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Rosalía estaba echada en su cama
con la compu recargada en las chichis. Escuchaba en repetición la
misma canción y veía enajenada gifs mientras agarraba mecánicamente, de una
bolsa tamaño familiar a un lado de su cama, chicharrones y bebía té helado de
limón. El cuarto estaba oscuro, las cortinas eran de esas que no dejaban pasar ni
un poco de luz por lo que era imposible decir que hora era, si era de día o de
noche siquiera, y si le fueran a preguntar la hora, ella los vería con
molestia, sacaría un ruido apropiado y regresaría a las imágenes en movimiento
de gente haciendo tonterías, pero no como antes, ahora cambiada, su pregunta le
revelaría que no sabía cuánto tiempo llevaba así y no sabría cómo sentirse al
respecto y, después de unos segundos de conmoción, trataría con todas sus
fuerzas de convencerse de que no importa, que lo único importante es no moverse
de su cama y no suspender el gozo perezoso, además, como sea, en esa ocasión,
nada de lo anterior duraría mucho porque la mamá de Rosalía, preocupada por su
hija, entró sin tocar, brusca como principio y parte del punto que estaba a punto
de hacer. “¡ROSALÍA!” gritó la santa mujer al abrir la puerta, espantando a la
muchacha de apenas veinticinco. “¡ay mamá!” gritó la no una niña, todavía no
una mujer, recuperándose del chicharrón que se le fue mal. “pero mija, no te puedes
estar todo el día echada” le dijo su señora madre, sentándose cerca, sobre el
edredón de flores, hecha una silueta contra la oscuridad del cuarto, con el
brillo en los ojos perfectamente visible. “Tienes que salir a disfrutar de la
juventud, carajo” le dijo la mamá, tomando la mano de la hija y se vieron,
debatiendo con las miradas. Rosalía, alumbrada por la luz de monitor, trataba
de aparentar dureza, pero como no era estúpida, cedió, consciente de que su
madre era implacable y súper terca y no la dejaría disfrutar de sus tan ricas explosiones
de pereza. “Bueno, ya” y fue, se vistió con jeans apretados, un top blanco, se
cepilló y amarró el cabello, se puso tenis y chamarra con peluche en el extremo
del gorro y, como era de las mías y porque no se le ocurrió nada más, fue al bar
de su colonia.
Rosalía se sentó a beber. El bar
estaba vacío porque era la una de la tarde de un lunes doce de diciembre. El
encargado, la única otra persona en el lugar, estaba atrás de la barra, viendo
embobado su teléfono, trataba de descifrar un mensaje que le había enviado su
novia. Música del año sonaba a buen volumen, pero no distraía, coloreaba el
fondo no más. Frente a Rosalía, a la distancia, había un escenario vacío con
una pista de baile recién trapeada. A su espalda, la barra y todo a su
alrededor mesas desocupadas. Como era fin de año, sonaba una lista con las
mejores canciones según el blog del dueño del bar. Rosalía, sin pensar ni sentir
mucho, notó que reconocía cada una de ellas, acostumbrada a estar
involuntariamente enterada de todo por su adicción al internet. Le daba tragos
a su cerveza dejando a su cabeza correr, pensamientos aparecían y desaparecían
en un caos de distraída reflexión y siguió bebiendo hasta que las mejillas se
le colorearon y la usual felicidad de la temprana borrachera se hizo presente.
Rosalía pidió y le trajeron su sexta cerveza, le dio un trago largo y
placentero, sintió a la cerveza bajar por su garganta y a la frescura expandirse
desde su estómago hasta su cabeza y al despegar la botella de su boca, su
canción favorita del año empezó, la canción que escuchaba en repetición en su
cuarto. La emoción que provoca cuando suena tu canción más la desinhibición del
alcohol, puso en Rosalía la cara correspondiente y despojada del control,
poseída por el pop, transformada en una marioneta del ritmo, fue al centro de
la pista de baile y bailó y cantó descontrolada. Despreocupada por el
espectáculo, cantó a todo pulmón y siguió hasta que la canción acabó. De un
segundo a otro, se vio liberada del hechizo de la música y se sintió como si hubiera
despertado de muy buen sueño. Le tomó dos segundos acordarse donde estaba y
cuando todo estuvo en su lugar, se dio cuenta que había un tipo viéndola,
sonriéndole con ternura, aplaudiendo. Rosalía, al principio, se sintió algo
apenada, pero después, con su usual actitud activada, se dijo que qué importa todo e hizo una reverencia y le sonrió plenamente de regreso
al desconocido.
“Se me ha endurecido el corazón”
notó Rosalía viendo al tipo hablar y hablar, otra vez completamente sobria, sintiéndose
como se siente alguien al que le intentan vender algo. No tenía antojo alguno
de compañía, pero se forzaba a participar. Recordaba las palabras de su madre
“no puedes estar sola todo el tiempo, te me vuelves loca” y Rosalía reconocía
su alineación y le preocupaba, por eso estaba ahí, sin realmente hacer un esfuerzo
por conocer a aquél que a lo mejor podía ser el hombre de sus sueños, no
escuchando lo que le decía ése perfectamente ordinario. “Qué pereza” pensaba
Rosalía con el antojo burbujeante de regresar a echarse, cansada de todo pero más que nada de la dinámica del
cortejo, ella no lo necesitaba, tenía su computadora y su cuarto y se decía que
no necesitaba más, pero sabía que no se podía quedar así para siempre, tenía
que encontrar a alguien le decía su programación cultural y ese sentimiento
raro que le provocaba ir a comer con su familia y no tener a nadie, pero nada
de lo anterior la empujaba lo suficiente para recorrer el gigantesco desierto
que era soportar a alguno y cuidar de no ser rara. Qué horror, qué flojera,
pensaba tratando de mantenerse inexpresiva, viendo detenidamente, entretenida,
a la boca en frente moverse locuazmente hasta que la aburrió y decidió poner
atención, a ver que tanto decía el hombre. El tipo hablaba de su trabajo. “Ugh”
casi dice Rosalía, pero se cachó a tiempo. La repelía el entusiasmo hacia algo
que a ella le parecía insoportable, “qué raro” se decía abandonando la
conversación otra vez y yendo para adentro a pensar en su último trabajo, en lo
mucho que lo odió y en lo feliz que fue cuando renunció. El mundo real se le
hacía brutalmente distante y se alegró de todavía no tener que ir y de repente
apareció en su pantalla mental, como solía pasar cuando recordaba la promesa
del destino oscuro, la puerta en su mente que encerraba un sinfín de males psicológicos,
ahí invitando a ser abierta, “ven y ve, Rosalía” le decía al final del pasillo
de la introspección, pero para qué, mejor darle la espalda y seguir tratando de
ganar tiempo. Y ya se nos iba, pero Rosalía fue regresada al mundo de verdad por
el súbito silencio. La cara de Rosalía delataba todo lo que le pasaba adentro,
enseñaba el horror. “¿Estás bien?” preguntó el espantado hombre, Rosalía no
contestó nada, decidió que ya no podía más y que se iría a su casa, ahora que
había salido tenía argumentos para defenderse y ganar por lo menos una semana
de deleite en la pereza. “ok, bye” dijo Rosalía al pararse e irse sin pagar su
cuenta.
De regreso en su cuarto, la ropa
de Rosalía salió disparada de su cuerpo. Con mucha ceremonia se puso su
uniforme para la echada, unos pants con manchas de comida, una sudadera
desgastada y pantuflas. “Estoy lista” dijo y fue, solemne y concentrada, a su
sillón. Parecía una clavadista a unos puntos de la medalla de oro. Se paró en
el borde del mundo, unos segundos de tensión, el planeta dejó de moverse, el
tiempo se pausó, Rosalía metió aire, lo mantuvo adentro y, al exhalar, se dejó
caer. El cuerpo automáticamente se acomodó hasta alcanzar el punto máximo de
confort. Rosalía cedió el control para volverse una con el cosmos. Siguió, con
el corazón y la mente aletargándose, con los bordes que la demarcaban desapareciendo.
“Sí” susurró a un milímetro de tocar el éxtasis total de la pereza, a una milésima
para la perdición y como monje alcanza el nirvana, así Rosalía, echada en su
sillón, quieta, con las piernas estiradas, las palmas sobre la barriga, con los
ojos en blanco, en la oscuridad de su cuarto, llegó a la cumbre de la cómoda
montaña de la flojera. “Hoy…” susurró flotando en el limbo de la nada, perdida en ningún lugar “no voy a hacer nada…” su corazón apenas latía “…mañana
tampoco”.
EN LA TRADICIÓN DE PEEPR