El Horror de mi Cariño
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La tía Juana me mandó un email.
Me decía que era hora de que sentara cabeza y que me había organizado una cita
con la hija de una de sus amigas. Vi el monitor confundido, suponiendo que se
había equivocado de sobrino, pero hasta arriba decía mi nombre, “qué raro”
pensé y “ok” respondí como brinquito hacia la caída libre en el abismo de la
reflexión; por qué se le ocurriría a la tía Juana que era buena idea intentar
emparejarme, por qué, por qué yo, y llamé a mi secretaria. En lo que esperaba,
ahí sentando, cómodo, en la paz de la mañana, una idea empezó a salir como caca
del ano de mi imaginación. Vi mi traje, vi mi oficina, vi por mi ventana a la
ciudad extenderse y reconocí con una sonrisa formándose en mi cara, que estaba en la cumbre del éxito clase
media. A lo largo de mi adultez, distraído, movido por la inercia, carente de
ambición, sólo por ser quien era y pertenecer a la familia a la que pertenecía,
había escalado o, mejor dicho, me habían cargado hacia posición importante y, como consecuencia, era presa preciada en el desierto social y los buitres
volaban sobre mí. Para confirmar mis sospechas, le pregunté que qué opinaba a
Muriel la secretaria, ella me miró acostumbrada a mi naturaleza despistada y
contestó “codiciado soltero”, “aja” respondí, agitando mi mano en su cara para
que se fuera. Al final, todo el asunto me dio risa y le dije “por qué no” a la
vida.
Llegué maniáticamente puntual al
restaurante elegante en colonia rica. Me senté en la sección de fumar y
mientras fumaba, paseé la mirada por el lugar. Estaba lleno de parejas jóvenes
con otras parejas, riendo, contentas, sanas y fuertes, algunas con bebés, todas
celebrando el triunfo, todas participando, todas felicitándose, todas vueltas locas
en emoción genuina. “Ugh” dije asqueado y llegó la mujer. No era muy guapa, más
bien ordinaria, pero estaba en forma y tenía estilo. A primera vista se veía
que era inteligente, disciplinada, bien educada. Me dio un beso en el cachete,
se sentó y empezó a hablar para no callarse. Mientras hablaba tuve oportunidad de
examinarla. En su modo había ese nerviosismo de los actores de teatro en la
noche de estreno. Revelaba con un millón de palabras que quería casarse como
sea, que ya no era jovencita y la sociedad le exigía, decía tácitamente que
mientras yo estuviera dispuesto a casarme, ella estaba totalmente a mi merced y
que, para hacer éste uno corto, me confesó con parloteo incesante que yo tenía
todo el poder. “Oh no” susurré al enterarme, sintiendo pequeña pasajera lástima
que fue eclipsada por furiosa erección. Evité cantar victoria prematuramente y decidí
ponerle atención. Decía que estuvo con su novio pasado diez años, que ella le
hizo un ultimátum de matrimonio y que el hombre había escapado. “Aja” dije con
el monstruo que todos llevamos dentro, dormido durante años, ahora despertando,
“muerte y destrucción, locura y maldiciones” susurró desde mi alma corroída. “Ok”
le dije temblado de la emoción y fui al baño. Ahí, puse mis palmas en el
lavabo, con la vista baja, renunciando el control, lentamente levantando la
cara y me vi en el espejo. Tenía los dientes apretados, sacaba baba, con los
ojos en blanco, respirando duro y rápido, convulsionándome por las miles
horribles ocurrencias. El hombre del baño, espantado ante el tenebroso
espectáculo, se metió al closet de escobas. Concluí en que le daría rienda
suelta a mis instintos y que cedería las riendas a mi naturaleza. “Lo que será,
será” le dije al mundo, “ay mamá” murmuró él.
Nos casamos un año después, en otoño,
en una muy bonita y cara ceremonia. “Lo que sea” le dije al padre cuando
preguntó si tomaba a esa mujer que le daba absolutamente igual quien estuviera
en frente y que se moría de ansia, “ya” me decía su inquietud, “vamos, idiota”
me decían sus movimientos nerviosos. Apenas podía con su emoción, perecía acababa
de tirar el penal que la haría ganar el mundial y veía el balón dirigirse
imparable hacia el fondo de la portería. Ahí parada, exteriormente perfecta,
pero en sus ojos se revelaba que estaba muy acabada, exhausta, había sufrido
desde ese día en el restaurante, desde esa tarde no paré de transferirle mi
pesadumbre, mis inseguridades y mierda emocional en general; sin ningún tipo de
recato, dejé caer sobre ella, sin censura, con confianza, durante todo nuestro
noviazgo, mis incoherentes sospechas paranoicas, le decía sin titubear mis
chistes idiotas nada graciosos o mis teorías sin fundamentos ni sentido sobre
las cosas menos importantes y ella,
primero horrorizada, pero luego, con su corazón de hule recibiéndolo
todo, totalmente acostumbrada. Para la boda, ya nos habíamos agarrado algo de
cariño y “¿qué cosa?” preguntó el mafioso religioso, “que sí, mierda” respondí
malhumorado, ella levantó los puños al cielo, “¡sí!” gritó llena de alivio, lo
había logrado, ahora su mamá la dejaría tranquila, ahora podía participar en
las conversaciones de sus amigas “que mi marido esto, que mi marido lo otro” y,
como quien acaba un maratón que le costó, se echó a llorar de la felicidad,
suponiendo, siempre optimista, la muy tontuela, que eventualmente las cosas
mejorarían. La miré con ganas de reír, a la pobre mujer, que en otra cultura
hubiera sido una campeona, obedeciendo ciegamente el muy bien programado comando,
y se entregaba, se tiraba sin reclamo en el volcán lleno de la ardiente magna
que era mi constante compañía. “En fin” le dije al destino, sentando solo,
bebiendo en la borrachera nupcial, una botella completa de whisky.
Pasó el tiempo, caímos en la
rutina y yo seguía molestándola con tonterías, con la locura intensificándose
más y más. Para entonces el cariño sólo hacia las cosas peores, era una cadena que
acababa en un escusado que nunca había sido lavado. La mierda, con cada
aniversario, se ponía más densa. Todas las tardes, nos sentábamos en la
sala/cuarto de tortura de nuestra típica cara semi lujosa casa, y durante
horas, con sólo los sonidos de la tarde a nuestro alrededor, mientras me bebía
vaso tras vaso de licor duro, le descargaba encima mi cochinero interno. Así
todos los días, así durante años y ella lo tomaba, ella, que tenía la
inteligencia para reconocer lo que le pasaba, vivía su vida en ese mundo de
mierda y yo, un tanto sádico, curioso, indiferente ante su sufrimiento, veía
los estragos que mi compañía hacía en su espíritu, veía que se ponía más
nerviosa, con tics nuevos apareciendo de vez en cuando y yo no paraba de
platicarle nuevas y horribles sospechas sobre la naturaleza de la vida,
provocando pesadumbre que yo aguantaba despreocupado chiflando contento porque
toda mi vida había sido molestado por constante obsesión morbosa, pero a ella
le costaba, ella se preocupaba, tomaba las cosas en serio, se ponía a intentar resolver mis problemas imaginarios y, lo peor de todo, confundía mis
discursos pesimistas con sentimiento genuino, decía que me importaba porque le
compartía el producto de delirio enfermo e infinito y ella hacia lo que podía,
aguantando el martirio emocional, y yo, la verdad, si la tía Juana no nos
hubiera puesto en contacto, lo mismo me hubiera dado entregar mis funesto
monólogos a un perro o algo. “Blah blah blah” todos los días, así muchos años,
hasta que un día, cuando ya no pudo más, se tiró por la ventana. “Vaya, vaya”
le dije, viendo por la ventana con el vidrio roto, contemplando a la exmujer
ahí tirada, con sentimientos extraños circulando atolondradamente por mi alma,
a la muerte.
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