Wednesday, December 12, 2018

120 días de pompdoma (parte 5)

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Pompitas Alonzo, el escritor de cuentos cortos y mago inepto, era entrevistado en el canal cultural. Le preguntaban “oye, pompita, ¿qué opinas del actual fin del mundo? ¿eh?” “¿Qué opinas de los nuevos tiempos?”. Pompi miró a los entrevistadores e hizo una mueca. Él ya había notado que todo el mundo se había puesto muy apocalíptico últimamente, todos menos él, la vida le sonreía, las cosas iban de maravilla, ganaba por primera vez desde hace mucho, sentía cómo, por la emoción, se le aceleraba el corazón cuando abría los ojos cada mañana y, aunque ya no era un jovencito, la vida le brotaba como grasa de barro reventado en la cara de hermano con mala piel. Por todo lo anterior, Pompi iba a empezar a predicar, pero se detuvo porque qué pereza y, por cómo funcionaba su mente defectuosa, se activaron las ganas de hacerse el gracioso. Abrió la boca, pasó la lengua por sus seductores labios, saboreando la tontería que se le había ocurrido y, a menos de un segundo de sacarla, volteó hacia donde estaban las cámaras, ahí donde estaba parada Lupita, su representante/editora/mejor amiga/madre de sus ahijados quien restregaba el dedo gordo contra el dedo índice y el medio, señal universal del billete, recordándole que si decía eso que le brotaba de su cerebro afectado, jodería con el negocio y tendría que ser normal, cosa que nadie quería. “Ummm” dijo Pompi, un instante con cara de idiota, reiniciándose, y al siguiente ya estaba serio, listo para contestar eso que todo el mundo contestaba. Los entrevistadores escucharon la respuesta, decepcionados por no hacer caer al autor de cuentos como Tus Chichis Son Bombones del Paraíso y Bufete de Agujeros, y como cazadores desafortunados, bajaron la cabeza y sacaron un ruido de tristeza. No había por qué continuar con la entrevista. “Alonzo, vende lo que viniste a vender, órale” le dijeron, dejando de ponerle atención, y Pompi volteó directo hacia la cámara “nuevo cuento largo… ¡ahoraaaaaa!”. Se acabó la entrevista, se apagaron los reflectores y, sin decir adiós, se fueron los conductores. Lupita corrió hacia Pompitas y se dieron cinco. “Muy bien, Pompi, así se hace”, “¿qué sigue? ¿qué ahora?” preguntó el escritor número uno de su generación, “conferencia” respondió revisando su celular la única que había podido aguantar al más insoportable problemático emocionalmente inestable cabrón de toda la creación. “Genial” dijo Pompitas, aplaudiendo, saltando de la silla, lleno de energía y salieron, ganando, caminando seguros de ellos mismos. Rumbo al carro, el bendecido por los dioses de la literatura, se maravilló otra vez por cómo se siente vivir libre de pesadumbre. “Madre de dios, la claridad” le dijo a nadie, viendo por la ventana del carro, con la mente galopando por la pradera fresca del buen funcionamiento mental.

La conferencia tomó lugar en un pequeño teatro cerca de la casa de Pompitas Alonzo. El lugar estaba casi vacío. Había diez anormales interesados en lo que el autor de 120 Días de Pompdoma tenía que decir y diez despistados que nunca faltan que no sabía cómo había llegado ahí. Pompitas, media hora, balbuceó incoherencias y empezaron las preguntas.  Tomó el micrófono un gordo desalineado que se veía a simple vista sufría de depresión. Preguntó “Pompitas Alonzo, dame un consejo, yo también escribo cuentos cortos, pero no más no pego, llevo una vida escribiendo, pero a nadie le interesa, tengo miedo, estoy cansado y no sé cuanto más pueda continuar, me cuesta trabajo y me hace daño”. Pompi escuchó la pregunta desde el escenario, sentado detrás de una mesa, medio pacheco por el porro que se había fumado en el camerino, la única droga que seguía haciendo, la cerveza era cosa del pasado. “Umm” hizo Pompitas como de costumbre, tocado por la pregunta, identificándose, con las barreras de la autoestima levantándose, ignorando la compasión producida por su naturaleza y, en cambio, fingiendo dureza, apuntando con su revólver de idiotez al desafortunado que pensaba que todo ese circo era en serio, pero nada es, por eso Pompitas Alonzo se dedicaba al entretenimiento que algún tontuelo o dos podían llamar arte si querían, pero él no le tocaba decir si era o no porque no creía que nadie pueda autodenominarse artista porque si lo hacía, su arte dejaría de serlo, ¿cachan? En fin. Pompi, tétricamente serio, jalando el gatillo, respondió haciendo su voz más grave “hermano, tienes que abandonarlo todo y sólo escribir, no hacer otra cosa más que escribir, renuncia a tu familia, trabajo y amigos y siéntate a escribir como loco hasta que algo pegue, no hay de otra” respondió improvisando Alonzo. “¡Siguiente pregunta!”. Una señora se paró, tomó el micrófono y dijo “Mi hijo se volvió loco por tu culpa, leyó tus cuentos hasta que perdió la cordura por completo y se tiró por la ventana ¿cómo te atreves a escribir semejante basura?” “de algo tengo que vivir, señora, sabe de lo que hablo” y Pompitas paseó la mirada por el lugar para ver si alguien se reía y se cohibió al ver que nadie había encontrado su disque chiste gracioso; le rompía el corazón darse cuenta que no había llegado a ese éxito donde todo el mundo automáticamente encontraba gracioso lo que dijera lo fuera o no. “Lo que sea” dijo y “¡SIGUIENTE PREGUNTA!” gritó. Una mujer guapa y elegante tomó el micrófono. “Cristo” dijo Pompi, impresionado, a un volumen inapropiado, incomodando a todos los presentes, no hay lugar para la discreción frente a la presencia de semejante ángel. “Realmente no tengo una pregunta, sólo quiero que sepas que he leído todo lo que has escrito y he pasado todas las mañanas y todas las tardes memorizando tu obra” y se calló, ruborizándose, haciéndose millones de veces más hermosa, bajando la cara de la pena. Unos segundos de total silencio. “Argghhh” hizo Pompitas apenas pudiendo mantenerse en la silla, agarrando su pecho, inmediatamente enamorado, con la mente derritiéndose y los genitales ahí, pero en el fondo, de extras, el corazón era el protagonista. “Hasta nunca, soledad” dijo el autor, sonriéndole a la joven quien después de escuchar esto, levantó la cabeza sonriendo también y se vieron lo que pareció una eternidad, cayendo.

Hace muchos años, Pompitas escribía todos los días, apilaba cuadernos forma francesa en su cuarto sin ventanas en la casa de su abuela. Desperdiciaba su juventud fumando, tirado en el verde y suave pasto, viendo el súper cielo azul, acariciado por el sol, pensando en cuentos, de repente carcajeándose. Una tarde, regresó a la casa de su abuela y la encontró en la sala, con uno de sus cuadernos en las arrugadas manos con sus decrépitos dedos atascados de anillos, leyendo. “Oh no” se dijo el joven Pompitas, temiendo abuso emocional, inseguro por una vida sin palabras de aliento. Tímido, se acercó a su abuela y se paró a un lado. Cerró los ojos e hizo cara de esperar un fuerte certero puñetazo directo al corazón. “Nada mal” le dijo su abuela “ya sabía yo que no eras tan bueno para nada”. Pompi, no pudiendo creer, sonrió con ganas de llorar. “Quiero que me leas tus cuentos, oíste” y así, desde esa tarde, Pompitas, después de comer, le leía, sentados en la sala, lo que había escrito ese día a su abuela que fumaba cigarro tras cigarro, rodeados del silencio de la tarde, con la ventana abierta, las cortinas volando y el aire fresco del pueblo entrando dulce y fresco. Pompitas siguió leyendo otros diez meses hasta que un día de invierno particularmente frío, encontró a su abuela muriéndose en su cama. “Léeme, inútil, léeme en lo que me muero” le dijo su abuela viéndolo con su dureza característica, ni la muerte podía con ella. Pompitas asintió decidido, tenía el cuento perfecto, uno que había escrito hace mucho, ideal para ese momento, se titulaba Ahí Nos Vemos, Vieja Desgraciada. Pompi fue por él y se lo leyó llorando a su abuela muerta.