Monday, February 19, 2018

Mi Noviecita Malcriadita

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Fui a la iglesia a rezarle a san judas Tadeo. Llegué y casi me voy por el repele, el lugar estaba a reventar. “Voy a tener que esperar” dije haciendo berrinche y esperé sentando entre un montón de viejitas, oliéndolas descaradamente. Se desocupó por fin el santo que te veía desde arriba con cara de impotencia, “ni modo, mi hermano” parecía decía, pero yo era inmune a la resignación, por eso agarré un papelito a sus pies, escribí con muy linda letra manuscrita mi deseo, doblé el papel y lo metí en el buzón con mucho sentimiento, algo afeminadamente. “Por favor, por favor, por favor” dije ahí de rodillas, con la cabeza baja, los ojos cerrados y las manos juntas, deseando con todo mi corazón una malcriadita.
La secretaria del patrón fue a mi cubículo y me señaló, viéndome con desprecio “el patrón nos quiere a todos en la entrada, ¿oíste?”. La secretaria me odiaba porque yo era producto del crónico nepotismo que azotaba mi país, mi padrino me había conseguido el trabajo y como era un hombre importante, no me podían despedir y ya no sabían qué hacer conmigo. Yo soy un malcriado y lo que más odio en este mundo es pasarla mal, por eso, pase lo que pase, si la actividad que me encargaban implicaba aunque sea dos segundos desagradables, simplemente no la hacía y, cuando me venían a reclamar, los veía directo a los ojos diciéndoles “qué van a hacer, basuras”, por eso ya no me encargaban nada y por eso me odiaban en la oficina y si fuera por ellos me harían pedazos. “Atrévanse, animales” les decía con la mirada manteniendo la suya, “atrévanse y háganme el día” soy un absoluto villano, pero comprenderé totalmente cuando venga la revolución y me corten la cabeza.
Nos congregamos en la entrada, ansiosos de regresar a la nada espiritual del día a día, a esperar, viendo inexpresivos, a nuestros pies, como moría miserablemente la semana. Llegó por fin el jefe, un hombre de 87 años, un anciano terco que no creía en el retiro, decía que si no tenía nada que hacer la muerte vendría por él. Se paró entre la gente, parecía no vernos, pero de todas maneras dijo “ya me enteré que alguien se anda robando el papel de baño”. Me pateé, no era la primera vez que se llevaban el papel y siempre que pasaba me decía que era la mejor idea y ojalá se me ocurriera a mí, “para la próxima” me dije ya olvidando. El patrón, como de costumbre, nos amenazó con despedirnos a todos y se calló de repente, perdiéndose en sí mismo. Siguieron unos segundos de incómodo silencio que el viejo, viendo la nada con los ojos entrecerrados, llenó con una larga y aguda flatulencia que duró unos buenos treinta segundos. Acabó y todos se vieron entre ellos, una milésima y se pudo ver en sus caras al olor invadiéndolos. Yo no pude evitarlo y empecé a reír a carcajadas, me encantan ese tipo de situaciones. Luego, viéndome el único que reía, a nada de la tristeza, me acordé de mi deseo y justo en ese instante, a la distancia, se escuchó otra risa. Volteé con el corazón acelerado y, siendo descubierta por la gente que regresaba a su lugar, vi a una mujer joven, con mejillas coloradas, cabello castaño y grandes ojos color miel, ni gorda ni flaca, más baja que yo, riendo despreocupada. Nuestras miradas se encontraron, amor a primera vista, “vaya, vaya” dijimos, faltándonos el aire, los dos al mismo tiempo.
Veía a mi vecino de cubículo, asomado sobre la pared. El pobre tipo como de mi edad moría del estrés, jalándose el cabello, con las venas marcadas y de un tono purpura que me pareció muy lindo. Yo lo veía entretenido y fascinado con la capacidad de aguante de las personas que no son yo. “Toma tus cosas” se escuchó de detrás de mí, volteé y la secretaria del patrón me dio una caja de cartón, “ya era hora” le dije sin nada que meter en la caja más que un escupitajo. Tomé mi saco y fui al elevador. No me despidieron como creía, sólo me mandaban al sótano diez, el nuevo almacén para malcriados. “Bien” dije antes de un suspiro cuando sonó el “pip” del elevador, “el sótano maldito diez”. Se abrieron las puertas y justo frente al elevador, como bienvenida, se leía “abandone toda esperanza ese que entre aquí” y seguí las flechas por el laberinto de pasillos hasta una puerta roja de metal. “Estoy en casa” me dije antes de empujar la puerta y al abrirla y dar un paso, para mi sorpresa, ahí parada, la mujer de hace rato. Estaba a punto de salir cuando yo entraba. Nos vimos directo a los ojos, reconociéndonos, como dos extraterrestres de paseo por la tierra, éramos lo que siempre habíamos querido. “Quieres ir por un café” le dije, ya no bebía alcohol porque mi estómago era una ruina y una de cada diez borracheras me volvía un animal, “bueno, ok” dijo ella y nos fuimos temprano del trabajo.
Éramos insoportables y nadie nos aguantaba. No nos importaba nada. Teníamos sueños, pero no la paciencia ni la disciplina para alcanzarlos y pretendíamos ser más tontos de lo que en realidad éramos para salirnos con la nuestra y no tener que esforzarnos. Yo me veía en ella y ella se veía en mí y esa tarde, entre risas y ruidos, intercambiamos quejas que otras personas hubieran encontrado muy ofensivas, patéticas y mezquinas, pero nosotros entendíamos por completo el reclamo a la falta de perfección. Así hasta que cerraron el café y “ahora qué hacemos” le pregunté, nervioso, tenía mucho que no encontraba a alguien especial. “No sé” dijo ella, también inquieta. Traté de recordar todos esos momentos en lo que fantaseé con tener a alguien, pero no lograba acordarme de nada. “Ya sé” dijimos los dos al mismo tiempo después de estar pensando, eso nos hizo reír y, al callarnos, nos quedamos en silencio, viéndonos a los ojos, y no hizo falta decir nada más, entendíamos por completo el plan. Nos despedimos con un tierno beso y esperamos emocionados a que empezara el trabajo al día siguiente.
Llegamos con un gesto de locura. Nos íbamos a apoderar del sótano diez y no había nadie que pudiera detenernos, estábamos cerca del paraíso soñado y sólo un tonto se quedaría tranquilo, teníamos que jugar defensa para que nadie supiera que estábamos allá abajo y teníamos que llenar el lugar con gente de confianza. Ella, con un mensaje a quien la había dado el trabajo, su tío Ramón, quien era un directivo en la compañía, se volvió la jefa oficial del sótano, tomando el control de quien era mandando para allá. Expulsó a esos que se oponían a su poder y llegaron malcriados de todas las áreas que se volvieron amigos entrañables para toda la vida y, como cereza en este idílico sundae, nos subimos el sueldo. Misión cumplida. Ahora sólo quedaba pasarla bien para siempre y eso fue justo lo que hicimos. Pasábamos los días jugando juegos que venían en la computadora o explorando el internet, echados en nuestras sillas, en paz. Todos los días, ahí en el sótano diez. Una tarde, me asomé de detrás de mi monitor y vi que ella me veía, su escritorio frente al mío. “Te quiero” le dije desbordándome de sentimiento, “te quiero” me dijo ella y le salió una risa de emoción. “Lo logramos” dijimos levantándonos y nos abrazamos, llorando como quien es recatado después de estar mucho rato atorado, el resto de los malcriados aplaudieron contentos. Nos casamos al siguiente julio, ya no éramos jovencitos, y vivimos nuestra vida clase media despreocupadamente, entre risas y suspiros de felicidad, libres de toda responsabilidad.

Thursday, February 08, 2018

El Inútil

89

Guzmán estaba vestido de monja, comiendo empanadas, sentado, con cara de fastidio, en un camellón, rodeado de ruido y contaminación. La monja a cargo, la hermana Ruperta, llegó en rabia y le aventó en la cara, un montón de cambio. “Bueno para nada, estás despedido, sáquese de aquí”. Guzmán tomó su cambio y fue al cine a gastarse su poco dinero y luego regresó a su casa a echarse y ahí estaba echado cuando le habló su hermana. “Guzmán” le dijo ésta, preguntándose que qué estará pagando, qué habrá hecho en otra vida, seguro fue dictador y mató un sinnúmero de niños o algo. Como sea, tenía buen corazón y no podía dejar a su hermano inútil a la deriva. “Guzmán” le volvió a decir “te encontré trabajo en el laboratorio del sociólogo Herrara”, “dios te bendiga” respondió Guzmán, colgó, se paró con dificultad y fue.
“Estás contratado” dijo el sociólogo Herrera viendo con indecisión la cara gorda llena de pelucita que sólo el más indulgente llamaría vello facial, de Guzmán. “Tienes que grabar y tomar notas, ¿de acuerdo?”, “¡sí, señor!” gritó Guzmán poniéndose en posición de firmes, el sociólogo Herrera lo miró con desconfianza, había algo en Guzmán que le daba un mal presentimiento, pero su hermana lo recomendaba y era buena chica. El sociólogo Herrera no tuvo de otra que calmar la tripa aunque de ella había dependido toda su carrera. “Bueno, empecemos” dijo el sociólogo concentrándose por completo, olvidando a Guzmán y picó un botón. Frente a él, se abrió una ventana, descubriendo a un señor gordo con bigote a quien le fue aplicado un cuestionario sobre las guarradas que hacen los mexicanos al manejar. El sociólogo Herrara estaba muy interesado en descubrir y remediar los vicios que sufría su pueblo al verse detrás de un volante. Por eso, esa tarde, entrevistó a más de mil personas. Todas contaron una historia de tristeza, estrés y miedo que los empujaba a hacer idioteces en el tráfico. El sociólogo estaba seguro de que su investigación iba a ser un éxito y soñaba, mientras acababa de entrevistar al último sujeto, con el premio nobel. “Solucionaré el problema del tráfico” se dijo levantándose “ahora sólo falta transcribir los testimonios de los participantes…” y, viendo hacia adelante, saboreando ya la victoria, estiró la mano hacia su asistente que no ponía atención y veía embobado videos en su celular. “Guzmán, dame la grabadora”, “¿la qué?”, el sociólogo rió pensando que Guzmán bromeaba, “déjate de cosas, Guzmán, que esto es muy serio, el futuro de nuestro país está en juego, hazme el favor de darme la grabadora”, unos segundos de silencio hasta que el sociólogo volteó lentamente hacia Guzmán quien hizo cara de no saber de qué le estaba hablado. El gesto de Herrara fue cambiando de buen humor, a seriedad, luego confusión y por último pánico. “¡Guzmán, la grabadora!” gritó, agarrándolo de los brazos, agitándolo. Guzmán se acordó y luego hizo cara de ups. Herrera, desesperado, lo quitó, vio la mesa llena de envolturas y latas de refresco que tiró al suelo para encontrar por fin toda pegajosa la grabadora. El sociólogo, con tics yendo y viniendo por su cara, desgarrándosele el alma por el suspenso, con cara de dolor, regresó la cinta un poco, le puso play y hubo sólo desgarrador silencio. La regresó un poco más y de nuevo nada, otro poco y sonó Guzmán cantando la canción de la marimorena. “No… no puede ser” dijo el sociólogo bajando lentamente la grabadora, con la cabeza colapsando, volviéndose loco, “mi investigación” y se tiró al suelo a llorar. Guzmán lo vio con cara de incomodidad y pena superficial y después de ver unos minutos retorcerse al hombre de ciencia, se paró y regresó a su casa.
Le llegó un mail. “¡Ventas por Catálogo!” decía el asunto, “ok” dijo Guzmán y pasó por el catálogo y una hoja con la información de las mujeres que habían googleado “calzones” en los últimos meses y allá fue, con su primera clienta. Llegó a una casa ni chica ni grande, ordinaria por completo. Tocó el timbre y esperó. Minutos después salió una señora casi enana vestida con típico uniforme de las mujeres del aseo. “Venta de catálogo” dijo Guzmán y la profesional de la limpieza hizo un ruido gutural y un ademán para que la siguiera hasta un comedor donde esperó Guzmán, hojeando el catálogo de lencería femenina, a que llegara la señora de la casa que, después de media hora, llegó por fin. Guzmán, desde el primer momento de poner sus ojos en ella, no dejó de verla directamente a los senos, la mujer era una considerablemente voluptuosa. La señora no notó la mirada indecente y se sentó contenta junto a Guzmán a ver el catálogo. Estuvo unos minutos pasando las hojas hasta que la respiración ruidosa de Guzmán hizo que volteara hacia él. El descarado sacaba baba con cara de idiota, viendo sin ningún recato el pecho de la señora, “cristo, cristo Jesús” susurraba una y otra vez, pasando su lengua por sus labios. La mujer, aunque acostumbrada a que animales se le quedaran viendo, nunca se había topado con alguien tan sinvergüenza y se indignó por completo. La mirada, baba y respiración de Guzmán trajeron de regreso toda una vida de gritos obscenos y miraditas y la mujer no pudo más, le soltó una cachetada violenta a Guzmán, lo cargó de la parte de atrás de la playera y del pantalón y lo echó a la calle. Guzmán, sin inmutarse, regresó a su casa a echarse y ahí estaba echado cuando le habló su primo Marcelo.