Thursday, February 08, 2018

El Inútil

89

Guzmán estaba vestido de monja, comiendo empanadas, sentado, con cara de fastidio, en un camellón, rodeado de ruido y contaminación. La monja a cargo, la hermana Ruperta, llegó en rabia y le aventó en la cara, un montón de cambio. “Bueno para nada, estás despedido, sáquese de aquí”. Guzmán tomó su cambio y fue al cine a gastarse su poco dinero y luego regresó a su casa a echarse y ahí estaba echado cuando le habló su hermana. “Guzmán” le dijo ésta, preguntándose que qué estará pagando, qué habrá hecho en otra vida, seguro fue dictador y mató un sinnúmero de niños o algo. Como sea, tenía buen corazón y no podía dejar a su hermano inútil a la deriva. “Guzmán” le volvió a decir “te encontré trabajo en el laboratorio del sociólogo Herrara”, “dios te bendiga” respondió Guzmán, colgó, se paró con dificultad y fue.
“Estás contratado” dijo el sociólogo Herrera viendo con indecisión la cara gorda llena de pelucita que sólo el más indulgente llamaría vello facial, de Guzmán. “Tienes que grabar y tomar notas, ¿de acuerdo?”, “¡sí, señor!” gritó Guzmán poniéndose en posición de firmes, el sociólogo Herrera lo miró con desconfianza, había algo en Guzmán que le daba un mal presentimiento, pero su hermana lo recomendaba y era buena chica. El sociólogo Herrera no tuvo de otra que calmar la tripa aunque de ella había dependido toda su carrera. “Bueno, empecemos” dijo el sociólogo concentrándose por completo, olvidando a Guzmán y picó un botón. Frente a él, se abrió una ventana, descubriendo a un señor gordo con bigote a quien le fue aplicado un cuestionario sobre las guarradas que hacen los mexicanos al manejar. El sociólogo Herrara estaba muy interesado en descubrir y remediar los vicios que sufría su pueblo al verse detrás de un volante. Por eso, esa tarde, entrevistó a más de mil personas. Todas contaron una historia de tristeza, estrés y miedo que los empujaba a hacer idioteces en el tráfico. El sociólogo estaba seguro de que su investigación iba a ser un éxito y soñaba, mientras acababa de entrevistar al último sujeto, con el premio nobel. “Solucionaré el problema del tráfico” se dijo levantándose “ahora sólo falta transcribir los testimonios de los participantes…” y, viendo hacia adelante, saboreando ya la victoria, estiró la mano hacia su asistente que no ponía atención y veía embobado videos en su celular. “Guzmán, dame la grabadora”, “¿la qué?”, el sociólogo rió pensando que Guzmán bromeaba, “déjate de cosas, Guzmán, que esto es muy serio, el futuro de nuestro país está en juego, hazme el favor de darme la grabadora”, unos segundos de silencio hasta que el sociólogo volteó lentamente hacia Guzmán quien hizo cara de no saber de qué le estaba hablado. El gesto de Herrara fue cambiando de buen humor, a seriedad, luego confusión y por último pánico. “¡Guzmán, la grabadora!” gritó, agarrándolo de los brazos, agitándolo. Guzmán se acordó y luego hizo cara de ups. Herrera, desesperado, lo quitó, vio la mesa llena de envolturas y latas de refresco que tiró al suelo para encontrar por fin toda pegajosa la grabadora. El sociólogo, con tics yendo y viniendo por su cara, desgarrándosele el alma por el suspenso, con cara de dolor, regresó la cinta un poco, le puso play y hubo sólo desgarrador silencio. La regresó un poco más y de nuevo nada, otro poco y sonó Guzmán cantando la canción de la marimorena. “No… no puede ser” dijo el sociólogo bajando lentamente la grabadora, con la cabeza colapsando, volviéndose loco, “mi investigación” y se tiró al suelo a llorar. Guzmán lo vio con cara de incomodidad y pena superficial y después de ver unos minutos retorcerse al hombre de ciencia, se paró y regresó a su casa.
Le llegó un mail. “¡Ventas por Catálogo!” decía el asunto, “ok” dijo Guzmán y pasó por el catálogo y una hoja con la información de las mujeres que habían googleado “calzones” en los últimos meses y allá fue, con su primera clienta. Llegó a una casa ni chica ni grande, ordinaria por completo. Tocó el timbre y esperó. Minutos después salió una señora casi enana vestida con típico uniforme de las mujeres del aseo. “Venta de catálogo” dijo Guzmán y la profesional de la limpieza hizo un ruido gutural y un ademán para que la siguiera hasta un comedor donde esperó Guzmán, hojeando el catálogo de lencería femenina, a que llegara la señora de la casa que, después de media hora, llegó por fin. Guzmán, desde el primer momento de poner sus ojos en ella, no dejó de verla directamente a los senos, la mujer era una considerablemente voluptuosa. La señora no notó la mirada indecente y se sentó contenta junto a Guzmán a ver el catálogo. Estuvo unos minutos pasando las hojas hasta que la respiración ruidosa de Guzmán hizo que volteara hacia él. El descarado sacaba baba con cara de idiota, viendo sin ningún recato el pecho de la señora, “cristo, cristo Jesús” susurraba una y otra vez, pasando su lengua por sus labios. La mujer, aunque acostumbrada a que animales se le quedaran viendo, nunca se había topado con alguien tan sinvergüenza y se indignó por completo. La mirada, baba y respiración de Guzmán trajeron de regreso toda una vida de gritos obscenos y miraditas y la mujer no pudo más, le soltó una cachetada violenta a Guzmán, lo cargó de la parte de atrás de la playera y del pantalón y lo echó a la calle. Guzmán, sin inmutarse, regresó a su casa a echarse y ahí estaba echado cuando le habló su primo Marcelo.

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