Wednesday, June 22, 2022

120 días de pompdoma (parte 6)

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Pompitas Alonzo, el escritor de cuentos cortos y recién campeón del universo, acababa de terminar el último cuento de su última antología El Laberinto de la Pompedad. Contempló la hoja forma francesa en sus regordetas inmaculadas rosadas manos, con una mueca en el asoleado rostro, extrañado. Normalmente, un cuento, al acabarlo, era un espejo, pero ahora, sólo era un papel con letra manuscrita muy bonita en tinta azul, en lugar del usual chicharrón lleno de baba, lágrimas y sangre que reflejaba su cara verdadera. Algo le pasaba, algo no estaba bien, pero tampoco mal. Todo estaba desconcertantemente neutral. Pompitas, para checarse antes de arruinarse y asegurarse de que no estuviera pasando algo funesto allá adentro, se dispuso a revisar su código como sólo los hermanos acostumbrados al extremo morboso autochequeo pueden. Sin dificultad alguna, se le pusieron los ojos en blanco, volteó hacia sí mismo y se entregó a la introspección. “El fin del arte” susurró el delirio al recibirlo a la entrada de la mente, Pompi se enteró, asintió y continuó. Descendió por su inconsciente, súbitamente acariciado por una refrescante brisa y cariñosos rayos solares imaginarios. Aterrizó, un segundo de inspección y, con las manos en la cadera, asintiendo, moviendo del tronco para arriba, con el labio inferior casi tocando fosa, se vio a él mismo en perfecto estado, todo estaba en absoluto orden. “Qué feliz soy, qué suerte tengo” decía un letrero detrás de una avioneta en el cielo oh tan azul. “Todo bien, nada de nervios” estaba escrito en pintura blanca en una piedra que encontró por ahí y, al quitar esa piedra/idea, abajo, en lugar de hallar gusanos y bichos y porquería, encontró un papel y en el papel una carita sonriente y corazones. El jardín que era su espíritu estaba pero bello; súper verde, bien podado, lleno de flores, con mariposas volando y pajaritos cantando, un columpio y en el horizonte un arcoíris. 

“Oh ok…” susurró Pompitas Alonzo, de regreso en el mundo real. Para aclarar la mente, paseó la mirada por su estudio con sólo un escritorio y silla frente a un ventanal enorme que dejaba entrar montones de sol, con las paredes blancas desnudas, lienzos vírgenes listos para recibir locura y maldiciones, al final reconociendo la realidad de las cosas. Se dio cuenta que no tenía nada que decir, no más opiniones ni ganas de participar, no tenía qué sublimar. “Huh…” se dijo aceptándolo todo, no sintiendo mucho sobre nada, imaginando que otro Pompitas se llenaría de ansiedad y trataría de autodestruirse, pero él no. Alonzo sentía un alivio que se expandía infinito. Llegó, estaba en casa. No había por qué continuar escribiendo cuentos cortos. Podría seguir por costumbre y ego, pero nunca se trató de eso. Prefería echarse, poner las manos en la panza y dedicarse a lo que siempre quiso: la nada. Escribir fue el plan B. 

También, por otro lado, no pensó ni un segundo en sus lectores que lo necesitaban para llegar al siguiente día. El reconocimiento del público, inimaginable al principio, en medio y al final de su carrera literaria, sin realmente ser invitado a la fiesta de la producción artística, siempre estuvo de sobra. Nada incomodaba más al huraño autor que ser molestado en la calle por alguno que balbuceaba lo mucho que le habían ayudado sus cuentos y que siempre que necesitaba sonreír, leer los subtítulos del alma nunca fallaba. “Lo que sea” le hubiera gustado responder, como quien le dice a un vagabundo que no hay cambio, no tenía paciencia para la gente, consciente de que la mayoría son veneno, pero mostraba, en cambio, los dientes de animal en el peor intento de sonrisa jamás y se alejaba lo más rápido posible. Resultaba evidente que había cero razones para seguir derramando cuento. El dinero no le faltaba tampoco. 120 días de Pompdoma había sido un éxito que seguía vendiendo, además, de todas maneras, mientras tuviera donde vivir y la panza llena, el billete le importaba poco. 

Pompitas había alcanzado, de repente, haciendo las cosas a su manera, la libertad total. Por fin escapaba de toda responsabilidad. Era libre del trabajo y de la gente. Podía vivir el resto de su vida, si así lo quería, sin la desesperación provocada por la confusión que le causaba tratar de hacer sentido de lo que querían de él y de lo que intentaban muy mal de decirle. Por eso, habiendo superado lo más psicológica y biológicamente obligatorio, constantemente horrorizado por los defectos naturales de los demás, espantado por la dinámica aceptada, experimentando contaste hastío, se fue a vivir al bosque. Compró una casa alejada de todo y sólo salía para ir en el transporte escolar que lo recogía en la entrada del largo camino a través de denso follaje a su casa, a un colegio de señoritas a dar clases para no volverse completamente loco. Irónicamente, el casi analfabeta literato era profesor de cuento corto a pesar de que apenas había acabado la preparatoria y odiaba con un odio demente la escuela. Un amigo, un día, para incrementar la inscripción, le ofreció a Pompi dar clases, a éste le dio risa la idea y, después de conseguir unos lentes que volvían a la gente siluetas, no se confiaba rodeado de tanta hermosa jovencita, aceptó y, alterado por mil shots de expreso, los martes y jueves, durante dos horas, gritaba incoherencias haciendo ademanes descontrolados que la muchachada y la administración, porque era exitoso, pensaban eran verdades profundas. 

Así, en la zona de touchdown de la vida, Pompitas Alonzo le sonrió al mundo, contento, satisfecho, despreocupado, listo para ir en neutral de bajada hacia la tumba, en paz con ser olvidado y seguir a lo que seguía. “Llámeme Rimbaud II” le dijo a una mosca, “pffft” pensó ésta porque no aplicaba del todo, además de que quién se creía, pero en fin, no se iba a poner a discutir. Y Pompitas, viéndose sin más que hacer, suspiró, se paró de la silla, tiró su última antología a la basura y se fue a andar en bicicleta el resto de esa muy plácida tarde de verano. 

Dentro de muchos años, Don Alphonso Marciano Alonzo y Torres Balbuena, después de estar unos años perdido en la nada, él una vez virtuoso de la literatura reapareció para utilizar la poca fama que le quedaba en promocionar, prestar su nom de plume e invertir en una marca de jeans que levantaba la pompa. Los jeans fueron un éxito, Alonzo se hizo vulgarmente rico y con ese dinero se volvió inversionista capitalista. Se compró un Ferrari o Rolls-Royce o Lamborghini porque no tenía imaginación y paseando por ahí en su carro de lujo, se encontró a una ancha con la panza de fuera, caminando por la calle. “Sinvergüenza” susurró Alonzo, impresionado por la actitud de la mujer y, notando que algo pasaba en sus pantalones, volteó para abajo. Su hombría, inhibida por la misantropía y la pereza, regresó con venganza a buscar satisfacción. “Muerte, sexo, destrucción” le gritaba la entrepierna, “ok” respondió Alonzo, enfrenó el coche y llevó a la panzona a comer costillitas y tomar cerveza. Luego, la embarazó 10 veces. Tuvo un montón de hijos que no sabía cómo se llamaban y siguió su vida de señor común y corriente, impresionantemente ordinario, sin detenerse ni un segundo a examinar. “Equis, cero que me influya” le decía a todo lo que no fuera negocio. Mató el tiempo, pasándola solo bien, olvidándose por completo de su vida pasada. “¿Pompita quién?” hubiera respondido molesto, sin algún tontuelo indiscreto hubiera preguntado sobre cuando se dedicaba a darle rienda suelta a la creatividad. Él, Don Alphonso, sólo jugaba frontenis con otros señores, invertía en negocios seguros y todo lo que escribía eran cheques. Pasaron los años y en sus 60s, satisfecho, sentado en su sala, sin nada qué hacer, se dijo que ese era el fin de todo. Un tanto aburrido de la vida, ya sin poder ganar más y naturalmente nervioso de que se fueran a acabar lo buenos tiempos, más feliz de lo que se podía imaginar que podría estar, por fin le hizo caso al susurro que, desde chiquito, le decía que se matara. Fue y se metió mil píldoras y en el vapor de su casa, su lugar favorito de todo el mundo, se abrió las venas y vio su sangre salir en chorros. Ahí, tirado, escondido en el vapor, pálido, tratando sin suerte de pensar en unas buenas últimas palabras, él antes escritor de cuentos cortos y futuro cadáver, A.M. “pompitas” Alonzo exhaló su último aliento.

DEDICADO A TODOS LOS QUE HAN LEÍDO ESTE BLOG.