Tuesday, May 09, 2017

Amenazas al Mundo

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Le escribí una carta de amor a una culoncita. En un pequeño papel perfumado, con letra manuscrita, le escribí “siéntate en mi cara”. Ella no volvió a dirigirme la palabra ni verme a los ojos. “Lo que sea” le dije al suelo, colorado, sintiendo el rechazo. Es dura la vida.
“Qué puedes hacer más que quejarte, amargarte, que se te envenene el corazón” les decía a las amenazas al mundo que caían sobre mí como avalanchas de metal. Las miraba, impotente, con tristeza e indignación y trataba de seguir adelante, pero no podía, una ira expansiva explotaba en mi centro y me hacia enloquecer. “¡Civismo!” les gritaba golpeando mi volante. Pasaba y otra vez casi me pegaban sólo para escapar por un milímetro. “Amenazas al mundo” les decía en rabia, continuando la algo tortuosa rutina “van a ser el fin de mí”.
Y ahí estaba sentando, incrustado en el tráfico, viendo, con la mente contaminada por tanto internet, la procesión de los no muertos, tratando, ya sin éxito, de sentirme superior, pero no, ellos y yo somos lo mismo, no hay remedio. Se escuchaba el mismo pop de siempre, sonaba en el fondo de mi esfuerzo colosal para no recordar cómo llegué ahí, yo con tanta promesa, y espantaba esos pensamientos pero sin falta se escabullían, hace cuánto de eso, oh no, hace cuantos años de eso otro, ay mamá, no hay escape, ahí en el tráfico, con el cachete recargado en la palma, sacando lastimeros patéticos suspiros, viendo aburrido por la ventana. Miraba el tráfico y otra vez, otra vez casi me llevaba una amenaza al mundo, otra vez casi me sacaba del camino, el monstruo infernal, moviéndose irresponsablemente por la calle, maldito sea.
“Qué envidia me da la gente adaptada” pensaba ahí en el tráfico, superando el coraje “qué envidia me da la paz que muestran. A lo mejor sufren tanto como yo, igual y apenas soportan su vida, pero no, no creo, nadie puede actuar tanto tan también, casi tengo la certeza de que no fantasean con escapar a otra cárcel y que tienen buena actitud, que están tranquilos, que son felices, con sus cositas y sus relaciones y la dinámica, no hay duda de que se la pasan bien”. Sentía envidia entre esos miles de ataúdes con ruedas, tratando de acostumbrarme, untando pomada sobre las yagas del capricho, ansiosamente repitiendo que todo estaba bien y que no pasaba nada, pero cuando la acidez en el espíritu empezaba a retroceder, cuando se avecinaban el alivio, llegaban las amenazas al mundo a recordarme donde estoy y cuándo y por qué.  “¡Amenazas!” gritaba enloquecido “van a ser mi fin” y maniobraba, frenaba y aceleraba y explotaba más envidia, pero ahora hacia los que no tenían que lidiar con esa mierda, había gente en el mundo que manejaba sin ser acosada, había gente que iba tranquila de aquí a allá sin monstruos poniendo en peligro la integridad del carro, qué envida me daban.
Pasaba el rato y se me olvidaba, ya en la oficina, con una señora horrenda sentada junto mí, viéndome detenidamente mientras trataba de ignorarla. Ahí sentando, sacaba pequeños débiles suspiros y reconocía, lo que empeoraba todo, que merecía todo lo que me pasaba, que no importaba cuánto berrinche hiciera, estaba donde pertenecía, pero eso no significaba que no iba a intentar escapar, oh no, la esperanza no dejaba de arder y me preparaba para lograrlo esa vez. A la mierda la señora, a la mierda la rutina, a la mierda las amenazas al mundo. Pensaba lo anterior viendo alejarse a la culoncita, expresando seria lujuria, mordiendo mi labio inferior, haciendo ruido y entrecerrado mis ojos. Luego “no hay remedio” me decía, levantando los hombros, resignado, y apagaba las luces de la conciencia y me metía en ese lugar en mi cabeza, listo para recorrer de bajada el resto del día.

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