Arnoldo Gutiérrez
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Temprano, al día siguiente, en el estacionamiento del edificio, en el frio de la mañana, esperé a que llegara la mujer, con el poema sujetado por un listón y moño que pedí rojo, pero en realidad era naranja, no podía ser de ninguna otra manera. Llegó por fin, a toda velocidad en su motocicleta, con un cigarrillo en la boca, bien abrigada, me parecía se veía mejor que de costumbre, desmontó y caminó con prisa. Me le acerqué por atrás y le toqué el hombro. Se dio la vuelta y, de inmediato, al verme, reconoció lo qué pasaba y, antes de que le pudiera decir “oye nena, yo te quiero” o “vamos, pequeña, te invito a que me quieras”, empezó a recitar lo que decía cada vez que algún ingenuo idiota llegaba a declararle su amor “me atropellaron hace 5 meses, desde entonces no siento nada por nadie, no es personal, pero no me interesa, seamos amigos, ¿ok?” acabó, dio media vuelta y se fue. Yo me quedé atónito, con una mueca proyectando un millón de sentimientos y sensaciones, un desfile de ideas pasaba corriendo por la avenida principal de mi cabeza. “ok, bye” fue todo lo que pude decir al destrabarme y sentí la dura cachetada de la realidad. Bajé la cabeza, vi mi poema que me había costado tanto trabajo, me llené de tristeza y, ahí, en el estacionamiento, con gente pasando viéndome con curiosidad, empecé a llorar.
Escribía un poema en hojas de
cuaderno forma francesa. Se lo escribía a una mujer que me ponía a trabajar el
ordinariamente aletargado corazón, me lo aceleraba cada vez que la veía pasar, cada
vez que aparecía como esa canción en el radio que no sabes cómo se llama pero
te encanta; de repente pasaba por ahí, a la distancia, con su pelo mal pintado,
maquillaje barato, de lejos esplendorosa, de cerca se veían sus defectos, se revelaba
lo corriente que era, pero a mí no me importaba, me arrebataba el aliento y me
inspiraba algo grande. Yo no soy un intelectual, entiendan, apenas sé leer y
escribir, pero un día, en el metro, en el trayecto de regreso a su casa, leí un
libro sobre poesía ¿por qué no? Leí sobre Pushkin, leí sobre Byron. Tiré el
libro a la basura, en trance, despojado del control por una ocurrencia que se
formaba hasta que terminó brillando intensamente. “Pues claro” anuncié al
decidirme a exteriorizar en forma de poema mis sentimientos.
Al día siguiente, en la cafetería
del edificio de corporativos donde trabajaba, me desayunaba un tamal, con el
proyecto del poema en el basurero del olvido. Terminé mi desayuno, subí al
elevador de la recepción, pensando que a lo mejor me gustaría ser cantante,
pero justo en ese momento, antes de picar el botón de mi piso destino,
corriendo como simia, señal divina, entró la mujer y subimos los dos solos, con
el tiempo todo alterado, me quedé atorado en ese segundo un buen rato,
respirando su perfume, sintiendo su presencia, con los ojos cerrados y las
fosas nasales puestas a prueba, así el poema estaba de regreso, hasta arriba en
la lista de prioridades. Un parpadeo, un ping, piso 30 y ya no estaba, me dejó
atontado, con el tanque de inspiración desbordado, reaccioné después de estar
bajando y subiendo por el edificio una buena media hora, con gente notándome,
extrañada. Desperté del ensueño lleno de determinación, por fin piqué el piso
al que iba y descendí. Mi lugar de trabajo estaba en el sótano #10, me dedicaba
a capturar datos. María Luisa, una señora que no daba ni los buenos días, llegaba
con expresión altanera, empujando un carrito con torres de papel y yo y mi
único compañero, el flaco Rodríguez, metíamos su contenido en el servidor de la
oficina. Casi todo el santo día nos la pasábamos en aquél sótano oscuro y
húmedo, con dos escritorios, cada uno con su computadora; éstos estaban uno
frente al otro, a cada lado de las puertas del elevador; el resto del
gigantesco lugar, pasándonos, extendiéndose hasta perderse en la oscuridad, era
un laberinto de estantes llenos de archivos maniáticamente ordenados sobre todo
por el flaco Rodríguez. El flaco Rodríguez
era un viejo casi pelón, delgado como la muerte, alto como basquetbolista, con
lentes oscuros siempre escondiendo su mirada; como muchos de su generación, no
hablaba y se dedicaba a oír a un volumen casi imperceptible la estación de
radio El Fonógrafo, inmóvil en su silla, viendo la nada, fumando cigarrillo de
clavo en lugar cerrado, apestándolo todo. Dirán que qué molesto, pero lo soportaba
porque yo no estaba libre de mis anomalías, de repente me daba por balbucear tonterías
durante horas o, invadido por espontanea emoción, me ponía cantar canciones
originales. Además, el flaco, todas las mañanas sin falta, iba al Starbucks y nos
traía café tan cargado como revolver antes de duelo. En general éramos felices
y la pasábamos bien, capturando, ocupados, él con sus cigarros o su parálisis y
yo con mi poema o el youtube.
Terminé y editaba mi poema,
masticando lápiz, leyendo, revisando con cuidado, tachando aquí, agregando
allá, con la imagen de la mujer proyectada siempre en mi pantalla mental. Lo
titulé Arnoldo Gutiérrez porque así se llamaba mi protagonista; trataba de un
tipo que escribía un poema para una morra que lo mandaba a volar, el romance
que nunca empieza, la esperanza frustrada, el aborto del corazón, es duro el
amor y más frio que la muerte; la mujer lo rechazaba porque tenía novio, un
tipo no guapo ni feo, vulgar y ordinario, galante, con dinero, pero sin
educación y nada original, que siguió el programa a la letra, que sabía
venderse, convencía a la gente de que sabía lo que hacía, de que tenía control
sobre su vida, de que cuando miraba adelante veía sólo triunfo y promesa y
quien no quiere estar con alguien así, se iban a casar, no la iba a volver a
ver y a la mierda Arnoldo quien recibía la negativa, se azotaba y luego iba a
seguir sin remedio por la vida. Acabé de leerlo una última vez. Pensé que era curiosa
mi decisión de que hombre del poema no lo lograra, un escalofrío me recorrió el
cuerpo. También me pareció exageradamente meta y cursi y no sabía si era bueno
o malo porque nunca había leído un poema en mi vida, pero era lo mejor que
podía hacer y eso ya era una victoria. Ahora necesitaba la opinión de alguien
más. Miré nervioso al flaco ahí inmóvil dándole repentinas fumadas a su
cigarrillo. Me paré torpemente y fui arrugando más de lo que ya estaban mis
arrugadas hojas forma francesa llenas de extremo a extremo de la peor letra
jamás y se lo di, “dime lo que piensas” supliqué antes de regresar nervioso a
mi lugar a morderme la uña del dedo gordo y moverme ansioso como alguna especie
de perro diminuto con problemas de nervios. El flaco lo acabó, se levantó con
usual movimiento lento, imaginé que rechinaba, y fue a pararse junto a mí. Puso
las hojas muy ordenadas sobre mi escritorio, me les quedé viendo un segundo y
luego volteé hacia el flaco, lo vi a la cara y me sorprendí al ver que no tenía
sus grandes lentes de oscuros de siempre, la primera vez que veía los ojos del
flaco; me miraba con sentimiento fuerte y genuino, “flaco” susurré, inseguro de
lo que pasaba. De repente su mano salió disparada hacia mí, yo la contemplé
confundido hasta que comprendí lo que quería, la estreché y mientras agitaba su
mano, la emoción y la felicidad se apoderó de mí. “Es un éxito” me dijo aquél
apretón y yo le creí.
Temprano, al día siguiente, en el estacionamiento del edificio, en el frio de la mañana, esperé a que llegara la mujer, con el poema sujetado por un listón y moño que pedí rojo, pero en realidad era naranja, no podía ser de ninguna otra manera. Llegó por fin, a toda velocidad en su motocicleta, con un cigarrillo en la boca, bien abrigada, me parecía se veía mejor que de costumbre, desmontó y caminó con prisa. Me le acerqué por atrás y le toqué el hombro. Se dio la vuelta y, de inmediato, al verme, reconoció lo qué pasaba y, antes de que le pudiera decir “oye nena, yo te quiero” o “vamos, pequeña, te invito a que me quieras”, empezó a recitar lo que decía cada vez que algún ingenuo idiota llegaba a declararle su amor “me atropellaron hace 5 meses, desde entonces no siento nada por nadie, no es personal, pero no me interesa, seamos amigos, ¿ok?” acabó, dio media vuelta y se fue. Yo me quedé atónito, con una mueca proyectando un millón de sentimientos y sensaciones, un desfile de ideas pasaba corriendo por la avenida principal de mi cabeza. “ok, bye” fue todo lo que pude decir al destrabarme y sentí la dura cachetada de la realidad. Bajé la cabeza, vi mi poema que me había costado tanto trabajo, me llené de tristeza y, ahí, en el estacionamiento, con gente pasando viéndome con curiosidad, empecé a llorar.
Todavía con moco y lágrimas en la
cara, llegué a mi lugar y, con un torrente de sentimiento azotando mi centro,
olas gigantes de conmoción chocando furiosas contra mis adentros , esperé a que
se acabara el mundo, a que me deshiciera, a que me explotara el pecho, pero
nada de eso pasó; el planeta, como si nada, siguió girando, el tiempo siguió avanzando
indiferente a mi sufrimiento, “qué más da, qué importa” comentaba casualmente
todo a mí alrededor cuando me hubiera gustado que alguien me tomara y me
consolara, pero no hay piedad ni misericordia, sólo dura y constante soledad,
las cosas son como son y el reclamo es absurdo y debería darme vergüenza siquiera
el antojo de berrinche. Así seguí unos minutos, repitiendo lo anterior como
mantra que normalmente funciona, pero que esa vez no estaba haciendo lo suyo;
esperaba ansioso a sentirme como siempre y a que llegara el alivio, pero en su
lugar llegó el flaco con los Starbucks diarios, me dio el mío, por reflejo le
agradecí con la mirada, nuestros ojos se encontraron, nos quedamos viendo unos
segundos en silencio, él ahí con sus lentes negros, yo acá con el dolor insoportable
haciendo estragos y, como puertas de mausoleo que se abren, los músculos en mi
cara se movieron para hacer una mueca de resignación. Saqué del interior de la
chamarra mi poema y me le quedé viendo un momento. Todo el sentimiento de hace
rato se abrió paso, traicionero, rebelde ante cualquier racionalización. Se hizo
pedazos la presa del estoicismo y la tristeza desgarradora salió desbocada,
llegó corriendo como ojete en la edad media sobre población enemiga y le prendió
fuego a todo, violó mi pena y empecé a llorar otra vez, haciendo bola el poema y,
haciendo ruido de reclamo, lo tiré a la basura. “¿Por qué?” le pregunté al
techo con el berrinche explotando como fabrica en China “¿por qué?” pregunté
con lágrimas bajando hacia mis orejas, con el dolor superándome. Ahí me quedé,
llorando como chiquillo hasta que me cansé de todo y me puse a ver videos de
youtube. “Eso me pasa por intentarlo” dije lleno de amargura, viendo, con el
cachete recargado en la palma, sacando ocasionales suspiros, a gente en el monitor
riendo, gritando de la felicidad, correteándose en un parque, pasándola bien y
disfrutando de la vida, en lo que parecía otra dimensión.
A LA INSPIRACIÓN DE ESTE CUENTO
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