Sunday, October 10, 2021

Lo Que Importa Es El Amor, Mártir del Enamoramiento

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Maripao tenía una caja de cartón en la cabeza para protegerse de la lluvia. Yo estaba empapado, viéndola a los ojos a través de los agujeros de su caja. “Eres tremenda” le dije ya con ganas de no mojarme. Nos fuimos a su pequeño carro, tiró su caja, revelando su cara, quitándome el aliento como cada vez que la veía, nunca dejaba de sorprenderme el efecto que producía en mí y en mi percepción del tiempo, sentía le picaba pausa a la vida. Después, cuando me hube acostumbrado otra vez a lo linda que era, allá fuimos, al tráfico de una de las ciudades más atascadas de la tierra.

Saqué mi pene por la ventana y oriné en el nissan sentra junto a nosotros, había bebido mucha lluvia radioactiva. La señora adentro ni se inmutó, cansada pero acostumbrada a las sorpresas infernales, yo no había notado su existencia hasta ahora que escribo esto. Acabé, lo metí y me senté. Un silencio después y Maripao y yo hablamos sobre nuestros respectivos planes para esas vacaciones. Yo iba a andar en motoneta desde Lisboa hasta San Petersburgo, ella iba representar con su compañía de teatro la conquista del oeste y la guerra contra los nativos americanos. Luego, cuando ya no le podíamos sacar más jugo a la fruta fresca que eran nuestros ambiciosos proyectos vacacionales, para que siguieran los buenos tiempos, ahí, entre miles de carros, bajo la lluvia, moviéndonos a uno por hora, intercambiamos debraye y tonterías. No paramos, con cada vuelta de la rueda, una carcajada, y con cada centímetro recorrido, una dada de cinco y ya cuando sentíamos que nos volveríamos locos de la diversión, llegamos a nuestro destino. No había tráfico que durara, siempre nos quedábamos en un continuará y bajando del carro en el sótano mil, le reclamamos juguetonamente al dios del tráfico que no nos dejara concluir a gusto. 

Como ya se habrán dado cuenta, yo estaba enamorado de Maripao, pero ella no me quería, tenía galán. Este hecho más de una vez me había llevado a la mitad de un puente peatonal, ya dispuesto a acabarlo todo. Por suerte, soy un tipo muy antojadizo y esa vez, el antojo de muerte, rápido fue sustituido por uno de torta argentina y yo no le podía decir que no a algo tan rico. Don Melchor me atendió de inmediato dándose cuenta del estado en el que me encontraba y, para que no llevara el humor para abajo, me despachó rápido. Ya con mi torta, fui y me senté en una banca en el camellón y comí llorando, pensando en Maripao. El antojo sólo era distracción momentánea y nunca duraba. Brillando por la grasa de la milanesa, el chorizo y el queso amarillo, la imaginaba haciendo porquerías con su novio. A súper alta definición era proyectada en mi pantalla mental, encuerada, con sus pezones rosas y gesto de placer, rebotando, pegada a su novio sin cara. No podía. Por eso, me acabé mi comida y me fui a bongear con súper marihuana del futuro. Entraba humo y salía sentimiento. Una vez en drogas, el dolor te da risa; te sigue doliendo, pero sólo lo miras como a un cachorro o un anciano que te muerde con saña. Todo drogado, imaginando lo anterior, reía llorando.

“Ella y yo podemos ser amigos para siempre” le dije, sentado en un silla de madera, junto al espejo, a un tipo miserable con los cachetes arrugados de tanto llorar. No importaba cuanto berrinche hiciera, tenía que respetar mi rechazo porque no estaba dispuesto a cambiar, prefería ser punketo lo que sea que eso signifique y sabía que no podía darle lo que su novio ultra emprendedor, increíble cocinero, genuinamente bondadoso, guapo y de familia rica, podía darle. Era el tipo más lindo de todos. A veces, iba a recogerla para llevarla a comer a un restaurante caro y yo los miraba desde las alturas, con la cara pegada a la ventana del piso 20. Con los ojos desorbitados, lamentándome de que sean 20/20’s, los veía abrazarse y besarse y decirse cosas lindas mientras el pobre yo era azotado por el gato de nueve colas de la envidia y la vergüenza. “¡Maripao!” tenía ganas de gritar mientras caía sobre ellos. No me importaba nada. Me dejaba ir, me rendía ante la desesperación hasta que las risas del resto de mis compañeros me sacaban del trance de autocompasión y autodesprecio. Me daba la vuelta indignado y los veía, con los ojos hinchados, incapaz de hablar y me iba a mi casa aunque todavía quedaba medio día de trabajo. Llegaba corriendo afeminadamente, directo a la cocina. “Está bien, no pasa nada.” le decía a mi perrita Milagros quien acababa de salvarme una vez más, tomando en su hocico la lonja que se hace en mi nuca, sacándome del horno. “Ay Milagros...” le decía, tirado bocarriba en el suelo de la cocina, retorciéndome por el sufrimiento que me causaba la realidad de las cosas, todo muy cruel, todo muy real, “...me siento como un perro, con todo respeto” y Milagros se iba a ver la pared, a alucinar eso que alucinan los perros. Me daba mucha envidia.

Maripao sabía que la quería y le daba pena, pero no tanta como para fijarse en mí y ser novios. Más de mil veces, en nuestras borracheras, le había confesado mi amor y ella sólo hacía cara de “auch” y cambiaba de tema. Así las cosas hasta que se hartó y sintiendo genuina amistad, una navidad, me dio un relicario de oro en forma de corazón con una foto suya en blanco y negro adentro haciendo ese gesto de repudio que yo conocía tan bien. Desde entonces, siempre lo traía alrededor del cuello y cada vez que sentía esperanza por un futuro juntos, lo abría y me le quedaba viendo a esa preciosa cara de espanto, un minuto o dos. Era una alarma de despertador. Con cada apertura de relicario, como apocalíptico meteorito proveniente de la galaxia del desamor, despertaba de esa pesadilla de la que no había escape. Atestiguaba, martirizado, en trance, el horror del enamoramiento no correspondido. Después, cansado y deprimido, limpiaba mis lágrimas, inhalando moco, diciendo que no importaba que ella no me quisiera, que tarde o temprano la superaría y que yo fuera capaz de amar, mierda, era todo lo que importaba.