la mesa de vidrio frente a nosotros, “y no me atrevo a volver a querer... no me atrevo... y la idea de que mi hijo salga de otra mujer, no puedo... por eso... por eso” me dijo viéndome directo a la cara, con cascadas de lágrimas bajando por sus mejillas y sus cachetes hasta su papada y cuello, empapando su camisa, incapaz de continuar, torturado por el recuerdo de su amada, suplicándome comprensión. Yo lo comprendía perfectamente, como filosofo poeta, no me costaba ponerme en los zapatos de los demás y nada me espantaba mucho tiempo. “no pasa nada” le dije, agitando mi brazo en su dirección, regalándole la más tierna y generosa sonrisa, “¡eso” gritó completamente recuperado, aliviado y contento, dándome un fuerte manazo amigable en la espalda. Nos quedamos callados unos minutos, bebiendo agua, viendo el mar, sintiendo la refrescante brisa, disfrutando el rato. “Ya sé...” me dijo, con ganas de hacer algo por mí, suponiendo erróneamente que yo tenía apego al experimento monstruoso que crecía en mi colon, “¿por qué no lo nombras tú, eh? ¿Cómo quieres que se llame? dime, que no te dé pena, somos casi familia”. Me divirtió la idea, siempre dispuesto en participar en ejercicios creativos. Lo pensé unos segundos, viendo detenidamente la nada hasta que de mi mente/horno salió listo el pastel/idea. Miré al hombre, luego rompí cuarta pared y dije “lo llamaré como yo... lo llamaré Lucifer”. Él se sorprendió, hizo una cara de desagrado y dijo “ok, mejor no”.

INSPIRADO EN PARTE POR "VOY A SER MAMÁ" DE ALMODÓVAR & McNAMARA.


Monday, January 17, 2022

16 malditos años de locura y emoción

pandilla,

otro aniversario.

así es, otro año más de ir y venir y escribir cositas lindas, así es.

genial.

bien.

ok.

el tiempo ha perdido todo significado y acá sigo, improvisando, gritándole al vacio, contribuyendo al ruido del internet con mi pequeño suspiro. no pasa nada, la paso bien y al final de cuentas, si lo piensan dos segundos, es lo que realmente importa porque si no importa eso, qué importa realmente? quien sabe, a mí no me pregunten, soy un despistado que no puede evitar intentarlo aunque las probabilidades de lograrlo pongan hasta el más teórico de los matemáticos a rezarle a diosito por un poquito de imaginación, lo que sea.

en fin.

celebremos un año más y celebremos por los años que vienen y por los que han pasado, por qué no?

ok.

agárrense de la tierra que esta mierda no para.

bueno, basta ya.

 un beso y abrazo.

 atte:

A.M. "pompitas" Alonzo.

Club de Fans

 117

Juanita renunció a su trabajo para empezar mi club de fans. Le habló por teléfono a su amigo de toda la vida Peppino. “Peppi…” le dijo toda sudada “en mi casa… a las cinco, ¿cachas?” y Peppino asintió y colgó. Estaba empapada en sudor porque llevaba toda la mañana, alistando el garaje de su padre para la primera reunión del club de fans de un bailarín muy simpático que sale en el internet o sea yo mero. La emoción la tenía corriendo de un lado para otro, consiguiendo todo lo necesario. Puso dos sillas blancas de plástico frente a un podio que había hecho de cajas de cerveza, colgó una manta blanca encima y compró e instaló un proyector. Estaba todo listo y a las 5 en punto sonó un piiiip prologando, Peppino tocaba el timbre con la frente porque las manos las tenía ocupadas con una hielera llena de caguamas. Por fin, Juanita, quien llevaba media hora con el corazón enloquecido por el orgullo producido por lo bonito que le había quedado el garaje, salió del trance, se dio un regaderazo fugaz y fue a abrir, portando su mejor ombliguera, un saco muy mono de pana color magenta y unos jeans de los 90s tan de moda hoy en día. “Bien” aplaudió, atrás del podio, con Peppino sentado, atento, y dio inicio a la reunión #1 del club de fans de Felipinho Alcántara Gutiérrez Contreras Samoano o sea un humilde servidor. Como primer orden del día, Juanita exteriorizó sus sentimientos hacía mí. Mientras gritaba fuera de control lo que mis, según ella, magistrales coreografías le hacían a su tierno, lindo y esponjoso corazón, se movía locuazmente, haciendo ademanes salvajes, desbaratando su muy bonito peinado. Acabó, se acomodó el cabello y la ropa, aclaró la garanta y dijo “Ahora… el último video”. Se apagaron las luces por arte de magia, Peppino destapó con habilidad alcohólica dos caguamas, le pasó una a Juanita cuando ésta tomó asiento en la silla de plástico libre y comenzó el video: Yo, un hombre en sus primeros treintas, ni gordo ni flaco, vestido con sudadera y pants blancos, descalzo, parado en medio de una plaza de toros diminuta y abandonada, bajo un cielo claro, miraba el suelo, concentrado e intenso. Un segundo de quietud y empezó la música y el baile. Con cada movimiento se levantaba una cantidad seria de tierra, tanto que 10 segundos después, en mi lugar, había una nube de polvo de donde de vez en cuando salían disparadas manos y caderas y mechones de cabello. Durante el video, Juanita y Peppino, con los rostros deformados por la emoción, le daban largos tragos a sus cervezas e imitaban los pasos, dejándose llevar por la explosión violenta que ocurría en sus centros. 5 minutos después y acabó el video. Aplaudieron tanto y tan duro que se hicieron daño en las palmas. Juanita, conmovida, dejó correr las lágrimas de felicidad, sintiendo a su corazón latir, fanáticamente convencida de que había encontrado lo que siempre había buscado.

Hace unos meses, una madrugaba particularmente fría, Juanita descendía, envuelta en cobijas, por el más extraño agujero de videos. Video tras video de anormales haciendo tonterías. Infectaba su mente con contenido basura. Bajaba sin recato, vuelta loca, enajenada, 100% alienada. Se dejaba caer, con gesto inexpresivo, hasta que de repente, de la nada, porque así es esta vida tan caprichosa, se topó con un video que debo decir bajo el riesgo de estropear mi espalda por hacerme tanto felatio, me quedó bastante bueno. La mujer con vida recién cambiada, se restregó los ojos, impactada por mis coreografías. “Cristo” le dijo atónita a Jesús que la espiaba desde el espacio. Procedió a subscribirse y darle like a mis miles de videos que llevo haciendo cada mes desde que tenía 18 años, ahora tengo 34. Los vio mil veces y, al final del más antiguo, volteó triste hacia la ventana que daba a una avenida muy transitada, cabizbaja porque era a la única que le gustaba mi contenido. Cero vistas. “Ya sé” se dijo a ella misma y le mandó su video favorito a Peppino. Éste, un seguidor nato y que no tenía opinión realmente sobre nada, también se volvió fan. Número de fans: 2 y ahí se quedó la cuenta porque a Juanita, aunque era la muchacha más popular de toda su ciudad, le pasaba algo muy curioso. Por alguna razón, cuando, poseída por el demonio de la emoción, le enseñaba mis videos a alguien, esa persona de inmediato decidía que eran la peor cosa del mundo y lo aborrecía. Le pasaba lo mismo con todo el mundo. Tal vez era porque la muy ruda mujer, llegaba con el teléfono a todo volumen, agitándolo como si estuviera hirviendo, y se lo ponía en la cara a todo quien agarraba desprevenido. O quizás era porque la brusca señorita procedía a tomar a sus amigas de la oficina de la blusa y las agitaba y les gritaba que contemplaran el triunfo de la promesa humana. Su suposición es tan buena como la mía. Lo que sí sé es que las colaboradoras veían un segundo o dos, hacían un ruido de fastidio y con odio explícito le decían que se fuera por donde vino porque ellas tenían buen gusto y no iban a desperdiciar los limitados minutos que tenían en este desalmado mundo viendo a algún atolondrado exteriorizar el alma. Le pasaba cada vez que iba a predicar mi palabra y la pobre entusiasmada muchacha no se acostumbraba a mi repudio, sorprendida por el rechazo total al trabajo de mi vida. Sin falta, al verse tocada por el escupitajo figurativo que bajaba por su lindo rostro, tardaba un segundo o dos en entender que no me habían jurado lealtad para toda la vida y, al por fin caer en cuenta, se le inundaban los ojos, bajaba la cabeza con sus mejillas coloradas, en su mente le reclamaba a diosito que fuera tan ojete, e iba al baño a llorar. Ella no se explicaba como yo, que era tan talentoso, no era el campeón del universo, por qué no era mundialmente aclamado y gritaba y se ponía nerviosa y se movía maniática de un lado a otro gritándole a Peppino en la cara que todos eran unos buenos para nada. Le pasó exactamente eso el día antes de su renuncia y ya iba a dejar de enseñarle a la gente mis videos, cuando su amigo de la infancia, quien normalmente se paralizaba y veía la nada cuando le gritaban en la cara, le puso la mano en el hombro, le regaló la más tierna sonrisa y sacó de su bolsillo su celular con uno de mis videos ya reproduciéndose, uno que debo decir, bajo el riesgo de no poder caminar en el futuro, me quedó fantástico, con un baile muy coqueto sobre aguantar a la adversidad y seguir adelante. “Tienes toda la razón del mundo, Peppi, hermano del alma” dijo la desequilibrada mujer y se paró de un salto, sonriendo con lágrimas todavía en los ojos y las preciosas mejillas. Le dio un abrazo incómodo a la única persona con quien podía contar y, al trascurrir unos minutos de exhaustiva reflexión, se dijo a ella misma que iba empezar mi club de fans, a lo mejor así más gente se enteraba de mí o lo mejor no, pero no podía dejar de internarlo y al día siguiente fue muy decidida a su trabajo muy bien remunerado, no tenía tiempo para nada más, tenía algo muy importante que hacer.

INSPIRADO POR FAN CLUB LEADER DE SHE/BEAST

Tuesday, November 30, 2021

Finisterre

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Bien peinado, en forma y oliendo rico, salí por última vez del gimnasio. Me paré en la calle y le hice una cara al cielo en lo que esperaba a cruzar. El sol revelaba mi fealdad verdadera, deformando mi precioso rostro. A mí no me importaba nada, disfrutaba del buen ánimo que estaba próximo a acabarse porque la temporada de la desgana ya se anunciaba desde la profundidad de mi cabeza. “Todo a la mierda” sonaba de repente. Era el yo del invierno, me amenazaba todavía desde lejos, pero la experiencia me había enseñado que hay que tomarse en serio sus amenazas, ese impredecible nefasto cabrón era un tipo de cuidado. Es que mi mente, cuando se acababa el año, se llenaba de pura oscuridad. Cuando llegaba el frío traía consigo días de estar echado y ver el techo, semanas enteras de retorcerse en la nada total. Me pasaba y si quieren respuestas, pregúntenle a los psicólogos porque yo sólo puedo suponer. A lo mejor era el frío o el fin de otro año en el que no hice mucho, pero la verdad, quien sabe. Como sea, las razones eran lo de menos, lo que importaba era en lo que me convertía: un monstruo imparable de autodestrucción. Por eso, familiarizado con el patrón funesto después de lustros de mandar todo al carajo, ese año estaba preparado para no salir tan afectado del otro lado de esta temporada de horror existencial. Obviamente no iba a ir a un profesional de la salud mental a que me medicara, me daba miedo cambiar y ya había vivido demasiado cómo era. En lugar de eso, durante el verano y el otoño, me preparé para el evento. Como ya dije y no me canso de presumir, me apliqué al ejercicio, pero también era el epítome de la perfección gástrica. Después de meses de jugo verde, vegetarianismo y no comer ni tantita comida rápida, ¿McDonalds? C’est quoi ça? era un campeón del funcionamiento estomacal. Estaba listo para el tsunami de papitas, pastelitos, coca cola light y una cantidad suicida de uber eats. La avalancha de envolturas se avecinaba y yo me tiraba de rodillas, juntaba las palmas y cerraba mis ojos, había aprendido a rezar para desquitarme con alguien. Le reclamaba a un producto de mi imaginación afectada por el estrés que ojalá mi cabeza funcionara tan bien como mi panza. Pero bueno, ya será en otra vida porque de repente, viéndome dentro de arena movediza emocional, le dije al desperfecto que me pusiera a prueba para seguir adelante que ese sol amenazaba con algo peor que la falla de la personalidad, el cáncer en la piel.

Llegué a mi casa e hice mi maleta, no había tiempo que perder. Me acomodé el cabello, me lavé los dientes y cambié mis sábanas. “Hasta luego” le dije a mi pequeño acogedor hogar con un ademán del que todavía me avergüenzo y salí sonrojado. Llegó el carro y allá fui, al fin del mundo. Había rentado una casita en un acantilado, sin vecinos y con vista al mar. Sólo una tele, una compu, una cama, una mesa y una silla. Me aseguré de tener internet confiable, el entretenimiento es lo que cuenta, eché un último vistazo al mundo de los vivos, ugh, y cerré la puerta. Un minuto de no saber qué hacer y fui a sentarme frente a la ventana, a ver el fin de la tierra, admirando con sentimiento al mar extenderse infinito, su violencia me recordaba mi espíritu, algo me pasaba. 

Y empezó. 

Apareció de la nada. “Qué vamos a hacer” "uy" me dije a mí mismo con un cigarro en la boca y una caguama en la mano, “qué casualidad que te he encontrado/qué tal todo cuánto has cambiado/he pensado en ti más de la cuenta/te acuerdas de la última noche aquella/ha pasado casi un año sin saber del otro/qué vamos a hacer”

ME ROBÉ UN POCO DE LA LETRA DE "EL ENCUENTRO" DE ALIZZZ Y AMAIA.

Sunday, October 10, 2021

Lo Que Importa Es El Amor, Mártir del Enamoramiento

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Maripao tenía una caja de cartón en la cabeza para protegerse de la lluvia. Yo estaba empapado, viéndola a los ojos a través de los agujeros de su caja. “Eres tremenda” le dije ya con ganas de no mojarme. Nos fuimos a su pequeño carro, tiró su caja, revelando su cara, quitándome el aliento como cada vez que la veía, nunca dejaba de sorprenderme el efecto que producía en mí y en mi percepción del tiempo, sentía le picaba pausa a la vida. Después, cuando me hube acostumbrado otra vez a lo linda que era, allá fuimos, al tráfico de una de las ciudades más atascadas de la tierra.

Saqué mi pene por la ventana y oriné en el nissan sentra junto a nosotros, había bebido mucha lluvia radioactiva. La señora adentro ni se inmutó, cansada pero acostumbrada a las sorpresas infernales, yo no había notado su existencia hasta ahora que escribo esto. Acabé, lo metí y me senté. Un silencio después y Maripao y yo hablamos sobre nuestros respectivos planes para esas vacaciones. Yo iba a andar en motoneta desde Lisboa hasta San Petersburgo, ella iba representar con su compañía de teatro la conquista del oeste y la guerra contra los nativos americanos. Luego, cuando ya no le podíamos sacar más jugo a la fruta fresca que eran nuestros ambiciosos proyectos vacacionales, para que siguieran los buenos tiempos, ahí, entre miles de carros, bajo la lluvia, moviéndonos a uno por hora, intercambiamos debraye y tonterías. No paramos, con cada vuelta de la rueda, una carcajada, y con cada centímetro recorrido, una dada de cinco y ya cuando sentíamos que nos volveríamos locos de la diversión, llegamos a nuestro destino. No había tráfico que durara, siempre nos quedábamos en un continuará y bajando del carro en el sótano mil, le reclamamos juguetonamente al dios del tráfico que no nos dejara concluir a gusto. 

Como ya se habrán dado cuenta, yo estaba enamorado de Maripao, pero ella no me quería, tenía galán. Este hecho más de una vez me había llevado a la mitad de un puente peatonal, ya dispuesto a acabarlo todo. Por suerte, soy un tipo muy antojadizo y esa vez, el antojo de muerte, rápido fue sustituido por uno de torta argentina y yo no le podía decir que no a algo tan rico. Don Melchor me atendió de inmediato dándose cuenta del estado en el que me encontraba y, para que no llevara el humor para abajo, me despachó rápido. Ya con mi torta, fui y me senté en una banca en el camellón y comí llorando, pensando en Maripao. El antojo sólo era distracción momentánea y nunca duraba. Brillando por la grasa de la milanesa, el chorizo y el queso amarillo, la imaginaba haciendo porquerías con su novio. A súper alta definición era proyectada en mi pantalla mental, encuerada, con sus pezones rosas y gesto de placer, rebotando, pegada a su novio sin cara. No podía. Por eso, me acabé mi comida y me fui a bongear con súper marihuana del futuro. Entraba humo y salía sentimiento. Una vez en drogas, el dolor te da risa; te sigue doliendo, pero sólo lo miras como a un cachorro o un anciano que te muerde con saña. Todo drogado, imaginando lo anterior, reía llorando.

“Ella y yo podemos ser amigos para siempre” le dije, sentado en un silla de madera, junto al espejo, a un tipo miserable con los cachetes arrugados de tanto llorar. No importaba cuanto berrinche hiciera, tenía que respetar mi rechazo porque no estaba dispuesto a cambiar, prefería ser punketo lo que sea que eso signifique y sabía que no podía darle lo que su novio ultra emprendedor, increíble cocinero, genuinamente bondadoso, guapo y de familia rica, podía darle. Era el tipo más lindo de todos. A veces, iba a recogerla para llevarla a comer a un restaurante caro y yo los miraba desde las alturas, con la cara pegada a la ventana del piso 20. Con los ojos desorbitados, lamentándome de que sean 20/20’s, los veía abrazarse y besarse y decirse cosas lindas mientras el pobre yo era azotado por el gato de nueve colas de la envidia y la vergüenza. “¡Maripao!” tenía ganas de gritar mientras caía sobre ellos. No me importaba nada. Me dejaba ir, me rendía ante la desesperación hasta que las risas del resto de mis compañeros me sacaban del trance de autocompasión y autodesprecio. Me daba la vuelta indignado y los veía, con los ojos hinchados, incapaz de hablar y me iba a mi casa aunque todavía quedaba medio día de trabajo. Llegaba corriendo afeminadamente, directo a la cocina. “Está bien, no pasa nada.” le decía a mi perrita Milagros quien acababa de salvarme una vez más, tomando en su hocico la lonja que se hace en mi nuca, sacándome del horno. “Ay Milagros...” le decía, tirado bocarriba en el suelo de la cocina, retorciéndome por el sufrimiento que me causaba la realidad de las cosas, todo muy cruel, todo muy real, “...me siento como un perro, con todo respeto” y Milagros se iba a ver la pared, a alucinar eso que alucinan los perros. Me daba mucha envidia.

Maripao sabía que la quería y le daba pena, pero no tanta como para fijarse en mí y ser novios. Más de mil veces, en nuestras borracheras, le había confesado mi amor y ella sólo hacía cara de “auch” y cambiaba de tema. Así las cosas hasta que se hartó y sintiendo genuina amistad, una navidad, me dio un relicario de oro en forma de corazón con una foto suya en blanco y negro adentro haciendo ese gesto de repudio que yo conocía tan bien. Desde entonces, siempre lo traía alrededor del cuello y cada vez que sentía esperanza por un futuro juntos, lo abría y me le quedaba viendo a esa preciosa cara de espanto, un minuto o dos. Era una alarma de despertador. Con cada apertura de relicario, como apocalíptico meteorito proveniente de la galaxia del desamor, despertaba de esa pesadilla de la que no había escape. Atestiguaba, martirizado, en trance, el horror del enamoramiento no correspondido. Después, cansado y deprimido, limpiaba mis lágrimas, inhalando moco, diciendo que no importaba que ella no me quisiera, que tarde o temprano la superaría y que yo fuera capaz de amar, mierda, era todo lo que importaba. 

Tuesday, September 07, 2021

La Felicidad Salvaje

 114

No hay tiempo que perder así que voy a escribir un cuento.

Regresé del laboratorio del Dr. Ambrosio. Me había formateado, ahora vivía bajo la nueva mente y era feliz. “Estás cura’o” me decía un papel que de inmediato enmarqué y que puse, muy orgulloso de mí mismo, en una pared de mi pequeño apartamento con paredes pintadas de un azul muy barato que lastimaba hasta la sensibilidad más animal. Me quedé viendo la representación en la tierra de mi logro. No lo podía creer. "¡¿Y ahora qué, qué voy hacer con toda esta felicidad?!” me pregunté con el dedo en mi labio inferior y mis pupilas hacia el cielo. Cristo. No sabía ni por dónde empezar, la emoción no me dejaba concentrar. Supongo puedo ser bombero, me dije, sentando en un sillón de tres lugares bajo mi certificado de salud. “Nah” concluí, con diapositivas de gente quemada pasando por mi pantalla mental. Un instante después, cual mensaje de texto proveniente de las profundidades de mi mente, se me ocurrió mejor reducir mis opciones: no me gustaba tratar con la gente en general, no me gustaba el trabajo intelectual, no me gustaba la responsabilidad, no me gustaba el esfuerzo, no me gustaba casi nada, y así seguí, contento, sorprendido de que no me entrara la desgana. De mi centro brotaba una felicidad que no acababa nunca. “¡Qué feliz soy, qué suerte tengo!” le dije al silencio de la tarde de martes, con los cachetes adoloridos de tanto sonreír. “Ok…” me reprendí amigablemente, volviéndome a concentrar, de un humor maravilloso y puse a mi renovado cerebro a trabajar. Toda esa tarde, sin ningún tipo de duda acechando, sin funesto pensamiento intrusivo yendo a hacer acto terrorista contra el ánimo, la neurona giró a millones de revoluciones por segundo hasta que, como otro mensaje de texto de mi muy platicador inconsciente que no más no se podía quedar quieto, apareció la idea de que debería ser empleado de oficina. “¡Ok!” respondí de regreso y fui a mi computadora empolvada y cubierta de telarañas, a hacer mi curriculum vitae.

La felicidad salvaje había llegado para quedarse y la vida se había vuelto un descenso por un tobogán hacia la alberca refrescante que era la muerte. Por primera vez en mi vida, desde mi pubertad, era poseedor de buena actitud, no lo podía creer. Nada me costaba, la incertidumbre era cosa del pasado, el futuro era mío. Conseguí trabajo sin problema en una oficina de un amigo de un familiar y rápidamente, el lugar que me asignaron se volvió un pedacito de cielo; decorado con juguetes de kinder sorpresa, una foto enmarcada de una muchachona y lleno de papelería tan acomodada que haría a un hermano con TOC sentirse normal. Mi lugar, sólo mío y ahí me la pasaba muy bien, de 9 a 3. Rodeado de mis amigos, todos en la oficina me querían, llegaban y me decían “eres un campeón”, “eres el número uno”, “nunca cambies” y les sonreía de regreso, enseñando mis dientes de animal que un día, porque ahora podía endrogarme todo lo que quisiera, volveré sonrisa de hollywood. Oh mis queridos compañeros de trabajo. Los miraba a los ojos y, sintiendo genuina simpatía, les decía con mi mirada deslumbrante que lo que sentía yo por ellos era el sentimiento más precioso, que éramos amigos verdaderos y que me encantaría tenerlos alrededor el resto de mi vida. Así, aceptado y cómodo, a gusto con lo que hacía, me di cuenta, una tarde lluviosa, que no me costaba ir a trabajar, lo hacía con placer y no me acordaba de la última vez que me había quejado. Todo lo anterior impensable antes de la felicidad salvaje. Estaba totalmente libre de pesadumbre, era un hombre nuevo y todo el sufrimiento natural de la vida había desaparecido. 

Vino el tiempo del este y los buenos ratos sólo aumentaron. La plenitud satisfactoria barnizada con impecable claridad se extendía más allá de la noción del futuro, juraba que era para toda la eternidad. Durante el día, soltaba grititos de deleite mientras hacía mi trabajo mecánico que no requería esfuerzo mental, sólo físico. Grapa aquí, copia allá, imprime esto, tira a la basura aquello, ve a la máquina expendedora, “voy al baño, ¿quieren algo?” risas y sonidos alegres y corazones enloquecidos. Me daban papeles para transcribir y mientras transcribía alguna cosa que no entendía ni me importaba, regresaban a mí diferentes momentos antes de la llegada de la felicidad salvaje. Me acordaba, entre muchas otras cosas que ahora sólo me hacían cosquillas, maravillándome del cambio producido por la nueva mente, de una compañera de uno de los muchos trabajos a los que había renunciado. Recordaba que ella lloraba porque salíamos de vacaciones y no iba a ver a sus amigos, lloraba con una tristeza que yo nunca había conocido ni conoceré. En ese entonces, lo recuerdo tan bien, sus lágrimas me provocaban unas ganas de vomitar salvajes, pero ahora, me llenaban de ternura y la comprendía. Cuando llegaran las vacaciones, estaba seguro de que yo también iba a llorar.

Un día más y otro. Daban las 3 pm y salía del trabajo. Dando saltitos, me iba a mi departamento en no una azotea y me echaba, en paz, a ver videos, con la seguridad reconfortante, súper consciente, que mañana iba a ser igual que hoy y así hasta que cayera muerto en el suelo de la oficina. Qué más podía pedir. Era la felicidad salvaje, sin límites, para siempre. ¿Cómo había podido vivir hasta ahora sin ella?  ¿De dónde había venido toda esta alegría y dónde había estado antes? No podía decir y se me antojaba revolcarme en el estudio minucioso de todos los defectos de personalidad que me habían metido el pie hasta entonces pero de inmediato, gracias a la nueva mente, todo tipo de reclamo masoquista, arrepentimiento y hasta el más pequeño indicio de pesadumbre, desaparecían y regresaba el buen ánimo, la energía infinita y la actitud excelente. Era feliz y nunca dejaría de serlo.

Inspirado por "Hug From a Dinosaur" de TORRES.