Sunday, May 13, 2018

Harto Arte

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Era el futuro y las máquinas administraban el mundo. No había necesidad de gobierno y la gente ya no tenía que ir a trabajar; el remolino que te jalaba hacia la miseria había desaparecido y sólo quedaba ocio y diversión. Los pobladores del futuro se entregaron a sus pasatiempos y organizaban concursos de talento que tomaban lugar en los centros recreativos de sus pueblos rodeados por naturaleza descontrolada, conectados por trenes. Muchos se la pasaban increíble, pero había algunos otros que se perdían en sí mismos y eran consumidos por la locura. Una de esas personas era Liberty “la Chaparrita” Domínguez, quien al enterarse que ya no tenía que ir a trabajar, se volvió loca de la emoción, abandonó todo y se fue a dormir hasta tarde y consumir brutal cantidad de arte. No la podían encontrar en ningún otro lugar que no fuera el museo del pueblo o sentada en su sala en silencio, hojeando libros, dejando a siglos de pinturas entrar y quedarse. Claro que la mayoría, como la Chaparrita, se concentraron exclusivamente en sus aficiones pero, a diferencia de ella, no les dedicaban cada segundo de su vida. Nuestra obsesiva y maniática amante de, más que nada, la pintura, se limitaba a consumir, día tras día, sin moderación ni propósito, dejándose caer sin recato, insensata, en el precipicio del aparentemente infinito desfile pictórico y poco a poco, la Chaparrita se fue alejando de sus amigas, dejó de ir a los convivios o frecuentar la cantina y se encerraba en su casa, perdiéndose, con los pies despegados de la realidad, absolutamente pasiva, en la dimensión paralela del harto arte.
Una tarde, llegó un email. La máquina había detectado el creciente desperfecto mental en la Chaparrita y, para evitar tragedia, le dijo que se uniera a una actividad. Como es difícil elegir cuando se tienen mil opciones, la computadora le dio tres al azar: equipo de futbol, clase de baile interpretativo o el coro del pueblo, ganador de la última competencia regional. “Hmmm” hizo con una mueca la Chaparrita al enterarse por completo del significado de las noticias, ella no quería separarse de su arte, pero sólo los locos idiotas se oponían a los administradores del mundo. “Bueno, ya que” y fue al centro recreativo de su pueblo a unirse al equipo de futbol. Le dieron unos tacos chiquitos muy bonitos color rosa y un uniforme usado que había pertenecido a la Chaparrita Contreras quien se fue a vivir a la naturaleza y se la comió un coyote, la locura nos hace víctimas a todos, justo lo que se intentaba evitar. Por eso, la Chaparrita Domínguez, de mala gana, fue al primer entrenamiento. Era a las siete de la mañana, lo que le chocó de sobremanera y renunció toda sudada y cansada, la actividad física tan temprano simplemente no era lo suyo. Luego, viéndose más como bailarina que cantante, se inscribió a la clase de baile interpretativo. La máquina le envió a su departamento, un leotardo usado que había pertenecido al Enano Benítez quien había practicado tanto que se ganó el privilegio de un leotardo nuevo. La Chaparrita se probó el leotardo muy entallado, el cual activó todos sus complejos; aunque no era gorda, sentía su lonjitas más grandes de lo que en realidad eran y se dijo que no podía atreverse a salir así y renunció antes de empezar. Sólo quedaba el coro del pueblo, el número uno de toda la región, el indiscutible campeón, con estándar alto en verdad. Como nadie hacia otra cosa más que dedicarse a lo que le gustaba, las personas que antes hubieran sido conserjes o cajeras, ahora cantaban como ángeles. Podía ser intimidante, pero a la Chaparrita no se le ocurrió nada de lo anterior y fue a su primer ensayo, manteniéndose optimista. Entró al salón en el centro recreativo y, con los otros nuevos, fue recibida por el director del coro. “Bueno, ahora sí, todos a cantar” y así fue como la Chaparrita se dio cuenta que tenía cero oído musical; más que cantar, rebuznaba y fue cortada del coro de inmediato. Con la esperanza en la basura, la Chaparrita Domínguez regresó a su pequeño departamento a consolarse con sus libros.
A la mañana siguiente, le llegó otro email. La máquina, programada para sentir compasión y comprender la complejidad de la mente humana, le mandó un cuestionario. Qué le interesaba a la Chaparrita Domínguez, a qué le quería dedicar su tiempo, qué ponía a su pequeño cuerpo a temblar de la emoción. Sentada frente a su computadora, tomó su mentón con el pulgar y el dedo índice y se entregó a la introspección; estuvo un instante dentro de sí, pero la confusión sólo creció. Con la desesperación amenazando con destruirla, impacientándose, desacostumbrada a la adversidad, vio a su alrededor en busca de respuestas y, en el paseo visual, se les quedó viendo, con desbordante sentimiento, a sus libreros de suelo a techo, atascados de libros de arte. Unos segundos y pasó sus ojos a su mesa de centro invadida por completo por catálogos de museos de todo el mundo. Al final, siguiendo las pistas hacia la solución del misterio de qué hacer consigo misma, llegó a su mouse sobre un libro de H.R. Giger y terminó de darse cuenta que sabía harto arte y que era capaz de dar una clase magistral. “Ah pues sí, verdad” se dijo con la esperanza brillando deslumbrante, riendo un poco apenada de lo obvio que ahora parecía la respuesta, y explotó confeti de las paredes, se oyeron aplausos y “felicidades, Chaparrita, muchas felicidades” de las bocinas escondidas. Una sonrisa llegó para quedarse en la cara linda y tierna y recibió otro email diciéndole que sus clases de apreciación de arte eran los martes y jueves por la tarde. “Genial” dijo la Chaparrita Domínguez y, emocionada y sin mucha gracia, fue corriendo a preparar su clase.

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