Monday, June 04, 2018

Finalmente Libre

97

Me llama la atención lo fácil que es arruinar la vida, siempre lo creí más difícil. Pero no, al parecer es extremadamente sencillo, solo se tiene que ser lo suficientemente idiota y despilfarrar número exagerado de oportunidades para que todo se venga abajo. "Umm" me digo, viendo a mí alrededor, con las manos en la cintura, paseando la mirada por las ruinas de la promesa, atosigado por lo que pudo ser. Soy un pequeño Marlon Brando en On the Waterfront, nada más que todo fue mi culpa, no hay Charley. Pude haber sido un contendiente. "¿Ahora qué? ¿qué sigue?" me pregunto sin idea alguna de qué será de mí y busco adentro alguna herramienta que me permita continuar pero mi caja está vacía. Y me pongo nervioso y me da ansiedad, pero estoy acostumbrado y me digo que es hora de mantenerme relajado, que no cunda el pánico, debo ser cool, me digo, colorado e hiperventilado, empapado en sudor, con la cabeza estallando, deforme por las llamas de los puentes, solo y por justa razón, he abusado y destruido toda relación que he tenido en mi vida y no hay nada que pueda hacer al respecto. Estoy pagando. Madre. Si no es una, es otra cosa. Qué extraño, es para volverse creyente. Volteo hacia atrás después del intento de mejora y me doy cuenta de que el cliché se ha vuelto ley, el cliché es cliché hasta que aplica a la perfección, no sé lo que tengo hasta que lo veo perdido y siempre es así, sin falta, ni una vez ha pasado lo contrario, ningún movimiento ha traído cosas buenas y ahora temo he ido demasiado lejos. Qué he hecho de mi vida. Trato de no hacer teatro, pero sospecho que esta vez es justificado, hay razones para el azote. Algo me dice que esta situación amerita que me tire al suelo y chille. Soy tan proclive al berrinche que cuando la cosa se pone seria, no sé que hacer, llorar me parece inapropiado. Tal vez sí sea hora de perder la cabeza. Pero no, nadie ha ganado nada dejándose llevar, soy testigo. Está no es la primera, ni la segunda, ni la tercera vez que todo se viene abajo, pero no reconozco lo que pasa, ya se había tardado la fortuna en pasarme la cuenta, todo indica que estoy en nuevo territorio, "vaya" me digo extrañamente resignado y me viene a la mente eso que dicen "la única cosa segura es la caída, quien sabe la recuperada". El abuso, se acabó la suerte. Suspiro y atesoro la poca esperanza que queda. A lo mejor me salvo de repente, quizás mañana me digan "oye, buenas noticias, toma otra chance", pero lo dudo, esta es el mundo de verdad, duro, no hay misericordia para los que se confían más de la cuenta. He jugado demasiado con mi suerte, le arranqué la cola al diablo y es hora de lidiar, de ser hombre, de echar lo hombros para atrás y levantar la frente. Apenas es el primer día, no ha pasado nada y puede que se ponga horrible, puede que no, quien sabe, de cualquier manera dudo estar listo para lo que sea.

Soy finalmente libre.

Friday, June 01, 2018

La Faena

96

Giorgio ahora trabajaba duro, pero antes todo le daba repele. Sólo la idea del esfuerzo lo molestaba de sobremanera, no podía con la responsabilidad, era su naturaleza. Con su corte de pelo de los Ramones y esqueléticamente flaco, llevaba treinta años escapando de la faena, sufriendo por ser incapaz de mantener un trabajo, al borde de la inanición. Pensó que su vida sería siempre así y que moriría pronto, pero, acechado por una suerte juguetona, un día, al ir a tomarse un cafecito con su prima la Jennifer, a quien le platicó que no más no podía, la vida, como suele hacer, empezó a dar vueltas. La Jennifer, campeona de la química, excéntrica, temeraria y aventurera con las posibilidades de su ciencia, tronó la boca y, sonriendo, anticipando las quejas, sacó de su bolsa un bote con pastillas que ella había inventado. La Jennifer, por las noches, en el laboratorio donde trabajaba, buscaba con ahínco una cura para el azote #1 de muchos muchachos. “Voy a ser millonaria” se decía echando tantito químico en una pipeta, “voy a comprar una casa en Malibú” murmuraba al ver las reacciones resultar como había planeado, “voy a ser una patrona, mierda” le decía a las ratas que corrían por horas, “¡y nada ni nadie podrá detenerme!” le gritaba con los ojos muy abiertos, alterada, empujando, brusca como era, a su compañero chaparrito Agustín quien trabajaba en su propia cura, pero para la chaparrez. Y la Jennifer no paraba hasta que, en una noche de tormenta, durante una sesión de trabajo especialmente dura y larga, lo logró, había resuelto el problema de la flojera. Sólo faltaba probar su medicina en un humano y que mejor conejillo de indias que su ultra perezoso primo Giorgio.
De regreso en el café, la Jennifer, sonriendo una sonrisa de triunfo, moviendo las cejas de arriba abajo, enseñaba, orgullosa, sus pastillas. “Tómate una de éstas, mi Giorgio, y verás que se así… ” chasqueó lo dedos “…se te quita la flojera” y puso en la mano inmaculada de su primo, un bote blanco con una etiqueta que decía “Jennifinil”. Giorgio sacó y vio con miedo, entre sus dedos, una pequeña pastilla dorada, precavido, por muchos años de constantes rupturas del corazón, de no hacerse ilusiones, nada es fácil, la vida es dura, pero reconoció que no tenía nada que perder y se tomó la pastilla sin pensarlo dos veces. “¿Cuánto tarda en hacer efecto?” preguntó Giorgio, después de tragársela desagradablemente sin agua y de los segundos de incómodo silencio que siguieron. La Jennifer permaneció inexpresiva un instante y luego sacó el labio inferior, levantó los hombros y respondió “la verdad, quien sabe” y soltó una risa que provocó un escalofrío por el cuerpo flaco como de recién liberado de campo de concentración, de su desafortunado primo. “Tú vete a tu casa y luego me platicas cómo te fue” le dijo la científica destinada a hacer historia, cansada de todo, ya con sus cosas, camino a la salida. Giorgio se quedó ahí sentado, rodeado por el ajetreo del café, exhausto como de costumbre, y bajó la cabeza presa de un mal presentimiento.
En su pequeña cabaña en el cielo, un cuarto improvisado hecho con pedazos de madera, en la azotea de un rascacielos, Giorgio, echado en su camastro, sin playera, en shorts, sentía a la pastilla hacer efecto. Estaba empapado en sudor, con palpitaciones, mareos, ni un milímetro de su cuerpo estaba a salvo de la violencia del exorcismo del demonio de la pereza. Experimentaba lo que se imaginaba los drogadictos pasaban durante el síndrome de abstinencia, convertido en un barro gigante siendo exprimido, expulsando considerable cantidad de desgana, sometido, sin ningún tipo de anestesia, a la extirpación del cáncer del alma. Se había vuelto una crisálida en metamorfosis, listo para renacer como una mariposa de triunfo y logro. Se retorcía y se le engarrotaba el cuerpo y, apoyado en su codo, asomando la cabeza por el borde de la cama, para liberar una presión en su pecho que inmediatamente se volvía a acumular, vomitaba repetidas veces una sustancia negra y viscosa. Una escena nada agradable, pero necesaria, con cada expulsión, la voluntad de Giorgio crecía, la parte del cerebro que se encargaba de la determinación se fortalecía, el carácter y coraje tornándose como los de cualquier persona funcional. Giorgio volvía a nacer, pero esta vez con mejor mano de cartas, ahora sin el terrible pesar que sólo la idea de cualquier tarea le ocasionaba. Siguió el martirio unos minutos más hasta que se desmayó y despertó horas después, sintiéndose mejor que nunca. Se paró de un salto, aplaudió, energizado, “soy un hombre nuevo” se dijo “estoy curado”, y, lleno de entusiasmo, salió corriendo a buscar trabajo.
Como no tenía educación y era un bueno para nada, Giorgio no tuvo de otra más que dedicarse a la intendencia, pero no pasaba nada, era trabajo honesto y no vayan a creer que yo me creo mejor que los héroes del trapeador y escoba, no hay motivo para la supuesta imaginaria superioridad, pena es ser disque artista. Pero bueno, Giorgio fue y apenas consiguió el empleo en una empresa que por las noches dejaba reluciente un corporativo. La persona a cargo de la entrevista no entendía como alguien no había trabajado nunca, el cv de Giorgio era una hoja con “Giorgio Venustiano Martínez Alemán” escrito en una fuente imposible de leer en extremo grande que ocupaba la mitad del papel y, abajo, en la otra mitad, una foto que Giorgio se tomó con un celular de hace muchas generaciones, que en realidad, más que una foto, eran solamente un montón de pixeles amontonados. Como sea, Giorgio tenía trabajo y quedó bajo el cargo de Don Güero, un señor de uno cincuenta de estatura que había limpiado desde que sus padres lo dejaron en las escaleras del corporativo. Don Güero se volvió el mentor de Giorgio y le enseñó todo lo que sabía sobre cómo enfrentarse con valor a la asquerosidad que dejaban atrás en los baños los oficinistas con dietas deplorables. “Hay que ponerle arte” decía Don Güero limpiando sin guantes un escusado, salpicándose de gotas cafés, con su Trastorno Obsesivo-Compulsivo no diagnosticado obligándolo a dejar los escusados tan limpios que brillaban. El aprendiz de conserje tomaba nota en una libreta y asentía, aprendiendo como nunca antes. Así, con las lecciones de Don Güero y las pastillas de la Jennifer, Giorgio ahora trabajaba duro, vuelto un hombre nuevo, libre al fin de su mal, atravesando sin obstáculo alguno, contento y satisfecho, la una vez tan temida y odiada faena.

Cruda por Trabajo (No, gracias)

Yo no sé cómo es quedarse hasta la noche en la oficina y que te dé cruda por trabajo, me da algo de curiosidad, pero preferiría evitármelo. Hay gente que se mata trabajando, que lo hace sin pestañar, aceptando que así es la vida y yo no sé qué es eso. Puedo suponer razones, tal vez sus familias, sus amigos, el dinero, las cosas, la responsabilidad natural automática, la vergüenza de ser un bueno para nada, quien sabe. Su sacrificio del tiempo supongo vale la pena, me imagino que piensan que aprovechan sus años y no puedo evitar preguntarme que si eso es realmente aprovechar la existencia. Yo apenas trabajo y siento que aprovecho mi vida. Veo películas, paso el rato, perfeccionando mis días, haciéndolos lo más cómodos y placenteros posibles y eso significa, en parte, evitar el trabajo excesivo, el tiempo libre es donde está la vida, no tener nada que hacer, vivir en el ocio, eso, para mí, es aprovechar. Pero me hace dudar esta gente que trabajaba hasta la medianoche, matándose, sin problema, no sé si contentos, pero tampoco notablemente miserables, algunos se quejan un poco, pero la mayoría lo toman como yo tomo las leyes de la física. Sospecho sin mucha evidencia que operan por programada responsabilidad o por la inercia que se va acumulando desde que empezaron el kínder y no más no han parado, y pensándolo bien, no existen otra manera si tienes deudas o gente que depende de ti, si sigues el programa, si te casas y reproduces, o trabajas o todo se va a la mierda, no hay de otra. Y me pregunto, viendo a mí alrededor, ¿dónde están los flojos? ¿Dónde están los tontos? ¿Los irresponsables? ¿La gente que no más no quiere? Porque todos con los que trabajo le echan admirable cantidad de ganas, trabajan hasta caer y yo los miro a la mañana siguiente, relajado, descansado y contento, sorprendido y algo apenado, no muy incomodo por el brutal privilegio de ser quien soy y poder esquivar toda responsabilidad extra, haciéndome el tonto extremadamente bien, con mi programación clase media reclamando tímidamente, parcialmente eclipsada por lo feliz que me hace no tener nada que hacer, con ganas de que me salga lo Che Guevara y predicar mis maneras, pero tampoco soy tan sinvergüenza. Dudo al llegar casi a la mitad de la vida, si bien me va, espero no durar cien años, sin esforzarme tanto, sin saber siquiera como se siente tanto esfuerzo, como es el trabajo de verdad, saber de qué se está hablando, no improvisar. Parte de la cuestión (no sé si llamarlo un problema, totalmente en contra del auto engaño y las excusas) es que no me siento a gusto con la idea de la especialización, saber sólo de una cosa, no estar enterado de tonterías que no importan, con el cerebro atascado de trivia, y me pregunto si un día yo tendré que trabajar tanto, qué se sentirá llegar a la casa exhausto, yo no sé y estoy casi seguro de que no quiero saber. A lo mejor se siente bien, quizás me estoy perdiendo de la carne de la vida, concentrado en el hueso, mordisqueándolo contento, sintiendo el placer del ocio, de ser un desocupado, diciéndome que vivir es eso, el hueso, cuando podría matarme trabajando y tener acceso a todo un manjar. Puras sospechas, en realidad no tengo idea. El problema es que no sé hacer otra cosa más que pensar en cuentos, estar sentado viendo la nada, emocionarme al solucionar una trama y eso es la cosa más inútil de la historia. Yo me limito a contemplar la montaña de la responsabilidad que parece nunca acabar, sólo se eleva, y sé que una vez aferrado a ella, trepado ahí en las alturas de años haciendo la misma cosa día tras día, no puedes soltarte, por la caída en la deshonra, pero también por el recuerdo del esfuerzo, “¿todo para qué? ¿para qué tanto sacrificio?” uno se preguntaría si renuncia, no se puede renunciar jamás y adivino que está en juego la paz mental, la seguridad laboral y ocupar los días para no aburrirse.  O a lo mejor quieren evitar la desesperación de la pobreza, del querer y no poder, pero no es para tanto, para qué llenar los días, unas horas son suficientes, tal vez no tienen otra cosa que hacer, no les gusta estar en su casa, se sentirían inútiles, quien sabe y no es como si pudiera preguntar. Introspeccionando, parece obvio que no hay por qué hacer otra cosa más que por lo que te pagan. No sé, la vida libre me encanta, pero ¿Valdrá la pena sacrificarla por más dinero que sólo puedo usar los fines de semana y en la vacaciones? Me da curiosidad y siento que no puedo escapar toda la vida, que tarde o temprano, tendré que esforzarme, es inevitable adentrarse en la selva de la responsabilidad y acostumbrarse a la incomodidad. Ya me tardé, ya no soy un jovencito y mientras más tiempo pase, menos podré participar, la vida dura mucho y la vejez no espera, pero sostengo la esperanza terca de que me saldré con la mía. Quien sabe, la verdad, a ver qué pasa.