Mi Noviecita Malcriadita
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Fui a la iglesia a rezarle a san
judas Tadeo. Llegué y casi me voy por el repele, el lugar estaba a reventar. “Voy
a tener que esperar” dije haciendo berrinche y esperé sentando entre un montón
de viejitas, oliéndolas descaradamente. Se desocupó por fin el santo que te
veía desde arriba con cara de impotencia, “ni modo, mi hermano” parecía decía,
pero yo era inmune a la resignación, por eso agarré un papelito a sus pies,
escribí con muy linda letra manuscrita mi deseo, doblé el papel y lo metí en el
buzón con mucho sentimiento, algo afeminadamente. “Por favor, por favor, por
favor” dije ahí de rodillas, con la cabeza baja, los ojos cerrados y las manos
juntas, deseando con todo mi corazón una malcriadita.
La secretaria del patrón fue a mi
cubículo y me señaló, viéndome con desprecio “el patrón nos quiere a todos en
la entrada, ¿oíste?”. La secretaria me odiaba porque yo era producto del
crónico nepotismo que azotaba mi país, mi padrino me había conseguido el
trabajo y como era un hombre importante, no me podían despedir y ya no sabían
qué hacer conmigo. Yo soy un malcriado y lo que más odio en este mundo es
pasarla mal, por eso, pase lo que pase, si la actividad que me encargaban
implicaba aunque sea dos segundos desagradables, simplemente no la hacía y, cuando
me venían a reclamar, los veía directo a los ojos diciéndoles “qué van a hacer,
basuras”, por eso ya no me encargaban nada y por eso me odiaban en la oficina y
si fuera por ellos me harían pedazos. “Atrévanse, animales” les decía con la
mirada manteniendo la suya, “atrévanse y háganme el día” soy un absoluto
villano, pero comprenderé totalmente cuando venga la revolución y me corten la
cabeza.
Nos congregamos en la entrada,
ansiosos de regresar a la nada espiritual del día a día, a esperar, viendo
inexpresivos, a nuestros pies, como moría miserablemente la semana. Llegó por
fin el jefe, un hombre de 87 años, un anciano terco que no creía en el retiro, decía
que si no tenía nada que hacer la muerte vendría por él. Se paró entre la
gente, parecía no vernos, pero de todas maneras dijo “ya me enteré que alguien
se anda robando el papel de baño”. Me pateé, no era la primera vez que se llevaban
el papel y siempre que pasaba me decía que era la mejor idea y ojalá se me
ocurriera a mí, “para la próxima” me dije ya olvidando. El patrón, como de
costumbre, nos amenazó con despedirnos a todos y se calló de repente, perdiéndose
en sí mismo. Siguieron unos segundos de incómodo silencio que el viejo, viendo
la nada con los ojos entrecerrados, llenó con una larga y aguda flatulencia que
duró unos buenos treinta segundos. Acabó y todos se vieron entre ellos, una milésima
y se pudo ver en sus caras al olor invadiéndolos. Yo no pude evitarlo y empecé
a reír a carcajadas, me encantan ese tipo de situaciones. Luego, viéndome el
único que reía, a nada de la tristeza, me acordé de mi deseo y justo en ese
instante, a la distancia, se escuchó otra risa. Volteé con el corazón acelerado
y, siendo descubierta por la gente que regresaba a su lugar, vi a una mujer
joven, con mejillas coloradas, cabello castaño y grandes ojos color miel, ni
gorda ni flaca, más baja que yo, riendo despreocupada. Nuestras miradas se
encontraron, amor a primera vista, “vaya, vaya” dijimos, faltándonos el aire,
los dos al mismo tiempo.
Veía a mi vecino de cubículo,
asomado sobre la pared. El pobre tipo como de mi edad moría del estrés, jalándose
el cabello, con las venas marcadas y de un tono purpura que me pareció muy
lindo. Yo lo veía entretenido y fascinado con la capacidad de aguante de las
personas que no son yo. “Toma tus cosas” se escuchó de detrás de mí, volteé y
la secretaria del patrón me dio una caja de cartón, “ya era hora” le dije sin
nada que meter en la caja más que un escupitajo. Tomé mi saco y fui al
elevador. No me despidieron como creía, sólo me mandaban al sótano diez, el
nuevo almacén para malcriados. “Bien” dije antes de un suspiro cuando sonó el
“pip” del elevador, “el sótano maldito diez”. Se abrieron las puertas y justo
frente al elevador, como bienvenida, se leía “abandone toda esperanza ese que
entre aquí” y seguí las flechas por el laberinto de pasillos hasta una puerta
roja de metal. “Estoy en casa” me dije antes de empujar la puerta y al abrirla
y dar un paso, para mi sorpresa, ahí parada, la mujer de hace rato. Estaba a
punto de salir cuando yo entraba. Nos vimos directo a los ojos,
reconociéndonos, como dos extraterrestres de paseo por la tierra, éramos lo que
siempre habíamos querido. “Quieres ir por un café” le dije, ya no bebía alcohol
porque mi estómago era una ruina y una de cada diez borracheras me volvía un
animal, “bueno, ok” dijo ella y nos fuimos temprano del trabajo.
Éramos insoportables y nadie nos
aguantaba. No nos importaba nada. Teníamos sueños, pero no la paciencia ni la
disciplina para alcanzarlos y pretendíamos ser más tontos de lo que en realidad
éramos para salirnos con la nuestra y no tener que esforzarnos. Yo me veía en
ella y ella se veía en mí y esa tarde, entre risas y ruidos, intercambiamos
quejas que otras personas hubieran encontrado muy ofensivas, patéticas y mezquinas,
pero nosotros entendíamos por completo el reclamo a la falta de perfección. Así
hasta que cerraron el café y “ahora qué hacemos” le pregunté, nervioso, tenía
mucho que no encontraba a alguien especial. “No sé” dijo ella, también inquieta.
Traté de recordar todos esos momentos en lo que fantaseé con tener a alguien,
pero no lograba acordarme de nada. “Ya sé” dijimos los dos al mismo tiempo
después de estar pensando, eso nos hizo reír y, al callarnos, nos quedamos en
silencio, viéndonos a los ojos, y no hizo falta decir nada más, entendíamos por
completo el plan. Nos despedimos con un tierno beso y esperamos emocionados a
que empezara el trabajo al día siguiente.
Llegamos con un gesto de locura.
Nos íbamos a apoderar del sótano diez y no había nadie que pudiera detenernos,
estábamos cerca del paraíso soñado y sólo un tonto se quedaría tranquilo,
teníamos que jugar defensa para que nadie supiera que estábamos allá abajo y
teníamos que llenar el lugar con gente de confianza. Ella, con un mensaje a
quien la había dado el trabajo, su tío Ramón, quien era un directivo en la
compañía, se volvió la jefa oficial del sótano, tomando el control de quien era
mandando para allá. Expulsó a esos que se oponían a su poder y llegaron
malcriados de todas las áreas que se volvieron amigos entrañables para toda la
vida y, como cereza en este idílico sundae, nos subimos el sueldo. Misión
cumplida. Ahora sólo quedaba pasarla bien para siempre y eso fue justo lo que
hicimos. Pasábamos los días jugando juegos que venían en la computadora o
explorando el internet, echados en nuestras sillas, en paz. Todos los días, ahí
en el sótano diez. Una tarde, me asomé de detrás de mi monitor y vi que ella me
veía, su escritorio frente al mío. “Te quiero” le dije desbordándome de
sentimiento, “te quiero” me dijo ella y le salió una risa de emoción. “Lo
logramos” dijimos levantándonos y nos abrazamos, llorando como quien es
recatado después de estar mucho rato atorado, el resto de los malcriados
aplaudieron contentos. Nos casamos al siguiente julio, ya no éramos jovencitos,
y vivimos nuestra vida clase media despreocupadamente, entre risas y suspiros
de felicidad, libres de toda responsabilidad.