Tuesday, August 15, 2017

120 días de pompdoma (parte 4)

80

Pompitas Alonzo, el escritor de cuentos cortos y apto gimnasta, estaba echado en un camastro, escuchaba un audiolibro sobre como el trigo esclavizó a la humanidad; teníamos mucha promesa, pudimos haber llegado lejos, pero casi desde el principio nos atamos al pan y construimos nuestras sociedades alrededor del trigo que terminó convirtiéndose en todo lo malo que le pasa a todo el mundo. Pompitas escuchaba con gesto indiferente, viendo el cielo, con los ojos cubiertos por lentes oscuros y el cuerpo por pijama y chamarra con lana de cordero en el cuello. Hacia frio, había viento. La zona de la alberca estaba vacía y, frente a Alonzo, pasando la propiedad, se extendía el campo café claro, uno que otro nopal, el cielo azul oscuro y la ruralidad en toda su gloria. Pompitas, inmóvil, con las manos dentro de los bolsillos del abrigo, mataba el tiempo, esperaba a que lo rehabilitaran y a que se le quitaran las ganas de morir, no podía salir a triunfar y exponerse a la tentación con el espíritu en modo de autodestrucción. Tenía que crecer y ser mejor persona.

Llegó a paso rápido la dramaturga Gertrudis Perkins, Ger para la gente en general, y se sentó en el camastro de alado, viendo alterada a Pompitas Alonzo. Tenía un montón de papeles en una mano que estrujaba compulsivamente. Algo decía pero el maleducado autor no se enteró, seguía escuchando como la agricultura nos hizo a todos unas perras. Ger, también en pijama, pero en lugar de chamarra, tenía una bata de baño desgastada casi color rosa y un cigarrillo fino colgando de los labios. Estaba en sus 40’s pero la vida bohemia la hacía ver más vieja. “Entonces, mi pompi, ¿qué opinas?, eh, ¿te gusta?” escuchó apenas Pompitas y continuó contemplando el cielo, siguiendo a las nubes que pasaban a uno por hora, y pensó en su modales, listo para activar la educación, pero luego se acordó que estaba en rehabilitación y ahí no importa nada así que no escondió su descontento al quitarse por fin los audífonos, haciendo un ruido de disgusto y, después de dos segundos para entender de lo que le hablaba,  sin voltear, “mmm… me gusta” dijo sinceramente. La obra de teatro de Ger se llamaba LAS GUARRAS y trataba sobre un grupo de baile conformado por mujeres no precisamente finas que participaban en un concurso para pagar la despedida de soltera en Acapulco de una de ellas. “me gusta de verdad” dijo pompitas sentándose en el camastro, quitándose los lentes, revelando sus preciosos ojos color agua puerca, viendo inexpresivo a la ganadora del premio a la dramaturgia “Benito Cardoza”; “en serio, pompi, ¿en serio te gusta?” dijo trémula Ger en necesidad maniática de reconocimiento, nerviosa, desalineada, “qué sí… es buena”. Ella se ruborizó, separó los ojos de los de Alonzo y se sumergió en sí misma. “Seguro en su cabeza explotan miles de males” pensó el psicólogo aficionado Pompitas Alonzo e hizo media sonrisa menos de un segundo y como por resorte, producto de la medicina, su boca regresó a la completa neutralidad. De repente, con las inseguridades por el momento superadas, Ger tomó con sus dos manos una de Pompitas y viéndolo con anticipación descontrolada, le preguntó si quería participar. “OK, está bien” respondió Alonzo motivado por el consejo de sus doctores de ocuparse y no perderse en morbosa autoobsesión. “Bien” dijo después el escritor de este y otros muchos cuentos, se pegó en los muslos con las palmas, se paró y fue a la cafetería a comer un montón de alitas. “yum”.

Pompitas, en vestido, tacones, peluca y mal maquillado, estaba sentando a unos pasos del resto del reparto de las Guarras. No quería pero escuchaba su conversación que lo irritaba terriblemente, le daban ganas de ir a gritarles que se callaran, los comentarios no particularmente molestos jodían con el espíritu del escritor, provocaban furia, creaban una tormenta de ira, nubes de odio se formaban amenazando un huracán de violencia; los oía reír y la risa le provocaba asco, pero antes de que hiciera una tontería, el sentimiento rumbo a lo insoportable provocó una reempezada de mente en forma de introspección y pompi notó “he cambiado… que amargado me he vuelto” e iba agitar el brazo para ahuyentar los bichos que picaban confiados el ánimo del cada vez más intolerante Pompitas Alonzo, pero antes “muy bien!” gritó Ger ahí de repente como por efecto arcaico de cine, “¡hora de trabajar!”. Cuando estaba en su papel de directora, la dramaturga cambiaba drásticamente, sus modos normalmente reservados y tímidos, se volvían seguros y asertivos, uno no podía darle mierda, porque ella simplemente no la tomaba. Ger aplaudió ruidosamente, “a sus lugares, señores, ¡por favorrrr!” y hacia un sinfín de ademanes y Pompitas Alonzo y el resto de los improvisados actores fueron a pararse en medio de escenario del muy bonito auditorio, iban y se formaban como pinos esperando bola, parados derechos, serios, concentrados, repasado en sus cabezas la ya muy ensayada coreografía, unos segundos de neutral suspenso, y empezaba el bajo duro y las percusiones pesadas de la canción que haría pasar a las finales del concurso de baile a las Guarras y ¡pum! Brazos arriba, giro y salto y brazos, salto, giro, brazos a los lados, cabeza girando en posición de guerrero samoano, para allá, giro, salto, patada, para acá, sudor volando, salto, giro, salto, pies contra duela y el gran final: un gordo chaparro (Vicente Buendía, el escritor de recetas sin sentido) con vestido entallado y peluca muy negra exageradamente larga, voló por el cielo, dio una vuelta en el aire y cayó como costal lleno de tripas y huesos, libre de toda gracia, su carne le pegó duro y ruidosamente al suelo, frente el resto del grupo quienes tenían la cara hacia arriba y gritaban “¡¡aaaaaaa!!”, sudando, respirando duro. Acabó la canción y los ojos, poco a poco, iban hacia Ger, esperando notas. Ella estaba sentada en una butaca en la tercera fila, pensativa, con el dedo gordo y su vecino en el mentón, veía la nada, asintiendo. “OK” decía de pronto, “se cancela la obra” y hacia un coraje y destruía todo lo destruible. “pero Ger” le decía la ex cocainómana escritora de libros para niños, Maricela, la única otra mujer en el lugar, asistente de dirección y se llevaba a un lado a la genio del teatro, quien maldecía como niño que acababa de descubrir las groserías. Intercambian unas palabras y después de un minuto o dos, regresaban al escenario y Ger, viendo intensamente a los que no tenían por qué estar ahí, decía “venga, de nuevo, desde arriba”. Los pinos hombres vestidos muy mal como mujeres tomaban su lugar y volvía a empezar, así hasta que estuviera perfecto.

Ger, en su cuarto limpio lleno de luz natural entrando por la ventana, con sólo una cama, escritorio, silla y computadora, reescribia un pedazo de su obra. Convertida en una changa mecanógrafa, le pegaba a las teclas, escribía con sólo dos dedos que subían a una altura innecesaria y caían rápida y pesadamente. La mujer escribía jorobada, murmurando, fumando cigarrillo tras cigarrillo, viendo detenidamente el monitor, con los ojos clavados en las letras apareciendo, las veía como uno ve a alguien que le apunta con toda la intención de matar. Ger no podría decir cuánto tiempo llevaba escribiendo, podía escribir por horas, editar, volver a escribir, así poseía el récord de la obra de teatro más larga de la historia con un libreto de más de mil páginas. Escribía y hacia sonar por los pasillos prístinos del centro de rehabilitación la violencia en las teclas, se escuchaban los golpes al pobre teclado en tortura. ¡Tap! ¡Tap!  ¡Tap! ¡Tap! ¡Tap! ¡Tap!  ¡Tap! ¡Tap!. El ruido podía volver a uno loco y era justo lo que hacía. Dos cuartos a la derecha, estaba el cuarto de Marcelino Artiaga, poeta una vez galardonado, ahora, después de una vida llena de mezcal, totalmente en el olvido. Marcelino era de esos que se aguantaba el enojo hasta que explotaba y cuando lo hacía, cosas horribles pasaban. Llevaba desde la mañana echado solo en su cama, rojo del coraje, viendo a una mosca volar, detenerse y volver a volar describiendo una especie de cuadrado, así durante horas ese día callado en el centro de rehabilitación en medio de la nada. La combinación del vuelo aparentemente absurdo y el tap tap tap del tecleo changuezco, hicieron a Marcelino, trastornado por tanto escuchar y ver, perder la paciencia. El autor de poemas como Marometa en altamar y Es Miércoles, mis amigos se levantó de su cama y salió del cuarto con los ojos fuera de sus cuencas, los dientes apretados y las venas en la sien jodiendo con lo aerodinámico del diseño natural de la cabeza, y fue al de Gertudis Perkins. Se quedó parado en el umbral, viendo unos segundos a la dramaturga escribir por milésima vez el tercer acto, dándole la espalda a la puerta y, tras una ola de tics en la cara de Marcelino y el abandono definitivo a la cordura, éste se lanzó sobre la mujer, la tacleó y, antes de que se terminara de computar lo que estaba pasando, un puño ya iba a toda velocidad hacia la cara de la incauta mujer. Marcelino le propinó salvaje golpiza y la dejó casi muerta y la hubiera matado de no ser por Carmelo Ribeiro, periodista de chismes con ambición obsesiva de novelista, que pasaba por ahí por pura casualidad, vio a lo que acontecía y corrió por ayuda. A Marcelino lo metieron a la cárcel, a Gertrudis la internaron en una bodega para locos porque quedó gravemente herida, física, pero más que nada mentalmente. La crueldad del mundo de la que tanto se quejaba por fin la alcanzó y simplemente no pudo lidiar. El ataque la dejó catatónica para siempre. “Se cancela la obra” anunció Maricela con ojos hinchados y nariz llena de moco al reparto de la Guarras, al salir de hablar con el doctor. Pompitas, alejado del grupo que se abrazaba y lloraba, aceptó de inmediato las noticias con sentimientos encontrados, veía promesa en el trabajo, pero su misantropía lo hubiera hecho tarde o temprano hacer un Marcelino. Pompi, así, regresó a su cuarto, a sentarse junto a la ventana con el codo en el marco y el mentón en la palma, a suspirar de vez en cuando, a ver el campo, a curar sus males en silencio y en privado y a esperar lo que hiciera falta para salir a triunfar.

Un buen día, hace muchos años, Pompitas Alonzo, reciente escritor de cuentos cortos y ahora marihuano, contemplaba el mar, sentado en un tronco en una playa de rocas, con un porro en la boca y el bosque detrás extendiéndose magnifico, fresco y verde, acobijando con ternura a nuestro héroe. Hacía frío, pero pompi no lo sentía, la emoción ponía a su sangre correr tanto que el cuerpo generaba su propio calor. Pompitas Alonzo puso la yema de los dedos sobre su corazón y lo sintió latir, le emocionaba las posibilidades de la creación literaria y, más que nada, la independencia de dios, que se joda su abuela que, la muy traviesa, escondió en el cuarto del joven escritor, bocinas que tocaban pesados mensajes religiosos mientras éste dormía, lavándole el cerebro, volviéndolo cada vez más creyente; a la abuela, que era cínica y férrea atea, ésto le daba mucha risa. Así, Pompi, al descubrir y practicar la escritura de cuentos, rompió las cadenas que lo confinaban al infierno intelectual y a una vida ordinaria, explotaba su visión particular y ahora, sentando en ese tronco, con sus sedosos cabellos bailando en el viento de otoño, viendo con sentimiento las olas romper contra la playa describiendo su espíritu, pacheco como jamaiquino en día festivo, reconocía y babeaba por las posibilidades. 120 días de Sodoma del Marqués de Sade, todo arrugado y rayando, siempre en el buró junto a la cama de Alonzo, había influenciado tanto al autor que éste babeaba al soñar con superarlo, “quiero escribir algo más punk” le decía al océano. Pompitas se entretenía con estos pensamientos cuando las ramas y hojas detrás de él se empezaron a mover, alguien o algo venía. Una muchacha apareció de repente como presagio funesto. Atraída por el dulce aroma de la marihuana, llegó y se sentó junto a pompitas. La muchacha era una particularmente sexy, con sus nalgas gordas y sus tetas protuberantes, firme, joven, guapa, pero se veía en su mirada algo anormal; pompitas, con ojos de chino y seguramente influenciado por su hierba de presumible calidad, se sintió en presencia de algo más fuerte que él, algo súper natural, la naturaleza se había personificado en esa mujer hermosa con labios brillosos y con ojos en desbordante antojo por el rico beso del porro y cuando por fin, a poco de provocar un infarto en el todavía sano, fuerte y joven corazón del lujurioso muchacho, sus ojos se encontraron, le dijeron que estaba dispuesta a todo para obtener uno o dos turnos al porro. “regálame unas fumas y te enseño mis chichis” dijo pegándose contra Pompitas. El futuro maestro en el cuento corto, adolescente lleno de hormonas, normalmente marioneta de la biología, estaba todavía alterado por la pasión provocada por el tren de pensamiento ahora desastrosamente interrumpido y la molestia por la súbita aparición de aquél demonio del ansia eclipsaba las obvias oportunidades eróticas. “no, no tengo nada que darte” le dijo decidido el próximamente arrepentido pompitas. La mujer hizo cara de confusión, su primer rechazo, preguntó con la mirada si estaba seguro, Pompitas respondió con un gesto de indignación, alejando su cara y haciendo un ruido de disgusto, la sensual muchacha hizo un gesto de “ok, lo que sea” y se fue. Pompitas reconoció de la que se había salvado y contento de estar de regreso en la soledad, listo para volver al espectáculo de los fuegos artificiales producidos por la fantasía, con el porro babeado sólo por él, quemándose a buen paso por lo bien rolado, se dijo que no podía esperar para una vida dura de incertidumbre, rareza y empuje artístico, excéntrico, anormal. “adelante, arriba, para siempre, Pompitas Alonzo, de aquí al infinito, de aquí a la eternidad, Pompitas Alonzo”.

1 Comments:

Anonymous Anonymous said...

Genio.

9:53 PM  

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