Thursday, May 18, 2017

El Horror de mi Cariño

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La tía Juana me mandó un email. Me decía que era hora de que sentara cabeza y que me había organizado una cita con la hija de una de sus amigas. Vi el monitor confundido, suponiendo que se había equivocado de sobrino, pero hasta arriba decía mi nombre, “qué raro” pensé y “ok” respondí como brinquito hacia la caída libre en el abismo de la reflexión; por qué se le ocurriría a la tía Juana que era buena idea intentar emparejarme, por qué, por qué yo, y llamé a mi secretaria. En lo que esperaba, ahí sentando, cómodo, en la paz de la mañana, una idea empezó a salir como caca del ano de mi imaginación. Vi mi traje, vi mi oficina, vi por mi ventana a la ciudad extenderse y reconocí con una sonrisa formándose en mi cara, que estaba en la cumbre del éxito clase media. A lo largo de mi adultez, distraído, movido por la inercia, carente de ambición, sólo por ser quien era y pertenecer a la familia a la que pertenecía, había escalado o, mejor dicho, me habían cargado hacia posición importante y, como consecuencia, era presa preciada en el desierto social y los buitres volaban sobre mí. Para confirmar mis sospechas, le pregunté que qué opinaba a Muriel la secretaria, ella me miró acostumbrada a mi naturaleza despistada y contestó “codiciado soltero”, “aja” respondí, agitando mi mano en su cara para que se fuera. Al final, todo el asunto me dio risa y le dije “por qué no” a la vida.
Llegué maniáticamente puntual al restaurante elegante en colonia rica. Me senté en la sección de fumar y mientras fumaba, paseé la mirada por el lugar. Estaba lleno de parejas jóvenes con otras parejas, riendo, contentas, sanas y fuertes, algunas con bebés, todas celebrando el triunfo, todas participando, todas felicitándose, todas vueltas locas en emoción genuina. “Ugh” dije asqueado y llegó la mujer. No era muy guapa, más bien ordinaria, pero estaba en forma y tenía estilo. A primera vista se veía que era inteligente, disciplinada, bien educada. Me dio un beso en el cachete, se sentó y empezó a hablar para no callarse. Mientras hablaba tuve oportunidad de examinarla. En su modo había ese nerviosismo de los actores de teatro en la noche de estreno. Revelaba con un millón de palabras que quería casarse como sea, que ya no era jovencita y la sociedad le exigía, decía tácitamente que mientras yo estuviera dispuesto a casarme, ella estaba totalmente a mi merced y que, para hacer éste uno corto, me confesó con parloteo incesante que yo tenía todo el poder. “Oh no” susurré al enterarme, sintiendo pequeña pasajera lástima que fue eclipsada por furiosa erección. Evité cantar victoria prematuramente y decidí ponerle atención. Decía que estuvo con su novio pasado diez años, que ella le hizo un ultimátum de matrimonio y que el hombre había escapado. “Aja” dije con el monstruo que todos llevamos dentro, dormido durante años, ahora despertando, “muerte y destrucción, locura y maldiciones” susurró desde mi alma corroída. “Ok” le dije temblado de la emoción y fui al baño. Ahí, puse mis palmas en el lavabo, con la vista baja, renunciando el control, lentamente levantando la cara y me vi en el espejo. Tenía los dientes apretados, sacaba baba, con los ojos en blanco, respirando duro y rápido, convulsionándome por las miles horribles ocurrencias. El hombre del baño, espantado ante el tenebroso espectáculo, se metió al closet de escobas. Concluí en que le daría rienda suelta a mis instintos y que cedería las riendas a mi naturaleza. “Lo que será, será” le dije al mundo, “ay mamá” murmuró él.
Nos casamos un año después, en otoño, en una muy bonita y cara ceremonia. “Lo que sea” le dije al padre cuando preguntó si tomaba a esa mujer que le daba absolutamente igual quien estuviera en frente y que se moría de ansia, “ya” me decía su inquietud, “vamos, idiota” me decían sus movimientos nerviosos. Apenas podía con su emoción, perecía acababa de tirar el penal que la haría ganar el mundial y veía el balón dirigirse imparable hacia el fondo de la portería. Ahí parada, exteriormente perfecta, pero en sus ojos se revelaba que estaba muy acabada, exhausta, había sufrido desde ese día en el restaurante, desde esa tarde no paré de transferirle mi pesadumbre, mis inseguridades y mierda emocional en general; sin ningún tipo de recato, dejé caer sobre ella, sin censura, con confianza, durante todo nuestro noviazgo, mis incoherentes sospechas paranoicas, le decía sin titubear mis chistes idiotas nada graciosos o mis teorías sin fundamentos ni sentido sobre las cosas menos importantes y ella,  primero horrorizada, pero luego, con su corazón de hule recibiéndolo todo, totalmente acostumbrada. Para la boda, ya nos habíamos agarrado algo de cariño y “¿qué cosa?” preguntó el mafioso religioso, “que sí, mierda” respondí malhumorado, ella levantó los puños al cielo, “¡sí!” gritó llena de alivio, lo había logrado, ahora su mamá la dejaría tranquila, ahora podía participar en las conversaciones de sus amigas “que mi marido esto, que mi marido lo otro” y, como quien acaba un maratón que le costó, se echó a llorar de la felicidad, suponiendo, siempre optimista, la muy tontuela, que eventualmente las cosas mejorarían. La miré con ganas de reír, a la pobre mujer, que en otra cultura hubiera sido una campeona, obedeciendo ciegamente el muy bien programado comando, y se entregaba, se tiraba sin reclamo en el volcán lleno de la ardiente magna que era mi constante compañía. “En fin” le dije al destino, sentando solo, bebiendo en la borrachera nupcial, una botella completa de whisky.
Pasó el tiempo, caímos en la rutina y yo seguía molestándola con tonterías, con la locura intensificándose más y más. Para entonces el cariño sólo hacia las cosas peores, era una cadena que acababa en un escusado que nunca había sido lavado. La mierda, con cada aniversario, se ponía más densa. Todas las tardes, nos sentábamos en la sala/cuarto de tortura de nuestra típica cara semi lujosa casa, y durante horas, con sólo los sonidos de la tarde a nuestro alrededor, mientras me bebía vaso tras vaso de licor duro, le descargaba encima mi cochinero interno. Así todos los días, así durante años y ella lo tomaba, ella, que tenía la inteligencia para reconocer lo que le pasaba, vivía su vida en ese mundo de mierda y yo, un tanto sádico, curioso, indiferente ante su sufrimiento, veía los estragos que mi compañía hacía en su espíritu, veía que se ponía más nerviosa, con tics nuevos apareciendo de vez en cuando y yo no paraba de platicarle nuevas y horribles sospechas sobre la naturaleza de la vida, provocando pesadumbre que yo aguantaba despreocupado chiflando contento porque toda mi vida había sido molestado por constante obsesión morbosa, pero a ella le costaba, ella se preocupaba, tomaba las cosas en serio, se ponía a intentar resolver mis problemas imaginarios y, lo peor de todo, confundía mis discursos pesimistas con sentimiento genuino, decía que me importaba porque le compartía el producto de delirio enfermo e infinito y ella hacia lo que podía, aguantando el martirio emocional, y yo, la verdad, si la tía Juana no nos hubiera puesto en contacto, lo mismo me hubiera dado entregar mis funesto monólogos a un perro o algo. “Blah blah blah” todos los días, así muchos años, hasta que un día, cuando ya no pudo más, se tiró por la ventana. “Vaya, vaya” le dije, viendo por la ventana con el vidrio roto, contemplando a la exmujer ahí tirada, con sentimientos extraños circulando atolondradamente por mi alma, a la muerte.

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