Wednesday, March 11, 2020

Anus Mundi

108

“Tendría que llamarme Fyodor o Lev para poder describir el olor. Mis habilidades no son suficientes. Simplemente no podría, no importa cuanto lo intentara, transmitirles a lo que huele. Sufro por la imposibilidad de hacerles llegar lo que experimento cada día. Voy con determinación por la calle, seguro de mí mismo, tratando de reclamar mi lugar en este mundo, cuando de la nada soy sorprendido por un puñetazo certero directo a las fosas. Sólo por la catarsis, me gustaría que el mundo entero compartiera una nariz para que así pudieran oler todos, el hedor que súbitamente me muerde con saña la mía. Me gustaría ser capaz de describir a lo que huelen los lagos de agua puerca, las montañas de basura y los escapes de cientos de micros y combis, pero desgraciadamente no poseo el talento suficiente”.

Vivía con mi padrino en un pequeño departamento en algún edificio de un complejo habitacional. Mis padres me habían abandonado en una estación de bomberos porque no me querían ni creían en el aborto, y ahí me hubiera quedado y a lo mejor hoy sería bombero si no me hubieran rifado. Por suerte, la rifa la ganó Orlando Ernesto Maldonado Gutiérrez también conocido como mi padrino aunque nada tenía que ver con mi bautizo. Como sea, el que me educó era un buen hombre, sólo un poco raro. Trabajaba en una papelería que le había dejado su madre y, en lo que esperaba a que llegara un cliente, memorizaba monografías, llevaba haciendo eso desde que tenía 15 años. Otras de sus peculiaridades eran que, desde que tengo memoria, nos parábamos a las cinco de la mañana para ir a correr en la pista del camellón. Desayunamos lo mismo todos los días: un yakult, café y fruta. Y antes de salir a trabajar, bien peinados, con los zapatos boleados, de camisa, pantalón, chamarra, nos parábamos a la entrada, juntábamos nuestras frentes, cerrábamos los ojos y le rezábamos a dios para que no fuéramos consumidos por el mundo maloliente y asqueroso que nos esperaba allá afuera. “diosito” empezaba el hombre que sabía más datos sobre las personalidades de la historia que nadie, “danos fuerza y ánimo para aguantar, danos fuerza y ánimo para acostumbrarnos, danos fuerza y ánimo para triunfar, que así sea”. Mi padrino fue ateo durante su juventud, pero al fracasar una y otra vez en incontables intentos por escapar de la papelería, hacerse rico y perderlo todo, había aprendido a creer en dios.

Me dedicaba, aunque no ganaba un peso, a escribir novelas. Mi vida era dura, pero no me gustaría vivir de ninguna otra manera. Los sueños como mi norte verdadero y el corazón como la mejor de las brújulas. Luchaba para que me publicaran, pero al parecer ni mis temas ni mi estilo, hasta la fecha, gustaban. Ni modo. No pasaba nada. Desertar no era una opción porque me era imposible abandonar los sueños. Mi padrino, el primer día de primaria, frente a la entrada, se puso de cuclillas, me tomó del hombro con una mano y con la otra me señaló a la cara y, viéndome a los ojos con los suyos derritiéndoseles, me dio el consejo que he seguido desde los 6 años. “Benito” me dijo, con el sentimiento haciendo estragos, “hagas lo que hagas, persigue tus sueños y nunca, pero nunca te rindas, ¿oyes?”, “¡sí, padrino!” contesté adoptando posición de firmes. Satisfecho y orgulloso, me regaló una tierna sonrisa, me despeinó y salimos a encarar la vida. Por eso, desde entonces, no había ni un poco de duda de que un día sería novelista. Acabé la escuela y para tener donde escribir, renté un despacho en el único lugar donde podía pagar la renta, cerca de la última estación de metro, en la frontera con otro estado. Un lugar espantoso lleno de vendedores ambulantes gritando, basura, agua sucia y aglomeración monstruosa de transporte público con su contaminación imparable y ruido infernal. Lo atravesaba todas las mañanas y todas las tardes con los sentidos pateados a cada paso, revolcado por las mareas de multitudes bruscas que regresaban del e iban al metro, empujado a través de los intestinos que eran esas calles. Todos los días, una violencia sensorial caía sobre mí, pero yo la absorbía para sublimarla en forma de una novela en la que estaba trabajando que trataba sobre un escritor de cuentos cortos.

Al regresar a la casa, me duchaba con agua hirviendo y con zacate áspero, trataba de limpiar de mi piel y mi cabello la suciedad del mundo. Me sentía como un doctor después de un día entero de lidiar con el ébola y ser salpicado por sangre. Salía del baño todo colorado, iba a mi cuarto y, para aliviar un poco los nervios, me sentaba al borde de mi cama, a escuchar y cantar pop romántico, sensible e inteligente. Ya un poco más contento por la buena dosis de rico arte, salía al complejo habitacional, a sentarme en una banca llena iniciales de parejas dentro de corazones y ver la magic hour. El sol, mientras descendía, me decía “hasta pronto, amigou, nos vemos luego, ¿ok?”, y yo le decía “adiós, solecito chulo, nunca me olvides”, con lágrimas de emoción bajando por mi cara, tratando de hacer las paces con el hecho de que mañana iba a oler igual que hoy y el tiempo entre que iba y regresaba duraba cada vez menos. La noche era una promesa de repetición, la negrura del cielo era una advertencia de que no pararía nunca, mañana tenía que pararme y adentrarme una vez más y otra. Cerraba los ojos y me aferraba a la tabla de mi cordura en la alberca de olas que era la noción de mi realidad. Ponía mi mano sobre mi alocado corazón y le decía “calma, hermano, calma”. Ahí, como a punto de irme a la guerra, todas las noches, en esa banca que daba a una cancha de voleibol abandonada, trataba de hacer las paces con volver a atravesar el ano del mundo.


Thursday, March 05, 2020

Un Tipo Normal Que Piensa Cosas Normales

107

Ingrid acababa de cortar con su novio de 6 años. Fue y se tiró en su cama a ver el techo. Necesitaba una tarde para pensar y considerar sus opciones. Después de exigirle como nunca a sus atrofiadas neuronas, al anochecer, se le ocurrió abrir tinder, ¿por qué no? Su amiga Martita había conocido así a su novio Manuel. Sí, iba a abrir tinder para poder superar. Tomó su teléfono en ruinas y se lanzó a la aventura sentimental. Ingrid había esperado, pero ahora estaba lista para tirar los dados del romance ¿por qué no?

Pa’ la derecha, pa’ la izquierda, pa’ la derecha, pa’ la izquierda, así toda la noche. Ese estaba guapo, pero se veía que estaba loco… a la derecha. Este estaba feo, pero se veía que era rico… a la derecha. Este otro se veía pobre, pero… a la izquierda y match, match, match. Ingrid se sorprendió de su éxito. “Cristo” se dijo, impresionada, con la autoestima hasta el tope, al encontrar su teléfono vibrando como hermana que ya necesitaba a alguien que la quisiera. Ingrid conversaba contenta hasta que le pedían, sin falta, que se tomara fotos encuerada o le mandaban foto de pene. Estaba muy confundida. “Pero qué le pasa a esta gente” le dijo a su teléfono, reventando en indignación, “yo soy una mujer decente” se decía con los ojos en blanco, momentáneamente poseída por su programación clase media. “¡Cuánta solicitud indecorosa y cuánto pene no solicitado!” gritó, aventando su teléfono. Quería dejar tinder y antes lo hubiera hecho sin pensarlo dos veces, pero los 6 años con su novio la tenían acostumbrada al coito frecuente y el chocho le exigía. Muchos piensan que las mujeres son estas criaturas angelicales, inocentes y puras, pero son sólo carne y hueso y a algunas la joroba de la satisfacción se les vacía rápido y nuestra Ingrid era de ésas.

La exploradora del amor aguantó, activando la fe en la humanidad, segura de que había vida inteligente en este planeta de ansia sexual explícita y desagradable. Juntó valor y siguió atravesando la salvaje selva del amor moderno. A veces brillaba tantita esperanza, pero desastrosamente resultaba ser un farsante que pretendía ser feminista e Ingrid se llenaba de rabia. Más que a los poseídos por el demonio de la lujuria, odiaba con todo su lindo y tierno corazón, a ésos que fingían ser aliados en la lucha de las mujeres porque sólo así podían; esas comadrejas se hacían pasar ineptamente por pollos para meterse al gallinero, qué asco. Simplemente no los aguantaba y cada día se hacía mejor para filtrarlos y continuar abriéndose camino, armada con el machete de la voluntad. Debía haber un oasis en ese desierto. Pasó un mes de malos tragos, expuesta a una galería infinita de penes y patéticos intentos de manipularla… hasta que me encontró a mí.

Yo me creía mejor que los demás y la soledad me había trastornado el corazón. Estar siempre solo te hace raro y ser raro te hace estar siempre solo. Y yo, en ese punto de mi vida, ya no veía la costa de la normalidad y flotaba sin dirección en el mar del delirio. Obvio, a pesar de mí, quería que me quisieran, pero siempre que se prendían las llamas naturales de la necesidad de cariño, me apuraba a pisotearlas para apagarlas. “¡No!” le decía a mi corazón como uno le dice a su perro cuando hace alguna porquería. Tampoco era como si tuviera mucho que ofrecer. Después de una vida de evitar el trabajo, era pobre y vivía en un cuarto de servicio en una azotea entre las nubes. También, sintiéndome inspirado, me dije que qué mejor lugar para azotarme que la azotea, era proclive al drama. Años viviendo de esa manera, me habían hecho indiferente a las necesidades emocionales de los demás y me rehusaba a que me echaran encima desperdicio sentimental, prácticamente de lo que se trata el noviazgo o eso me decía, la verdad no sabía nada de esas cosas y quién necesita la evidencia cuando se tienen sospechas imaginarias. Nunca he sabido por qué la gente quiere lo que quiere. Así las cosas, así la vida y así me encontró Ingrid.

Nuestra heroína estaba echada en un sillón de su sala, con el brazo bajo su cabeza, descalza, vestida de pants y sudadera muchas tallas más grande, viendo perfiles de hombres. Su compañera de departamento Carmela estaba sentada en el suelo, frente a ella, comiendo ruidosamente chicharrones y, como si le hubieran robado el cerebro, buscaba algo que ver. “Ya, ya, ya” llevaba tres horas diciendo, lo había visto todo. Ingrid la mandó callar, vio un perfil de un hermano al que le gustaba comerse la basura del ombligo, “ugh” dijo y encontró el mío. En mi perfil había fotos viejas de esas veces que he estado en forma y, en la descripción, intentos de hacerme el gracioso: “soy un precioso, atrévete a que te muevan el tapete” etc. Ingrid sólo necesitó esas tres fotos donde no me veía como si me acabaran de rescatar de estar atrapado y mis abortos de chistes para decir “este no se ve tan anormal” y a la derecha.

“¡Tienes un match!” sonó mi teléfono. “Mon dieu” dije, poniendo las yemas de mis dedos sobre mi súper lindo labio inferior, al enterarme de que alguna de las miles que les había dado a la derecha, había picado y “qué flojera” le dije a la vida después de recordar que tenía que pensar en algo chistoso que decirle. Sabía que a las muchachas, los hermanos con facilidad para lo básico, las tenían acostumbradas a empezar las conversaciones con alguna ocurrencia que las hiciera reír. Es un mundo verdaderamente enfermo este en el que vivimos. “Oh no” le dije a la nada y quise renunciar, pero las llamas estaban de regreso y querían que corriera cuando ni siquiera podía mantener la cabeza levantada. Al final, me dije a mí mismo que mejor me olvidara de estrategias y que, para no amargarme la vida rompiéndome la cabeza con cada mensaje, iba a decir lo primero que me viniera a la mente, siempre y cuando no fuera algo muy racista, y fui al encuentro con la Ingrid.

“Qué onda” fue lo que se me ocurrió, ella contestó y empezamos el trámite de probar que no soy un psicópata, que no soy un pervertido, de que tengo algo de dinero, de que estoy algo familiarizado con la cultura pop “¿te gusta baby yoda?” “ay sí, es lo más lindo del mundo” y eventualmente pasar, después de aprobar el examen de normalidad, al whatsapp. Y ahora venía lo difícil. Tenía que convencerla de que era digno de posiblemente embarazarla y de que no la avergonzaría con su familia y amigos. Madre, qué trabajo. A empujar la piedra de la conversación a la cima de la colina para ver cómo, cuando intentaba hacerme el gracioso sin suerte o decir algo sin sentido, se iba para abajo y a subir otra vez. Con el fuego de la biología quemándome el culo, “ve, reprodúcete” me decía la naturaleza y yo le decía que se fuera la mierda, pero lo seguía intentado porque ella me seguía contestando y ya estábamos ahí y a lo mejor, me atrevía a soñar, podía abandonar la soledad y ser normal, pero, a la vez, qué flojera y cuando decidía abandonarlo todo, algo en mi cabeza me decía que estaba desperdiciando mi vida. La pesadumbre de esa idea me atosigaba, iba y me buscaba en las noches, me decía que me iba a arrepentir por no participar, por estar encerrado todos los días y no me quedaba de otra más que estar al pendiente, como torero que busca clavar banderilla, de la oportunidad para invitarla al cine o a beber o a comer o algo, pero nunca llegaba e Ingrid no cooperaba y yo era saboteado por mi manera de ser.

Pasaron los días y francamente ya no sabía qué decirle. Ella, para entonces, hablaba con otros cinco tipos y no había suficiente memoria en su cabeza para acordarse de mí. Si le hubiera dejado de escribir, no lo habría notado. Y no era culpa de nadie, estaba consciente de la cantidad de oferta, la búsqueda del mejor postor y todas esas consideraciones que tienen que tomar en cuenta las mujeres. También estaba familiarizado con la lucha absurda contra las dinámicas de la mayoría y sólo un necio emprendería la cruzada contra lo acostumbrado. No me daban ganas de emprender semejante lucha, tenía mejores cosas en las cuales desperdiciar mi tiempo. Como sea, no podía evitar cuestionarme qué estaba haciendo, nada tenía sentido más de lo normal. Todo ese torbellino mental terminó convirtiéndose en la conciencia de que nunca conocería a Ingrid en persona y de que lo supe desde el principio.

Mi desperfecto emocional estaba fuera de control. Temía que esta situación durara para siempre, pero no podía parar porque sabía que si yo era el que se rindiera, cuando el ansia regresara, me reclamaría y no tendría argumentos contra mi reclamo por falta de cariño. Por suerte, un día, después de estar diciéndole por horas sobre los susurros de la mente que van apareciendo durante las diferentes etapas de la vida, “eres bien raro” me dijo y yo, ansioso por regresar a la comodidad de la soledad y cansado del constante mensajeo, deseoso de no estar todo nervioso por el cese de repuesta por un mensaje arriesgadamente estúpido, obedecí mi regla de decir lo primero que me viniera a la mente y le contesté “yo soy un tipo normal que piensa cosas normales” y a Ingrid algo le hizo ese mensaje. Su tripa le dijo que no valía la pena soportar lo marica o pesados que somos los hombres de hoy en día. Estaba harta de tener que esforzarse cuando le decían alguna estupidez o locura y optó por la manera clásica de conseguir sexo, iba a emborracharse a algún antro y esperar. Yo regresé a la oscuridad del delirio, a continuar el descenso y ver qué hay. Un buen día, dejé de escribirle y, como empezó, acabó todo.