Tuesday, September 07, 2021

La Felicidad Salvaje

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No hay tiempo que perder así que voy a escribir un cuento.

Regresé del laboratorio del Dr. Ambrosio. Me había formateado, ahora vivía bajo la nueva mente y era feliz. “Estás cura’o” me decía un papel que de inmediato enmarqué y que puse, muy orgulloso de mí mismo, en una pared de mi pequeño apartamento con paredes pintadas de un azul muy barato que lastimaba hasta la sensibilidad más animal. Me quedé viendo la representación en la tierra de mi logro. No lo podía creer. "¡¿Y ahora qué, qué voy hacer con toda esta felicidad?!” me pregunté con el dedo en mi labio inferior y mis pupilas hacia el cielo. Cristo. No sabía ni por dónde empezar, la emoción no me dejaba concentrar. Supongo puedo ser bombero, me dije, sentando en un sillón de tres lugares bajo mi certificado de salud. “Nah” concluí, con diapositivas de gente quemada pasando por mi pantalla mental. Un instante después, cual mensaje de texto proveniente de las profundidades de mi mente, se me ocurrió mejor reducir mis opciones: no me gustaba tratar con la gente en general, no me gustaba el trabajo intelectual, no me gustaba la responsabilidad, no me gustaba el esfuerzo, no me gustaba casi nada, y así seguí, contento, sorprendido de que no me entrara la desgana. De mi centro brotaba una felicidad que no acababa nunca. “¡Qué feliz soy, qué suerte tengo!” le dije al silencio de la tarde de martes, con los cachetes adoloridos de tanto sonreír. “Ok…” me reprendí amigablemente, volviéndome a concentrar, de un humor maravilloso y puse a mi renovado cerebro a trabajar. Toda esa tarde, sin ningún tipo de duda acechando, sin funesto pensamiento intrusivo yendo a hacer acto terrorista contra el ánimo, la neurona giró a millones de revoluciones por segundo hasta que, como otro mensaje de texto de mi muy platicador inconsciente que no más no se podía quedar quieto, apareció la idea de que debería ser empleado de oficina. “¡Ok!” respondí de regreso y fui a mi computadora empolvada y cubierta de telarañas, a hacer mi curriculum vitae.

La felicidad salvaje había llegado para quedarse y la vida se había vuelto un descenso por un tobogán hacia la alberca refrescante que era la muerte. Por primera vez en mi vida, desde mi pubertad, era poseedor de buena actitud, no lo podía creer. Nada me costaba, la incertidumbre era cosa del pasado, el futuro era mío. Conseguí trabajo sin problema en una oficina de un amigo de un familiar y rápidamente, el lugar que me asignaron se volvió un pedacito de cielo; decorado con juguetes de kinder sorpresa, una foto enmarcada de una muchachona y lleno de papelería tan acomodada que haría a un hermano con TOC sentirse normal. Mi lugar, sólo mío y ahí me la pasaba muy bien, de 9 a 3. Rodeado de mis amigos, todos en la oficina me querían, llegaban y me decían “eres un campeón”, “eres el número uno”, “nunca cambies” y les sonreía de regreso, enseñando mis dientes de animal que un día, porque ahora podía endrogarme todo lo que quisiera, volveré sonrisa de hollywood. Oh mis queridos compañeros de trabajo. Los miraba a los ojos y, sintiendo genuina simpatía, les decía con mi mirada deslumbrante que lo que sentía yo por ellos era el sentimiento más precioso, que éramos amigos verdaderos y que me encantaría tenerlos alrededor el resto de mi vida. Así, aceptado y cómodo, a gusto con lo que hacía, me di cuenta, una tarde lluviosa, que no me costaba ir a trabajar, lo hacía con placer y no me acordaba de la última vez que me había quejado. Todo lo anterior impensable antes de la felicidad salvaje. Estaba totalmente libre de pesadumbre, era un hombre nuevo y todo el sufrimiento natural de la vida había desaparecido. 

Vino el tiempo del este y los buenos ratos sólo aumentaron. La plenitud satisfactoria barnizada con impecable claridad se extendía más allá de la noción del futuro, juraba que era para toda la eternidad. Durante el día, soltaba grititos de deleite mientras hacía mi trabajo mecánico que no requería esfuerzo mental, sólo físico. Grapa aquí, copia allá, imprime esto, tira a la basura aquello, ve a la máquina expendedora, “voy al baño, ¿quieren algo?” risas y sonidos alegres y corazones enloquecidos. Me daban papeles para transcribir y mientras transcribía alguna cosa que no entendía ni me importaba, regresaban a mí diferentes momentos antes de la llegada de la felicidad salvaje. Me acordaba, entre muchas otras cosas que ahora sólo me hacían cosquillas, maravillándome del cambio producido por la nueva mente, de una compañera de uno de los muchos trabajos a los que había renunciado. Recordaba que ella lloraba porque salíamos de vacaciones y no iba a ver a sus amigos, lloraba con una tristeza que yo nunca había conocido ni conoceré. En ese entonces, lo recuerdo tan bien, sus lágrimas me provocaban unas ganas de vomitar salvajes, pero ahora, me llenaban de ternura y la comprendía. Cuando llegaran las vacaciones, estaba seguro de que yo también iba a llorar.

Un día más y otro. Daban las 3 pm y salía del trabajo. Dando saltitos, me iba a mi departamento en no una azotea y me echaba, en paz, a ver videos, con la seguridad reconfortante, súper consciente, que mañana iba a ser igual que hoy y así hasta que cayera muerto en el suelo de la oficina. Qué más podía pedir. Era la felicidad salvaje, sin límites, para siempre. ¿Cómo había podido vivir hasta ahora sin ella?  ¿De dónde había venido toda esta alegría y dónde había estado antes? No podía decir y se me antojaba revolcarme en el estudio minucioso de todos los defectos de personalidad que me habían metido el pie hasta entonces pero de inmediato, gracias a la nueva mente, todo tipo de reclamo masoquista, arrepentimiento y hasta el más pequeño indicio de pesadumbre, desaparecían y regresaba el buen ánimo, la energía infinita y la actitud excelente. Era feliz y nunca dejaría de serlo.

Inspirado por "Hug From a Dinosaur" de TORRES.