Friday, September 29, 2017

La Zoología

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El zoólogo Jiménez llegó a su pequeño estudio apartamento en el piso 20 de algún edificio perdido en una de las ciudades más grandes del mundo. El abatido hombre en sus primeros 30’s, barbudo, greñudo, quemado por el sol, sucio, hambriento y cansado, abrió la puerta no pudiendo esperar, ansioso de un poco de descanso; se quedó parado en el umbral, hecho una silueta, se prendió la luz y, haciendo ruidos de cansancio, aventó bruscamente su mochila gigante; el lujo y la comodidad de la civilización lo saludaban amigables, “estoy en casa” se dijo como quien estuvo perdido, fue encontrado y ahora estaba de regreso en lo familiar y agradable. De repente, de un lugar remoto de sus adentros, sintió un pequeño malestar que notó apenas porque el hambre y molestia de la porquería que lo cubría requerían su atención inmediata, primero lo primero.

Salió de bañó, refrescado, rasurado, secándose el cabello ahora corto, en bata suave y esponjosa, tomó un vaso con agua y unos molletes listos del microondas, comió vorazmente y fue a su escritorio junto a una ventana por donde se podían ver miles de techos y el horizonte un tanto morado, un tanto naranja. Todo en orden y se determinó a trabajar, si no capturaba los hallazgos de sus investigaciones inmediatamente, luego le daba flojera y para que quieren. Pero primero, como era su costumbre, miró sus otros cuatro libros en una repisa sobre la computadora frente a él, necesitaba las porras del esfuerzo pasado, necesitaba la confirmación caprichosa e innecesaria de que podía; rojamente empastados por el propio zoólogo, con los títulos en letras doradas, Yo Quiero Saber De Qué Dinosaurio Vienen Los Pingüinos, Mitad Pato Mitad Castor: El Ornitorrinco, Paseando A La Vaca y Rascacielos Con Patas: Una Temporada Con Las Jirafas, le gritaban a la biu a la bau. “Muy bien” dijo con las necesidades de la autoestima satisfechas y, cansando, pero orgulloso, suspiró, listo para empezar. Los dedos suspendidos sobre el teclado y, antes de que pudiera apretar la primera tecla, lo zapeó la molestia ahora engrandecida. Libre de distracción mundana, no tuvo de otra más que examinarla, pero no quería, le daba miedo voltear la piedra del corazón, quien sabe que había abajo. Ese último proyecto lo había cambiado, esos pasados seis meses de investigación le aboyaron el alma. “Qué me pasa”, se preguntó extrañado, ya recuperado, pero temiendo el origen de la súbita conmoción y vio por su ventana, recordando su tiempo con los changos.

Hace seis meses, sentando en una banca en un parque, contento, sujetando un cono con helado, el zoólogo Jiménez sentía con los ojos cerrados y la boca idiotamente entreabierta, al sol hacerle caricias, “ay eres precioso” le decía el día. El deleite corría desembocado cuando le llegó un mensaje de su editor “Pa’ cuando el próximo, compañero?”. “Es cierto” se dijo volteando hacia la nada, tenía un rato sin trabajar y, como obsesivo que era, una vez introducida la idea, el pensamiento de su nuevo proyecto fue creciendo hasta ocupar toda su cabeza. Fue al museo de historia natural, para empezar por algún lado, y se paseó horrorizado viendo a los animales deformes muy mal disecados. “Muy mal, todo muy mal” se dijo indignado por el desperdicio de impuestos y, antes de irse, fue al baño para que la visita no fuera un completo desperdicio. Abrió la puerta y frente a él, unos niños, muertos de la risa, corriendo de aquí a allá en el enorme muy bien iluminado baño, aventándose caca, llenando las paredes, los mingitorios, los lavabos y los espejos de desperdicio, imagen verdaderamente infernal. Las risas, la peste, la caca volando lo cachetearon y una epifanía llegó como meteorito y chocó duro contra su mente. “Por supuesto” se dijo cuándo un mojón le pegó en la camisa. “changos” le escribió a su editor.

Con todo lo que necesitaba sobre su cama, el zoólogo Jiménez, con las manos en la cintura, se paró frente a las cajas de cigarrillos, cuadernos, plumas, trusas y calcetines, “muy bien” se dijo asintiendo, emocionándose más y más, vestido con shorts kaki, una chamarra térmica, una gorra oficial del blog de cuentos cortos CUENTOS GRANDES PARA CHICOS CORTOS, botas todo terreno y reloj de pulsera que le avisaba cuando era hora de regresar a la humanidad.  Tomó su mochila gigante, compañera en sus últimas 4 expediciones, mochila que le había regalado su tío zoólogo. “Viva la zoología” se acordaba habían gritado los dos al unísono en la graduación de la universidad del joven Jiménez y éste escupió del ojo una lágrima al acordarse del destino oscuro de su querido tío, se lo habían comido las zarigüeyas, “ay pobre”. Jiménez ya se perdía en nostalgia cuando un ¡Bip! ¡Bip! lo regresó al mundo de verdad, su uber había llegado. “en la torre” se dijo carente de gracia y guardó sus cosas, apresurado, en un parpadeo ya está todo lo que necesitaba en la mochila, todo menos la medicina que inhibía la lujuria. En esas expediciones de 6 meses, rodeado sólo de animales, con el humano, y para mayor exactitud, la mujer más cercana a kilómetros, lo último que uno quiere son pensamientos sucios escabulléndose una noche a tentar con los pocos tabús que quedan: La zoofilia, enemiga número uno de todo buen y decente zoólogo. El olvido de la medicina, en este caso en particular, era extremadamente pertinente porque el zoólogo Jiménez poseía una libido considerable, pregúntenle a su novia. Así, nuestro héroe, contento, sin darse cuenta todavía de su descuido, moviéndose por la emoción, atravesando la ciudad rumbo a la central de camiones, empezó el descenso en el infortunio.

Hacía mucho calor en la selva. Los mosquitos tenían hambre y los bichos paseaban a gusto libres de preocupaciones. En las ramas, esa temporada, había sana y grande población de changos. “Súper” susurró el zoólogo Jiménez, empapado en sudor, saliendo de los arbustos, al ver su casa temporal. Se sentó un rato para comerse un mango y observar la rutina changa y, cuando entendió la dinámica, fue a integrarse. Lo primero que tenía que hacer era ir a entrevistarse con el chango alpha. “hola” dijo el experto en animales y dejó a los pies del líder de la manada un montón de ratas muertas y un poco de fruta. El animal vio impresionado y de inmediato se volvieron buenos amigos. El zoólogo, como era muy estudioso y aplicado, afanoso investigador, sabía exactamente lo que tenía qué hacer para pertenecer y ser aceptado. Así, una vez que ocupó un papel en la manada, se dispuso a perderse psicológicamente, dejar atrás lo que lo hacía humano, sus ataduras culturales, sus dogmas y prejuicios, el lenguaje, la historia, y se encueró para recibir el formateo mental e instalar el sistema operativo de los changos. Ya con la nueva mente, el zoólogo Jiménez participó en todo lo que hacía la manada; luchaba gustoso en sus guerras, iba en busca de alimento, acicalaba otros changos, lo acicalaban a él, ocupaba su lugar con buena actitud y se echaba a disfrutar de la vida. En la guerra y economía participaba gustoso, sólo había una cosa que tenía prohibida, no a la zoófila y menos con los changos, no le vaya a dar sida.

Los días pasaban y el zoólogo, hasta entonces libre de lujuria, de repente viéndose en la elite del grupo, comiendo, riendo, peleando, se la pasaba bien. Parecía que esos 6 meses iban a ser una brisa y el siguiente libro se iba a escribir solo e iba a pegar porque a la gente le gustan los changos y a lo mejor podría dejar de hacer estos viajes tan desgastantes y molestos. Estos pensamientos ocupaban su cabeza, echado bajo la sombra de un árbol y a una milésima de cantar victoria, la suerte, como suele hacerlo, le jugó una broma pesada y mandó a una changuita no guapa ni graciosa, nada fuera de lo normal a no ser de que era particularmente culoncita y que tenía un gesto altanero que la diferenciaba del resto. Los changos jóvenes la miraban y le dirigían gritos de ansiedad, esa changuita estaba lista para ser inseminada, pero no se dejaba, era seria y no cooperaba cuando iban e intentaban violarla. El zoólogo Jiménez, encuerado, cubierto de porquería, rodeado de otros changos jóvenes recargados en él, recordándonos un grupo de adolescentes en video musical, supo de inmediato que esa changuita era malas noticias. Como sea, el corazón, vuelto un teléfono celular, vibró por mensaje de cupido “vas”, y “¡PROHIBIDO!” se apuró a contestar el zoólogo con el súper ego siempre al pendiente, y recordó las palabras de su difunto tío y sintió cosquillitas en los testículos, un escalofrío, furiosa erección y la cabeza le daba vueltas, “el deseo” susurraron sus adentros y Jiménez no supo qué hacer, ahí contra un árbol, corroído por el ansia, tratando sin éxito de accionar la voluntad,  y de repente, como suele pasar, se le ocurrió la solución a todos sus problemas. “La medicina” se dijo y corrió por su mochila gigante escondida entre matorrales. La abrió y vació, llenando el suelo de la selva de calzoncillo, cigarrillo, cuadernos y plumas, pero rápido se dio cuenta de su olvido y se escuchó la cada vez más sonora carcajada de la pesada mala suerte. Y si hubiera un dios, uno sólo podría concluir que es un sádico hijo de perra porque justo en ese instante pasó la changuita con su usual cara de soberbia, que sólo la hacía más atractiva, y se detuvo un segundo frente al pobre hombre ardiendo en deseo, luego se volteó, se agachó y ahí se quedó, Jiménez viendo directamente el culo gordo bien formado, con depredadores acechándolo, no hay lugar para el amor en la naturaleza, hasta que, al borde de la zoofilia, se dio un puñetazo en el pene, tomó una cajetilla, unos cerillos y corrió al cuerpo de agua más cercano a fumar y enfriarse.

El zoólogo Jiménez eyaculó por décima vez ese día y así le puso fin momentáneamente a la lujuria, pocas cosas mejores que cuando rompes las cadenas de la calentura, yo sé lo que les digo. Ya más relajado, el experto en animales, se paseó pensativo, qué iba a hacer con la changuita, qué iba a hacer con la lujuria. Fue con su amigo Ramón, un chango particularmente flojo, que se la pasaba echado, simplemente contemplando, despreocupado veía pasar uno tras otro los días; qué más da todo, qué importa, no hay peor desperdicio de energía que la lucha absurda, la apatía resignada era la única respuesta parecía decía su gesto, el nihilismo había llegado hasta los changos, no había salvación para este planeta. El zoólogo tal vez le atribuía más de lo que había, tal vez no, pero no importaba porque eran amigos y todas las tardes, con un ramita, agarraban insectos del hoyo de un tronco y comían contentos, intercambiando miradas amigables, reforzando una conexión que todo quien ha tenido un amigo entiende. Y ahí estaban, sentados detrás de su tronco preferido, a la distancia viendo a un grupo de changuitas, entre ellas la changa objeto de deseo. El zoólogo la veía soltando ocasionales suspiros, con el cachete recargado en la palma y el codo en el cadáver de árbol. De pronto, de repente, porque la vida es así y no hay nada que se pueda hacer al respecto, llegó un chango particularmente galante, guapo, les digo, sano, en forma, y se acercó al grupo, fue con la changuita culoncita y, así como así, de la nada, sin preámbulo, sin aviso, el zoólogo presenció el más salvaje apareamiento. “Madre” murmuró al oír los gritos sonoros de placer de la changuita. Unos segundos y Jiménez se cachó a él mismo viendo embobado a la pareja y se llenó de vergüenza. Se paró de un salto moviéndose nervioso e incómodo, no sabía qué hacer. Su cerebro trabajaba a mil por hora hasta que, después de un esfuerzo colosal, el zoólogo Jiménez retomó el control y se dijo, “ya sé… ¡ya sé!” levantó la cara justo a tiempo para ver en todo su esplendor la cara de orgasmo de la changa, a la que el hombre de ciencia susurró “la zoología”.

“¡De acuerdo!” dijo con apropiado ademan de brazo doblado pegado al costado y puño cerrado, decidido a sublimar la lujuria en ciencia, y fue con paso decidido, repasando su conocimiento, al charco más cercano. Se lavó con enjundia y después fue a su mochila a ponerse sus mejores shorts, chamarra térmica y botas; se peinó lo mejor que pudo, tomó pluma y cuaderno y, viéndose muy guapo, listo para empezar, encontró ahí tirada junto a sus cosas una foto arrugada de su tío. La contempló un instante con memorias como presentación de power point en la pantalla mental y, mientras se dejaba llevar por el sentimiento por quien le enseñó absolutamente todo lo que sabía, cochina universidad perdida de tiempo, se le ocurrió algo y la ocurrencia le provocó un pequeña y tierna sonrisa. Ceremoniosamente levantó la foto y fue a su árbol favorito, uno alto e imponente, juntó flores que puso sobre las gruesas raíces y sacó la foto del bolsillo de su chamarra. “Te haré sentir orgulloso, tío, honraré tu memoria” y una lágrima cayó sobre la calva arrugada en blanco y negro. El zoólogo Jiménez se limpió las lágrimas y el moco y, más solemne que nunca, colocó con mucho cariño y cuidado la foto entre las flores. Dio un paso atrás y, como guerreo de la antigüedad, pidió fuerza y ánimo a su antepasado, con los ojos cerrados, las manos juntas y la cabeza baja y de entre las ramas brilló el sol sobre toda la escena, su tío le sonría desde el más allá. El zoólogo sintió el calor, quedándose inmóvil un momento y levantó la cara explotando en decisión, “estoy listo” dijo, apilando el arsenal intelectual y, como era su costumbre, carente absolutamente de gracia, salió corriendo hacia donde sabía estaba la changa con su novio.

¡Contemplen! El desempeño perfecto de un maestro practicando plenamente su disciplina, ¡Admiren! el poder que dan años de estar sentado frente a libros, repasando, y sean testigos de toda la gloria de… ¡la zoología!. El zoólogo Jiménez, muy atento, con cuaderno y pluma en mano, escondido entre unos matorrales, veía atento a la pareja de changos. Los estudiaba y descubría cosas que no se hubiera imaginado jamás. Los changos al principio estaban muy enamorados, pero poco a poco, la changa se volvió controladora y hacía berrinche por tonterías. Jiménez no podía creer el avance romántico, la dinámica de pareja muy parecida a la de los humanos, qué demonios estaba pasando ahí. La changa, con su conducta errática, sus demandas sin sentido y las tormentas hormonales que ni intentaba controlar, le chupaba el alma al pobre chango galán que cada día se veía más acabado. No había misericordia en las relaciones, ni en las de los changos. “Madre de dios” susurraba el zoólogo durante el transcurso de su investigación, al verlos sentados en una rama; la changa agarraba a su pobre novio de los cachetes, viéndolo directamente a los ojos y se podía observar en tiempo real como se le iba la vida al chango, como se escapaba la energía por sus ojos opacos. Más de una vez Jiménez quiso intervenir, pero su tío le había enseñado mejor que eso, y se limitaba, por la noches, a lamentarse primero y luego alegrarse, “de la que me salvé” se decía ése que nunca tuvo una oportunidad. “Lo que sea” se decía luego el zoólogo algo amargado y todo regañado por él mismo al recordarse que la changa ni sabía que estaba ahí y se quedaba dormido en una rama abrazando y abrazado por sus familia adoptiva changa.

“Fin del mes seis” dijo el zoólogo Jiménez, rompiendo cuarta pared, antes de alistar sus cosas para irse. Se despidió de Yolanda, su madre changa, le dijo adiós y despeinó a Benito, su hermano menor primate, se detuvo un minuto con Ramón, “hasta luego, viejo, nunca cambies”, y recibió un gesto de absoluta total irremediable indiferencia; Jiménez le sonrió entendiendo y fueron interrumpidos por la alarma en el reloj de pulsera, “es casi hora” se dijo conteniendo las lágrimas.  Antes de irse, fue una última vez a pasearse por la selva. Para ese entonces, por eso de los estrictos criterios que separan a la ciencia de verdad del desperfecto mental, el zoólogo estudiaba a varias parejas de changos, grupo de control, repetición y confirmación de resultados, etcétera, para triunfar en la academia uno tiene que hacer las cosas bien. Además de la buena práctica de ciencia, al descubrir el espectáculo de horror de la changa ojete, se horrorizó al pensar que a lo mejor todas las changuitas eran todas unas hijas de puta, pero por suerte no, la mayoría eran nobles y trabajaban en equipo, ay eran lindas. La última pareja que fue a visitar fue la de la changa nalgona. Se asomó de entre unos arbustos con cuidado de no hacer ruido y vio a los novios sentados en la rama de costumbre. La changa hacía ruido sin parar “uh uh uh uh” y el chango muerto viviente estaba contra el árbol soltando lastimeros quejidos, añorando la muerte. “buena suerte, amigo” le dijo el zoólogo resignando, qué se le podía hacer, la vida a veces reparte cartas funestas. Se dio la vuelta, levantando los hombros y las palmas, sacando el labio inferior, y ya se iba cuando escuchó un chillido. Volteó rápidamente y vio que el chango se había aventando cabeza primero y estaba en el suelo con el cerebro de fuera. “Bien por ti” dijo sin pensar Jiménez y un segundo después se espantó de que hubiera en él ese tipo de pensamientos, “todos somos monstruos” le dijo una vez su tío en una borrachera. Lo anterior casi ni lo detuvo porque estaba harto de la mala vida y azote emocional, él quería irse a su casa. Se dio media vuelta, fue por su mochila y atravesó la selva, yendo sin detenerse hasta la parada de camión, “hasta nunca” le dijo al recuerdo de las nalgas de la changa.

Punto final. Sudado, libre de la bata, sólo con una trusa, el zoólogo terminó su último libro. Lo checó, lo editó y, satisfecho con su trabajo, se lo mandó a su editor y lo imprimió. “Muy bien” se dijo viendo con cariño el manuscrito. Se apuró a empastarlo con la pasta roja con Amor Chango: El Triunfo De La Zoología en el lomo y lo colocó con el resto de  su obra. “Lo logré, tío” dijo viendo unos instantes sus cinco libros y de repente el sentimiento extraño regresó como un torbellino gigante que se movía furioso arrasando el alma y continuó con su paso destructivo hasta que llegó a los genitales de Jiménez y ahí se quedó. “¡La lujuria!” gritó el zoólogo en el suelo, estirando un brazo hacia el techo, sintiendo toda la furia de la calentura. Nada eclipsa el ansia como el estudio duro y una vez terminada la tarea, la necesidad biológica había regresado como mafioso malhumorado que viene por su dinero. “ay, ay, ok, ok” repetía Jiménez retorciéndose y le habló a su novia. Fueron a cenar y a bailar y regresaron al departamento y la novia fue sometida al resultado de meses de acumulación sexual, la pobre no pudo caminar un rato. “Hasta nunca” dijo el zoólogo Jiménez, quedándose dormido, olvidando para siempre.

A DINORAH

2 Comments:

Anonymous Anonymous said...

Borrado por el autor

9:13 PM  
Anonymous Anonymous said...

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9:32 AM  

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