La Faena
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Giorgio ahora trabajaba duro,
pero antes todo le daba repele. Sólo la idea del esfuerzo lo molestaba de
sobremanera, no podía con la responsabilidad, era su naturaleza. Con su corte
de pelo de los Ramones y esqueléticamente flaco, llevaba treinta años escapando
de la faena, sufriendo por ser incapaz de mantener un trabajo, al borde
de la inanición. Pensó que su vida sería siempre así y que moriría pronto,
pero, acechado por una suerte juguetona, un día, al ir a tomarse un cafecito
con su prima la Jennifer, a quien le platicó que no más no podía, la vida, como
suele hacer, empezó a dar vueltas. La Jennifer, campeona de la química,
excéntrica, temeraria y aventurera con las posibilidades de su ciencia, tronó
la boca y, sonriendo, anticipando las quejas, sacó de su bolsa un bote con pastillas
que ella había inventado. La Jennifer, por las noches, en el laboratorio donde
trabajaba, buscaba con ahínco una cura para el azote #1 de muchos muchachos.
“Voy a ser millonaria” se decía echando tantito químico en una pipeta, “voy a
comprar una casa en Malibú” murmuraba al ver las reacciones resultar como había
planeado, “voy a ser una patrona, mierda” le decía a las ratas que corrían por
horas, “¡y nada ni nadie podrá detenerme!” le gritaba con los ojos muy
abiertos, alterada, empujando, brusca como era, a su compañero chaparrito
Agustín quien trabajaba en su propia cura, pero para la chaparrez. Y la
Jennifer no paraba hasta que, en una noche de tormenta, durante una sesión de
trabajo especialmente dura y larga, lo logró, había resuelto el problema de la
flojera. Sólo faltaba probar su medicina en un humano y que mejor conejillo de
indias que su ultra perezoso primo Giorgio.
De regreso en el café, la
Jennifer, sonriendo una sonrisa de triunfo, moviendo las cejas de arriba abajo,
enseñaba, orgullosa, sus pastillas. “Tómate una de éstas, mi Giorgio, y verás
que se así… ” chasqueó lo dedos “…se te quita la flojera” y puso en la mano
inmaculada de su primo, un bote blanco con una etiqueta que decía “Jennifinil”.
Giorgio sacó y vio con miedo, entre sus dedos, una pequeña pastilla dorada,
precavido, por muchos años de constantes rupturas del corazón, de no hacerse
ilusiones, nada es fácil, la vida es dura, pero reconoció que no tenía nada que
perder y se tomó la pastilla sin pensarlo dos veces. “¿Cuánto tarda en hacer
efecto?” preguntó Giorgio, después de tragársela desagradablemente sin agua y de los segundos de incómodo silencio que siguieron. La Jennifer permaneció inexpresiva
un instante y luego sacó el labio inferior, levantó los hombros y respondió “la
verdad, quien sabe” y soltó una risa que provocó un escalofrío por el cuerpo
flaco como de recién liberado de campo de concentración, de su desafortunado
primo. “Tú vete a tu casa y luego me platicas cómo te fue” le dijo la
científica destinada a hacer historia, cansada de todo, ya con sus cosas,
camino a la salida. Giorgio se quedó ahí sentado, rodeado por el ajetreo del
café, exhausto como de costumbre, y bajó la cabeza presa de un mal
presentimiento.
En su pequeña cabaña en el cielo,
un cuarto improvisado hecho con pedazos de madera, en la azotea de un
rascacielos, Giorgio, echado en su camastro, sin playera, en shorts, sentía a
la pastilla hacer efecto. Estaba empapado en sudor, con palpitaciones, mareos,
ni un milímetro de su cuerpo estaba a salvo de la violencia del exorcismo del
demonio de la pereza. Experimentaba lo que se imaginaba los drogadictos pasaban
durante el síndrome de abstinencia, convertido en un barro gigante siendo
exprimido, expulsando considerable cantidad de desgana, sometido, sin ningún
tipo de anestesia, a la extirpación del cáncer del alma. Se había vuelto una
crisálida en metamorfosis, listo para renacer como una mariposa de triunfo y
logro. Se retorcía y se le engarrotaba el cuerpo y, apoyado en su codo, asomando la cabeza por el
borde de la cama, para liberar una presión en su pecho que inmediatamente se
volvía a acumular, vomitaba repetidas veces una sustancia negra y viscosa. Una
escena nada agradable, pero necesaria, con cada expulsión, la voluntad de
Giorgio crecía, la parte del cerebro que se encargaba de la determinación se fortalecía,
el carácter y coraje tornándose como los de cualquier persona funcional.
Giorgio volvía a nacer, pero esta vez con mejor mano de cartas, ahora sin el
terrible pesar que sólo la idea de cualquier tarea le ocasionaba. Siguió el
martirio unos minutos más hasta que se desmayó y despertó horas después,
sintiéndose mejor que nunca. Se paró de un salto, aplaudió, energizado, “soy un
hombre nuevo” se dijo “estoy curado”, y, lleno de entusiasmo, salió corriendo a
buscar trabajo.
Como no tenía educación y era un
bueno para nada, Giorgio no tuvo de otra más que dedicarse a la intendencia,
pero no pasaba nada, era trabajo honesto y no vayan a creer que yo me creo
mejor que los héroes del trapeador y escoba, no hay motivo para la supuesta
imaginaria superioridad, pena es ser disque artista. Pero bueno, Giorgio fue y
apenas consiguió el empleo en una empresa que por las noches dejaba reluciente un
corporativo. La persona a cargo de la entrevista no entendía como alguien no
había trabajado nunca, el cv de Giorgio era una hoja con “Giorgio Venustiano Martínez
Alemán” escrito en una fuente imposible de leer en extremo grande que ocupaba
la mitad del papel y, abajo, en la otra mitad, una foto que Giorgio se tomó con
un celular de hace muchas generaciones, que en realidad, más que una foto, eran
solamente un montón de pixeles amontonados. Como sea, Giorgio tenía trabajo y
quedó bajo el cargo de Don Güero, un señor de uno cincuenta de estatura que
había limpiado desde que sus padres lo dejaron en las escaleras del
corporativo. Don Güero se volvió el mentor de Giorgio y le enseñó todo lo que
sabía sobre cómo enfrentarse con valor a la asquerosidad que dejaban atrás en
los baños los oficinistas con dietas deplorables. “Hay que ponerle arte” decía
Don Güero limpiando sin guantes un escusado, salpicándose de gotas cafés, con
su Trastorno Obsesivo-Compulsivo no diagnosticado obligándolo a dejar los
escusados tan limpios que brillaban. El aprendiz de conserje tomaba nota en una
libreta y asentía, aprendiendo como nunca antes. Así, con las lecciones de Don
Güero y las pastillas de la Jennifer, Giorgio ahora trabajaba duro, vuelto un
hombre nuevo, libre al fin de su mal, atravesando sin obstáculo alguno,
contento y satisfecho, la una vez tan temida y odiada faena.
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