Thursday, May 30, 2019

Cuarto de Servicio

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Era mi peor yo. Me descuidaba, me trataba mal. Vivía con mi madre, presa de la pereza crónica, no quería vivir. El mundo afuera me tenía sin cuidado, que se joda todo era mi opinión automática sobre lo que sea. Cero amigos, menos romance, era una sombra, habitante del olvido. Nadie se acordaba de mí y yo era acosado por el pasado, me venía a buscar, a decirme que una vez pude, pero ahora estaba condenado. Me la pasaba encerrado, perdido en el internet, aprendiendo cosas inútiles que olvidaba de inmediato. Estaba cansado sin hacer nada. Mi mala actitud había triunfado y ya no me interesaba mejorar. Todos los días en la nada, era un monstruo y no tenía nada que decir.

Estaba a punto de tirarme por la ventana cuando alguien tocó la puerta del pequeño cuarto alejado de todo, donde estaba mi cama, mi tele, mi compu y mi sillón. “Adelante” dije en automático, inmediatamente arrepintiéndome, sin ganas de ver a nadie. “Disculpe, joven, me mandó la señora a limpiar su cuarto” dijo una voluptuosa silueta. “Cristo Jesús” susurré al ver a la hermosa divina ancha que entró a mi cuarto. Así llegó a mi vida, como un demonio, con su trapeador, escoba y recogedor. Tiempo después teoricé que había salido de una grieta ocasionada por el terremoto del ’17. Hice memoria para tratar de acordarme cuando había sido la última vez que había jugado con una ouija. Tanta carne sólo puede ser obra del diablo.

“Pásale, tesoro” le dije a la dueña de un par de tetas que me acosarán el resto de mi vida. Ahí, bajo su uniforme de sirvienta, dos bultos que ponían a mi simple mente de chango a girar y estrellarse contra mi cráneo. Al trapear, su carne se agitaba, sus senos iban de un lado a otro, su gordo trasero yendo de aquí a allá y mi corazón hacía el esfuerzo de correr mil maratones. “Dios me salve” decía una y otra vez mientras ella sensualmente limpiaba. La miraba colorado sentado en un sillón en el rincón, cantando Amor Prohibido, con mis piernas cruzadas para ocultar la reaparición de mi hombría que había decidido regresar a trabajar justo ese día. Un moretón en mi frente, uno en mi pecho y uno en cada uno de mis hombros, no podía, simplemente no podía.

Estaba poseído por el demonio de la lujuria. Todos los días me susurraba cosas como “viola, mata, muere, sexo, destrucción” y yo azotaba el látigo de la voluntad, gritando ¡no! ¡atrás! ¡no! Esperando no perder el control. Pero como sea, la verdad, yo no estoy hecho para la violación, soy más bien frágil y, más allá del tremendo placer que me ocasionaría tenerla entre mis brazos, a mí, la conquista que realmente me interesa, es la mental. Yo quería que me quisiera. Yo quería que me pegara las chichis contra el pecho, que me exhalara en la boca y me dijera “te quiero”. El problema era cómo. Cómo hacer que cayera. Llevaba años en la banca del amor.

Durante meses, todos los días, explotaba un volcán de ansiedad en mi interior, corría la candente lava del deseo por mi cuerpo, ocupándome todo. La pornografía ya no funcionaba, necesitaba la cosa de verdad. Ansioso como drogadicto en recuperación, me la pasaba temblando, ideando planes y maneras de hacerla caer. Pero con cuidado, no quitaba el pie del freno. Tenía que aparentar seguridad y confianza en mí mismo. Asunto en extremo difícil porque había un letrero gigantesco en mi pantalla mental que decía que, si me equivocaba, si la espantaba, no podría regresar de ésta. Ese sería el último rechazo. No me podía equivocar. Al final, en el colmo de la desesperación, concluí que tenía que olvidarme de planes y dejar que la naturaleza tomara el volante.

Una tarde que estaba limpiando la cocina, me acerqué. La tomé del brazo y la giré hacia mí. Me miró, en sus ojos apareció ese antojo de jugar esos juegos que les encantan a algunas, yo la miré de regreso, diciéndole que estaba listo para embarazarla, que no podía esperar a que me llevara al cuarto de servicio y hacerla parecer pastel glaseado. Reconoció, más cercana a la naturaleza que las de mi clase, línea directa a la biología, que no había tiempo para el romance ni el cortejo ni nada de esas tonterías. Yo soy un hombre, ella una mujer, era sólo natural.

Ven, toma, déjate llevar. Grita, somos sólo títeres de la naturaleza. Toma, oye la canción de la pasión que hace que nos estrellemos contra las piedras del placer. Ya no existe ni el tú ni el yo, sólo el nosotros. Siénteme, aquí viene toda la lujuria acumulada. La vi a los ojos, ella vio a los míos y exploté como bomba nuclear. Yo la sentía y ella a mí, ahí empapados, apestosos, hechos uno, en el cuarto de servicio, con sus tremendos ejemplares senos embarrados contra mi pecho. Me quité y ahí nos quedamos, echados, cansados por mi brutal desempeño. Después de un rato, me incorporé, ella se recargó contra mí y puse mi brazo alrededor de sus hombros, jugando con una de sus súper tetas. “Muy bien” yo repetía una y otra vez, viendo hacia el futuro, listo para la remontada, ansioso para ir a conquistar el mundo. Era lo que me faltaba.

A LA JACKIE