Feliz Navidad, Basuras
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Era la fiesta de navidad de la
oficina. Me sentaron con los ñoños y “graciosos” o sea quienes nadie quería. “Lo que sea” le
dije a la señorita que me llevó a mi mesa sin ver siquiera mi boleto. Fui de los primeros en llegar al gigantesco
salón de fiesta. “¿qué bebes?” me preguntó la mesera “whisky y písale” le dije
sin verla creyendo que esto iba a estar peor de lo que sería en realidad,
así me pasa. Me trajeron un trago particularmente cargado, después de probarlo
volteé a ver a la mesera, ella me regaló un guiño. Me dio nervio que mi gesto
revelara lo mal que creía que me la iba a pasar. “ya sé” me dije y le di un trago
largo a mi whisky, con los ojos cerrados esperando alivio pero el alcohol ya no
hacía mucho, yo lo que necesitaba era escapar de la realidad e internarme en el
internet. “Ni modo” me dije y antes de que me diera cuenta ya habían llegado
todos y empezó la fiesta.
El jefe decía
algunas palabras, decía que se sentía orgulloso del trabajo que habíamos hecho
ese año, que si no fuera por nosotros no hubiera podido pagar su décima
casa, que sus millones significaban poco comparados con nuestras sonrisas y que
se sentía honrado de habernos organizado esa fiesta de navidad. Los ñoños de mi
mesa se veían entre ellos orgullosos, sabiendo que sin ellos la compañía se
vendría abajo. Acabó el jefe, todos aplaudimos con mucho ahínco, “yo soy un
jugador en equipo y a pesar de que crecí punketo, ahora en mi adultez, me he
tranquilizado” le dije a Joaquín, un señor que se creía muy gracioso, él me contestó
con su chiste favorito que había dicho un millón de veces ese año, “con que
sacando el mejor material temprano, eh” le dije riéndome de mi propio chiste,
él no entendió y brindamos “que así sea” y se oyó en el escenario a la
distancia instrumentos de viento. Como todos los años, contrataron a un
imitador de José Cristóbal, el cantante muerto que la gente simplemente no
olvida. “Hay seguridad en lo predecible” le dije a nadie en particular. Todos
miraban encantados al imitador, a mí me daba risa que en una sociedad tan homofóbica como la mía,
todos fueran tan aficionados de un cantante tan homosexual y ya me iba a poner
a hacer informal teoría social cuando mis pensamientos fueron interrumpidos por
una vuelta en el aire que dio el imitador. La gente aplaudió, gritó y se
emocionaron y yo, volteado en mi silla, en el peor asiento, me daba cuenta,
miraba envidiando al hombre que se alocaba libremente haciendo los movimientos afeminados de su ídolo,
en sus ojos se veía que se la pasaba increíble, el éxtasis de la actuación era
imposible de perderse. “Ay que padre” le decía con el cachete recargado en la
palma y el codo en el respaldo de una de esas sillas que rentas para eventos, a
Ramón, el ñoño #1 de la oficina, responsable del hacer 90% del trabajo. No me
escuchaba, veía hacia adelante, con una mueca de satisfacción, bebía licor
caro, se felicitaba por el buen trabajo que había hecho ese año. Yo exploté en
envidia otra vez, es el sentimiento que más siento y no me preocupo, lo malo de
la envidia es no reconocerla en uno mismo y luego actuar en ella. Suspiré y
regresé al imitador que tenía los brazos estirados hacia los lados moviendo
la cabeza rápidamente de derecha a izquierda con los ojos cerrados durante una
explosión de trompetas, oboes, saxofones etcétera. “yo también hice buen
trabajo” le susurré a Ramón, dándole la espalda. La canción había acabado y,
como era tradición, como pasaba todos los años, Adolfo, uno del corporativo, iba
a cantar. Adolfo era un gordito de 1.50, pelón, con lentes, que cantaba muy
bien y a la gente le gustaba ver a uno de nosotros destacar en algo. Adolfo fue
se paró en medio de la pista de baile con el micrófono en la mano y cantó una
canción original sobre su divorcio. Acabó llorando, todos aplaudieron y Adolfo
regresó a su mesa.
“Di que sí” me dijo Carmen
Patricia al invitarme a bailar. “yo no bailo esa basura” le dije viéndola a los
ojos, con desprecio. “Ay qué aguado” me dijo y se fue a bailar con otro. Yo
sólo quería beber jorobado sobre la mesa y esperar a que pudiera irme a mi casa.
Mi paciencia de ese año estaba por acabarse, ya no podía con la gente, ya no podía contestarles bien cada vez que me decían alguna pendejada, con sus chistes, con
sus comentarios, con lo bien que se la pasaban todo el tiempo y yo ahí, me
decía borracho, todo arruinado por una vida de malas decisiones. Estaba
cansando de aparentar, de sonreír esas veces que me sentía como un perro y
ellos siempre felices. “En fin” dije rescatándome de la caída infinita en el
pozo de la amargura y miré a mí alrededor para ver si alguien se la estaba
pasando peor que yo. Todo el mundo se la pasaba increíble, “mierda” dije y continúe con el paseo de la mirada.
Así, funestamente, encontré, sentada a unas mesas, a Anastasia,
una gorda horrenda; siempre me ha horrorizado su papada que parecía afearse más
con el maquillaje barato mal aplicado que usaba, la detestaba con todo mi
putrefacto corazón. Me le quedé viendo con asco, paralizado por la idea de que
algo tan feo pudiera existir. Me di cuenta demasiado tarde que había dejado mis
ojos sobre los suyos y que eso lo interpretó como una invitación para venir
a hablarme. “Oh no” susurré al pensar lo anterior, al darme cuenta de que venía
y, maldiciendo mi suerte, la seguí con la mirada hasta que esa cara monstruosa
con su mutante papada y sus cachetes, su piel arruinada, sus ojos de animal, su
peinado anticuado, todo ella ofendía mi sensibilidad, estuvo a centimetros
de mí, “oh el horror” le dije cuando giró sus rodillas amorfas hacia mí. “¡que
le vas a pedir a santo clos!” me preguntó haciéndose la graciosa, “una
chichoncita” pensé y por reflejo me recordé que no tenía nada que ofrecer emocionalmente. “Soy medio autista” le dije a Anastasia y bebí mi whisky número
quince. La tristeza me invadió y me fui a fumar un cigarro, dejando
ahí a aquella horrible criatura.
Como suele pasar, la gente de mi
mesa ya estaba regada, bailando enloquecida. De repente, se
calló la música y empezó el intercambio de libros. Todos a sus mesas. Como éramos
miles, duró demasiado. Después de mucho rato, dijeron mi nombre. La luz que
había estado cayendo sobre los que nombraban, cayó sobre mí. Ya estaba medio borracho, pero todavía todo en
orden, todavía podía pretender sin problema y participar con el gesto horrible que según yo era una sonrisa. Me paré deslumbrado, recorrí el salón de fiestas y llegué al escenario.
Un señor me dio un libro sobre quesos. “¿Quién te tocó?” me preguntó la organizadora
de ese circo, viendo a la audiencia, con una sonrisa falsa y yo saqué mi pequeño pedazo de papel arrugado, acerqué mi boca al
micrófono y leí “Guadalupe Riveiro". Explotó ruido a la
distancia y de la mesa de dónde provenía el escándalo, se paró una sexy
muchacha que fue corriendo, con la gente a su alrededor haciendo ruido, al
escenario. Sin verme si quiera, tomó la bolsa de regalo con un libro de cómo
decir groserías en japonés, me dio un débil abrazo y fue, haciendo ruido de
emoción, con la organizadora. Me quedé parado incómodo unos segundos, aturdido
por lo instantáneo que fue todo y cuando me vieron feo, me fui por fin y regresé
a mi mesa donde platicaban muy contentos. Me sentía extraña e increíblemente
cansado. Me dio curiosidad este novedoso malestar existencial. Me
sentía como envenado, envenado por la vida, por la dinámica,
por todo a mí alrededor y exploraba sin recato las ruinas dentro de mí, sentando,
inexpresivo, viendo la mesa y de repente acabó la fiesta. Nuestro jefe
inmediato fue a la mesa a despedirse y revisar que nadie se hubiera ido,
si él tenía que estar ahí, nosotros también. “Pueden irse” nos dijo cansado de
todo. “Genial” dije, súbitamente libre de pesadumbre, era hora de vacaciones,
quince días de rica pereza pura, no más esta gente, bendito el cielo. Me fui sin decirle adiós a nadie, salí a la
calle con un cigarrillo en la boca y me fui caminando en el frío de invierno, sintiéndome como
un boxeador después de una pelea particularmente difícil, pero al final triunfal, reconociendo que no
estuvo tan mal como había creído, las olas del azote ya no me hacían nada y
acababan tan rápido y súbitamente como habían empezado. Llegué a mi casa, me
bañé, me metí a mi cama asombrosa. “Feliz navidad, basuras” dije entresueños.