Friday, March 03, 2017

Arnoldo Gutiérrez

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Escribía un poema en hojas de cuaderno forma francesa. Se lo escribía a una mujer que me ponía a trabajar el ordinariamente aletargado corazón, me lo aceleraba cada vez que la veía pasar, cada vez que aparecía como esa canción en el radio que no sabes cómo se llama pero te encanta; de repente pasaba por ahí, a la distancia, con su pelo mal pintado, maquillaje barato, de lejos esplendorosa, de cerca se veían sus defectos, se revelaba lo corriente que era, pero a mí no me importaba, me arrebataba el aliento y me inspiraba algo grande. Yo no soy un intelectual, entiendan, apenas sé leer y escribir, pero un día, en el metro, en el trayecto de regreso a su casa, leí un libro sobre poesía ¿por qué no? Leí sobre Pushkin, leí sobre Byron. Tiré el libro a la basura, en trance, despojado del control por una ocurrencia que se formaba hasta que terminó brillando intensamente. “Pues claro” anuncié al decidirme a exteriorizar en forma de poema mis sentimientos.

Al día siguiente, en la cafetería del edificio de corporativos donde trabajaba, me desayunaba un tamal, con el proyecto del poema en el basurero del olvido. Terminé mi desayuno, subí al elevador de la recepción, pensando que a lo mejor me gustaría ser cantante, pero justo en ese momento, antes de picar el botón de mi piso destino, corriendo como simia, señal divina, entró la mujer y subimos los dos solos, con el tiempo todo alterado, me quedé atorado en ese segundo un buen rato, respirando su perfume, sintiendo su presencia, con los ojos cerrados y las fosas nasales puestas a prueba, así el poema estaba de regreso, hasta arriba en la lista de prioridades. Un parpadeo, un ping, piso 30 y ya no estaba, me dejó atontado, con el tanque de inspiración desbordado, reaccioné después de estar bajando y subiendo por el edificio una buena media hora, con gente notándome, extrañada. Desperté del ensueño lleno de determinación, por fin piqué el piso al que iba y descendí. Mi lugar de trabajo estaba en el sótano #10, me dedicaba a capturar datos. María Luisa, una señora que no daba ni los buenos días, llegaba con expresión altanera, empujando un carrito con torres de papel y yo y mi único compañero, el flaco Rodríguez, metíamos su contenido en el servidor de la oficina. Casi todo el santo día nos la pasábamos en aquél sótano oscuro y húmedo, con dos escritorios, cada uno con su computadora; éstos estaban uno frente al otro, a cada lado de las puertas del elevador; el resto del gigantesco lugar, pasándonos, extendiéndose hasta perderse en la oscuridad, era un laberinto de estantes llenos de archivos maniáticamente ordenados sobre todo por el flaco Rodríguez.  El flaco Rodríguez era un viejo casi pelón, delgado como la muerte, alto como basquetbolista, con lentes oscuros siempre escondiendo su mirada; como muchos de su generación, no hablaba y se dedicaba a oír a un volumen casi imperceptible la estación de radio El Fonógrafo, inmóvil en su silla, viendo la nada, fumando cigarrillo de clavo en lugar cerrado, apestándolo todo. Dirán que qué molesto, pero lo soportaba porque yo no estaba libre de mis anomalías, de repente me daba por balbucear tonterías durante horas o, invadido por espontanea emoción, me ponía cantar canciones originales. Además, el flaco, todas las mañanas sin falta, iba al Starbucks y nos traía café tan cargado como revolver antes de duelo. En general éramos felices y la pasábamos bien, capturando, ocupados, él con sus cigarros o su parálisis y yo con mi poema o el youtube.

Terminé y editaba mi poema, masticando lápiz, leyendo, revisando con cuidado, tachando aquí, agregando allá, con la imagen de la mujer proyectada siempre en mi pantalla mental. Lo titulé Arnoldo Gutiérrez porque así se llamaba mi protagonista; trataba de un tipo que escribía un poema para una morra que lo mandaba a volar, el romance que nunca empieza, la esperanza frustrada, el aborto del corazón, es duro el amor y más frio que la muerte; la mujer lo rechazaba porque tenía novio, un tipo no guapo ni feo, vulgar y ordinario, galante, con dinero, pero sin educación y nada original, que siguió el programa a la letra, que sabía venderse, convencía a la gente de que sabía lo que hacía, de que tenía control sobre su vida, de que cuando miraba adelante veía sólo triunfo y promesa y quien no quiere estar con alguien así, se iban a casar, no la iba a volver a ver y a la mierda Arnoldo quien recibía la negativa, se azotaba y luego iba a seguir sin remedio por la vida. Acabé de leerlo una última vez. Pensé que era curiosa mi decisión de que hombre del poema no lo lograra, un escalofrío me recorrió el cuerpo. También me pareció exageradamente meta y cursi y no sabía si era bueno o malo porque nunca había leído un poema en mi vida, pero era lo mejor que podía hacer y eso ya era una victoria. Ahora necesitaba la opinión de alguien más. Miré nervioso al flaco ahí inmóvil dándole repentinas fumadas a su cigarrillo. Me paré torpemente y fui arrugando más de lo que ya estaban mis arrugadas hojas forma francesa llenas de extremo a extremo de la peor letra jamás y se lo di, “dime lo que piensas” supliqué antes de regresar nervioso a mi lugar a morderme la uña del dedo gordo y moverme ansioso como alguna especie de perro diminuto con problemas de nervios. El flaco lo acabó, se levantó con usual movimiento lento, imaginé que rechinaba, y fue a pararse junto a mí. Puso las hojas muy ordenadas sobre mi escritorio, me les quedé viendo un segundo y luego volteé hacia el flaco, lo vi a la cara y me sorprendí al ver que no tenía sus grandes lentes de oscuros de siempre, la primera vez que veía los ojos del flaco; me miraba con sentimiento fuerte y genuino, “flaco” susurré, inseguro de lo que pasaba. De repente su mano salió disparada hacia mí, yo la contemplé confundido hasta que comprendí lo que quería, la estreché y mientras agitaba su mano, la emoción y la felicidad se apoderó de mí. “Es un éxito” me dijo aquél apretón y yo le creí.

Temprano, al día siguiente, en el estacionamiento del edificio, en el frio de la mañana, esperé a que llegara la mujer, con el poema sujetado por un listón y moño que pedí rojo, pero en realidad era naranja, no podía ser de ninguna otra manera. Llegó por fin, a toda velocidad en su motocicleta, con un cigarrillo en la boca, bien abrigada, me parecía se veía mejor que de costumbre, desmontó y caminó con prisa. Me le acerqué por atrás y le toqué el hombro. Se dio la vuelta y, de inmediato, al verme, reconoció lo qué pasaba y, antes de que le pudiera decir “oye nena, yo te quiero” o “vamos, pequeña, te invito a que me quieras”, empezó a recitar lo que decía cada vez que algún ingenuo idiota llegaba a declararle su amor “me atropellaron hace 5 meses, desde entonces no siento nada por nadie, no es personal, pero no me interesa, seamos amigos, ¿ok?” acabó, dio media vuelta y se fue. Yo me quedé atónito, con una mueca proyectando un millón de sentimientos y sensaciones, un desfile de ideas pasaba corriendo por la avenida principal de mi cabeza. “ok, bye” fue todo lo que pude decir al destrabarme y sentí la dura cachetada de la realidad. Bajé la cabeza, vi mi poema que me había costado tanto trabajo, me llené de tristeza y, ahí, en el estacionamiento, con gente pasando viéndome con curiosidad, empecé a llorar.

Todavía con moco y lágrimas en la cara, llegué a mi lugar y, con un torrente de sentimiento azotando mi centro, olas gigantes de conmoción chocando furiosas contra mis adentros , esperé a que se acabara el mundo, a que me deshiciera, a que me explotara el pecho, pero nada de eso pasó; el planeta, como si nada, siguió girando, el tiempo siguió avanzando indiferente a mi sufrimiento, “qué más da, qué importa” comentaba casualmente todo a mí alrededor cuando me hubiera gustado que alguien me tomara y me consolara, pero no hay piedad ni misericordia, sólo dura y constante soledad, las cosas son como son y el reclamo es absurdo y debería darme vergüenza siquiera el antojo de berrinche. Así seguí unos minutos, repitiendo lo anterior como mantra que normalmente funciona, pero que esa vez no estaba haciendo lo suyo; esperaba ansioso a sentirme como siempre y a que llegara el alivio, pero en su lugar llegó el flaco con los Starbucks diarios, me dio el mío, por reflejo le agradecí con la mirada, nuestros ojos se encontraron, nos quedamos viendo unos segundos en silencio, él ahí con sus lentes negros, yo acá con el dolor insoportable haciendo estragos y, como puertas de mausoleo que se abren, los músculos en mi cara se movieron para hacer una mueca de resignación. Saqué del interior de la chamarra mi poema y me le quedé viendo un momento. Todo el sentimiento de hace rato se abrió paso, traicionero, rebelde ante cualquier racionalización. Se hizo pedazos la presa del estoicismo y la tristeza desgarradora salió desbocada, llegó corriendo como ojete en la edad media sobre población enemiga y le prendió fuego a todo, violó mi pena y empecé a llorar otra vez, haciendo bola el poema y, haciendo ruido de reclamo, lo tiré a la basura. “¿Por qué?” le pregunté al techo con el berrinche explotando como fabrica en China “¿por qué?” pregunté con lágrimas bajando hacia mis orejas, con el dolor superándome. Ahí me quedé, llorando como chiquillo hasta que me cansé de todo y me puse a ver videos de youtube. “Eso me pasa por intentarlo” dije lleno de amargura, viendo, con el cachete recargado en la palma, sacando ocasionales suspiros, a gente en el monitor riendo, gritando de la felicidad, correteándose en un parque, pasándola bien y disfrutando de la vida, en lo que parecía otra dimensión.

A LA INSPIRACIÓN DE ESTE CUENTO

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