Sangre y Vergüenza
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Maribel, con la cara en la
tierra, agarrándose la panza, se retorcía del dolor. Anahí le había propinado
una buena golpiza. Estaban las dos solas en el parque afuera de las murallas
que rodeaban su barrio privado. Maribel seguía en el suelo cuando Anahí, viéndola
con burla, escupió, se dio media vuelta y se fue con la falda y el suéter del
colegio y el sedoso cabello castaño moviéndose en el aire. Maribel, después de
recuperarse un poco, se quedó tendida bocarriba viendo a las nubes pasear en
esa agradable tarde de agosto. Tenía golpes en la cara y raspones en las extremidades y el uniforme de su preparatoria sucio con manchas de todo tipo de suciedad. “Tengo
que aprender a pelear” pensó con una mueca, cansada de ser una víctima, viendo
una nube en forma de calavera. Cuando hizo frío, se paró y se fue cojeando a su
casa.
El padre de Maribel estaba
sentado perdido en el oscuridad de su estudio, escuchando música de su natal
Brasil, escuchaba a bajo volumen el disco Brasilia
Bajo Cero de la banda de punk Os Hidriotas. En la negrura del cuatro, ahí,
en el infinidad de la nada, aparecía de repente, una pequeña flotante luz roja,
el atormentado caballero fumaba un porro, con la esperanza de que la música más
la droga curaran lo que no pueden. “Padre mío, padre querido” se escuchó desde
la puerta que al abrirse iluminó de la cintura para abajo al hombre. “Sí, qué
pasa” dijo el padre desde su escondite. “Necesito dinero… dinero para krav maga”. El tipo con pasado que
perseguía, una vez con tanta promesa pero ahora con todo en la basura, estiró
la mano y de un cajón sacó una chequera. “¿Cuánto?” preguntó el de apenas cuarenta
y cinco, invadido últimamente por pesadumbre, despertaba y la tenía ahí,
viéndolo, amenazante, diciéndole “hoy es el día, hoy te jodes”, así los últimos
días. “2000 peso” dijo Maribel casi susurrando, a la figura apenas visible.
“dos mil pesos” repitió el padre y rápido escribió el cheque, lo arrancó y se
lo dio a la de quince años. “Hora de la venganza” dijo Maribel viendo una gota
de baba mojar el cheque que apretaban las pequeñas y lindas manos.
“¡Krav Maga!” gritaban los niños
agarrándose a golpes. “¡krav!” y un puñetazo fue a toda velocidad hacia la cara
de Maribel, “maga” y los nudillos hicieron contacto con el pómulo de la
adolescente. Maribel cayó al suelo con los brazos extendidos, “no hay piedad en
este mundo” se dijo poniéndose de pie. Llevaba seis meses en clases de
autodefensa israelí y las golpizas eran cosa de todos los días, estaba
acostumbrada y ahora podía ser golpeada sin misericordia un buen rato y ella ni
se inmutaba. “Estoy lista” dijo de regreso en sus pies y le hizo un combo de
krav maga’s a su compañero de combate Agustín. Los puños aterrizaban con eficacia
en el delgado y débil cuerpo; un certero golpe en la frente, otro en el pecho
justo entre los pezones, uno más en el costado y así hasta que el que era
abusado por sus compañeros de preparatoria, cayó al suelo repasando en su
cabeza las lecciones del maestro; “el dolor…“ decía el instructor antes y
después de cada clase frente a un grupo de muchachos desfigurados, “el dolor
está para disfrutarse” los niños asentían y le daban la bienvenida y rienda
suelta a la violencia. Con todo ese entrenamiento, Maribel, parada cerca de los
pies de Agustín, viéndolo seria, se limpió la sangre de los puños. “Es hora”
dijo la solemne jovencita levantando la vista, volteando hacia la ventana que
ocupaba toda una pared del salón de krav maga, sintiendo al sol acariciar su
primorosa cara.
Anahí tenía del cabello a Kikita
Fernández, la chaparrita más linda del colegio, la zarandeaba salvajemente.
Kikita gritaba con todas sus fuerzas “¡ayyy! ¡ayyyy!" y agitaba los brazos,
llorando, tratando sin suerte de liberarse, Anahí la tenía bien sujetada.
De un segundo a otro, le dio un rodillazo en la incomparable barriguita, “eso
te pasa por coquetearle al niño que me gusta” y tomó el brazo de Kikita y le
dio una mordida que provocó otro sonoro chillido. “Hoy te mueres” le dijo Anahí
agarrándola de la preciosa blusa, pegando su cara a la de su víctima, antes de aventarla con fuerza considerable. Kikita salió volando, cayó sobre sus tiernas
rodillas y delicadas palmas y se quedó viendo el suelo. “Madre, este es el
final” dijo la linda muchacha haciendo las paces con la muerte, desde chiquita
le habían inculcado el camino del samurái y no le costaba aceptar morir. Y ya iba
Anahí a acabar lo que había empezado cuando Maribel apareció al final del
pasillo. “¡SANGRE Y VERGÜENZA!” gritó enloquecida. Desde ese día en el parque
no podía estar con ella misma por la vergüenza de ser una víctima y todo ese
tiempo ansió el momento de hacer sentir lo mismo a la malvada que le había
inyectado sin ningún tipo de consideración ese corrosivo sentimiento en la
mente y el corazón. Ahora, era tiempo de la venganza. Maribel, con cara de
demente, sintió el poder cursar por sus venas, el cuerpo ya no le pertenecía, era propiedad del Krav Maga. “¿Sangre y vergüenza?” repitió confundida
Anahí muy simple para entender idea tan compleja y, antes de que se diera
cuenta, ya tenía encima a Maribel aterrizando golpe tras golpe en la cara de la
brabucona número uno de toda la preparatoria Alphonso Maurcio. Y gritos se
escuchaban por los pasillos vacíos, “¿la sientes? ¿eh? ¿puedes sentirla?”
gritaba Maribel con cada puñetazo. En un punto, Kikita, recuperada y en
necesidad de compensación, se unió y las dos la patearon algo salvaje,
salpicándose de sangre, vueltas siluetas contra la puerta de vidrio que daba a un
día particularmente soleado. Siguió la golpiza hasta que Maribel se cansó. Se
dieron cinco, dejaron ahí tirado el bulto sin forma y fueron a la
fuente de sodas a celebrar con dos malteadas enormes, cubiertas de salpicaduras de sangre, la restauración de la
justicia y para olvidar de una vez por todas, la vergüenza.
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