Monday, June 12, 2017

Clima de Retraso

79

Beto se miraba las palmas de las manos, temblando, en pleno ataque de ansiedad. Pasó una mano por la frente, la otra por la nuca, se limpió el sudor en los pantalones y miró hacia adelante, tragando saliva, juntando valor. La vida es dura decía el tatuaje en el antebrazo izquierdo que le recordaba la naturaleza de las cosas. “oh no, oh jesús” repetía ante la muralla de responsabilidad y las inseguridades gritaban, le decían “basura, vas a fracasar” y Beto, con la vieja computadora en su cráneo a punto de ser superada, las espantaba al mismo tiempo que revisaba la no muy grande lista de cosas que necesitaba para triunfar. Corría enloquecido de acá a allá sin realmente ir a ningún lugar. Se obsesionaba con tonterías, renunciaba, volvía a empezar. En ese punto en su vida, estaba en una encrucijada de la cual no podía escapar. “Es hora de la acción, ahora o nunca, se acaba el tiempo y los frutos del árbol de la vida se pudren con cada segundo de indecisión”

 “Cómete un pan” decía la abuela demente, “cómete un pan, Betito” y la abuela bailaba con el dedo hacia el techo, con una mano en la cadera, moviendo trasero, vestida siempre en pijama, siempre en bata, siempre en pantuflas. Beto se tomaba leche con chocolate y miraba, en un plato con patos en los bordes, frente a él, la concha vieja llena de moho que había salido de la basura de los vecinos, los Artiaga o los Archundia quizás. En un parpadeo, la octogenaria corrió hacia la mesa, la golpeó con las palmas y acercó mucho su cara a la de Beto. “Cómete un pan” le repitió la anciana desconectada, “cómete un pan” y rechinaron los dientes un escándalo. Beto, que era más bien un cobarde, cedió y comió la concha echada a perder. La acabó y miró hacia el futuro, “hay verdaderamente un clima de retraso” dijo, reflexionando, empezando a descender en el efecto de los hongos, internándose en la alucinación de las cosas. “¡bip bip!” sonó a la distancia, era Guzmán, el compañero de trabajo de Beto, hora de ir a trabajar. Beto, por reflejo, con el cerebro afectado, viendo las cosas deshacerse, se paró y fue. La abuela “verdaderamente hay…” dijo asomada por las cortinas “… un clima de retraso”.

Desde el cielo sonaban tambores rápidos y duros, anunciando el inicio de la aventura. Beto, recargado contra la puerta del viejo carro que parecía deshacerse con cada vuelta de las ruedas, miraba hacia arriba y, como miles antes de él, imaginaba a un dios cruel que lo miraba con desprecio y que le decía con la mirada fría y penetrante que era un incompetente. “Verdaderamente” dijo Beto intimidado, acomodándose en el asiento justo a tiempo para que le vibrara el teléfono. Era su novia Margarita. Margarita como siempre lo regañó por algo. Le decía que lo iba a dejar, que no tenía suficiente ambición, que le echara más ganas a la vida y Beto iba a defenderse, pero además de ser cobarde, era un calenturiento y justo cuando le iba a decir que lo dejara tranquilo, el enorme trasero de Margarita apareció en la pantalla mental, el olor de su culo, las nalgas en su cara, oh el animal adentro, amplificado por los cultivos en el pan, vuelto loco por la lujuria, abortó cualquier intento de defensa a la dignidad y Beto, derrotado, se quedó callado, tomando el incesante reclamo, sabía no había oportunidad de triunfo, nadie iba a ganar nada y todos perderían si se atrevía, se acordó de la soledad, la volvió a sentir y “verdaderamente” le dijo a Margarita antes de colgar. Sin saber qué hacer o decir, en un barquito sobre las olas de la alucinación, miró la placa del carro de adelante que decía “MU3RT3 D35TRUCC10N” y esperó a que todo pasara, a que regresaran las cosas a la normalidad, a que por favor, por el amor de dios, parara la molestia.

La abuela, mientras Beto estaba en el trabajo partiéndose el lomo como un animal, exploraba el internet, se enteraba de los últimos sucesos, de la vanguardia en la moda, de las canciones que los jovencitos bailaban enloquecidos en su frenesí hormonal. Ponía su cara muy cerca al viejo monitor lleno a los lados de estampas de estrellas del básquet bol nacional, y llenaba su descompuesto cerebro de todo lo mejor y peor que tenía que ofrecer el ciberespacio. Ese día en particular, la abuela investigaba sobre organizamos que se meten al cerebro y lo hacen a uno hacer locuras, fáciles de encontrar en los jardines entre el ecuador y trópico de cáncer. De ahí, gracias a los misterios de la red, fue al chat de un grupo radical que decía que el mundo se había acabado y que nadie había avisado. “Verdaderamente” susurró la abuela impresionada, reconociendo la envergadura de esa ventana a todo el conocimiento de la humanidad, y en el fondo, rimas y ritmos invadían el silencio de la mañana, el hip hop coloreaba el instante con una gama de colores extraordinaria. La abuela fue radicalizada por el grupo y la reclutaron para que explotara con la estela de luz, un monumento a la corrupción gubernamental. La vieja demente volteó hacia el futuro y repitió lo que llevábamos diciendo todo este cochino tiempo “hay, hay, hay”. Después fue a su diminuto jardín con pala en mano en busca de esas microscópicas criaturas, estaba lista para cumplir con su destino, sólo necesitaba un empujón bacteriano. Recogió un montón de tierra al azar llena de, ella esperaba, las criaturas, se la comió sin pensar y fue a ponerse su vestido y suéter de viejita favoritos porque estaba lista, lista para empezar el fin.

“Sólo escucho música que salió este año” decía Guzmán viendo de reojo si Beto se impresionaba, pero éste no decía nada, sólo veía el tablero con tristeza, con el viaje de los hongos convertido en un desfile de responsabilidades y preocupaciones. Tenía que hacer esto, tenía que hacer lo otro y sentía en el centro de su alma el ardor de la mortificación. No hay libertad, no hay buenos ratos, no hay escape y se miraba las palmas, con el ataque de ansiedad intensificado. “Cómete un pan” retumbó en su cabeza y maldijo a su abuela. Sabía lo que tenía qué hacer, la respuesta llevaba mucho frente a él. “oh no, oh dios” repetía con la muralla de responsabilidad a un lado y el abismo de la absoluta incertidumbre al otro, sin escapatoria. Con el cerebro ya completamente trastornado, imaginó un rifle en sus manos, reconoció que la lucha absurda, la revolución contra todo y contra nada, no podía continuar, pero tampoco lo podía dejar caer, tenía que entregarse o echarse a lo desconocido. “Beto” dijo Guzmán, viéndolo espantado, cuando el tráfico le permitió verlo bien, “qué tienes, qué te pasa”. Beto giró la cabeza hacia Guzmán y, con las pupilas ocupado todo el globo ocular, dijo lo que todos ya sabemos, dijo lo que llevamos diciendo todo este cuento “¡HAY!” gritó Beto descompuesto y alarmado, a la cara derritiéndose frente a él, “clima… clima de retraso” acabó con un susurro, con la decisión tomada, sabía perfectamente cuál era su siguiente movimiento. Guzmán hizo cara de molestia, desacostumbrado a que la gente dijera cosas que no dice todo el mundo, “equis, Beto, equis” dijo Guzmán subiéndole a su música exclusivamente del año en curso.

La abuela salió de su complejo habitacional por primera vez en mucho tiempo, odiaba a la humanidad, pero más que nada le temía. Paró la micro que decía “estela de luz” y allá fue, a las profundidades de los intestinos del leviatán que es la ciudad de méxico. En el camino, la abuela de buen humor, miraba las calles con gente yendo y viniendo atareada, sentía el sol en la cara y al viento de la velocidad mover sus arrugas y grises cabellos; imaginó a esos en sus oficinas, ocupados, estresados, lidiando con cosas con las que ella nunca tuvo que lidiar, bendijo su suerte, pero inmediatamente después se le amargó el rato cuando se acordó el porqué de todo. Su difunto marido, el abuelo del Beto, un verdadero ojete, chapado a la antigua, total cavernícola, la mantuvo cuarenta años y durante ese tiempo, la abuela fue sometida a todo tipo de abuso. Para encontrarle sentido a la cosas, se metió a estudiar psicología por correo. Acabó con promedio de diez y, mientras era lanzada de un lado al otro del cuarto, supo qué pasaba por la cabeza de su marido. La abuela analizaba y detectaba los males que operaban en la trastornada mente de ese hombre que, después de meterle severa golpiza, se echaba en su regazo a ponerse a llorar, a reclamarle haberlo obligado a hacer lo que le hizo. “Verdaderamente” dijo por primera vez la abuela ensangrentada, con la cara hinchada, el labio roto, el ojo cerrado, hace años, con su diploma enmarcado en la pared. El martirio acabó una noche que el abuelo esperó a que Beto bajara por su usual aperitivo nocturno. Beto, con sólo 8 años, vio a su abuelo dispararse en la sien con arma de exagerado calibre, volteó hacia la ventana, vio el cielo, reviso el clima y reconoció. La abuela terminó de recordar justo a tiempo, el epitome de la corrupción aparecía a la distancia. “¡ESTELA DE LUZ!” gritó el chofer con el mejor mullet de la historia. La abuela saltó del transporte en movimiento y se preparó para darle significado a su vida.

Beto y Guzmán salieron del tráfico y fueron a esperar en la fila para entrar al estacionamiento del corporativo donde trabajaban. Mientras esperaban, el efecto de los hongos acabó y Beto se acordó de sus detalles personales. “oh no, oh señor” se dijo al terminar de checar su pasado, superando la cobardía, lleno de valor. No podía más, era hora de la acción, era hora de agarrarse los testículos y lanzar los dados, cruzar los dedos, creer en todos los dioses. Abrió la puerta y salió corriendo. Corrió por la calle hasta que sintió que sus pulmones estaban en fuego, escupió una flema del tamaño de perro chihuahua y se dio cuenta que había, ahí a lado, una estación de metro a la cual entró y, sin pensar dos veces, con el corazón enloquecido, se subió al tren que abrió sus puertas justo en el instante que llegó al límite de la plataforma. El destino. Y allá fue, sentando en el vagón casi vacío, con un pordiosero como único otro pasajero. El vagabundo veía directamente a Beto, oh la libertad del realmente libre, le hacía caras y ruidos, con sus ojos de desquiciado, seguramente bajo el efecto de alguna droga que le recordó a Beto la concha que se había comido esa mañana y se preguntó el cómo. Sabía por su adolescencia punk que el moho no producía los efectos típicos de los hongos mágicos y ya totalmente en sus cinco sentidos, desde las profundidades de su memoria, se escuchó “muuuu muuuuuu” y se acordó que a su abuela le daba por juntar la caca de la vaca de los Archundia y no pudo evitar sonreír tiernamente, “verdaderamente” le dijo al vago que se hacía pipí en sus jeans extrañamente limpios y nuevos, y se acordó de su leche con chocolate. Su abuela lo había drogado y no había tiempo de analizar eso más a detalle porque había llegado a su destino.

Unos jovencitos guapos y sensuales vestidos como los ricos se imaginan se visten los pobres, esperaban posando en la explanada de la estela de luz. Tenían una mochila llena de explosivos y un detonador que uno había robado de la compañía de su padre. Llegó la abuela acalorada, desacostumbrada a tanto movimiento. Se saludaron, intercambiaron fingidos comentarios amables y cuando ya no tuvieron más que decirse, para no prolongar la incomodidad, se pusieron manos a la obra. Repitieron su cansado discurso mamón sin sentido, uno habló sobre el sufrimiento de los pueblos indígenas, entregaron la mochila y se fueron sin más. La abuela, ya totalmente desinhibida por los horrores microscópicos, olvidó por completo a los jóvenes idiotas adinerados, se puso la mochila y se metió a la estela de luz que estaba llena de turistas. Desalineada, sudada, con mechones de pelo bailando al ritmo del aire acondicionado justo sobre ella, miró a su alrededor. Si algo odiaba en esta vida eran esos que visitaban su ciudad, oh todo ese tiempo que pasó quejándose de la gente que entorpecía el tráfico, que llenaban los lugares a los que ella jamás iría, que se expresaba molestamente con sus frases raras. “Es hora” susurraron las criaturas ya con desagüe y alumbrado en el cerebro de la anciana que lo único que quiso fue importar y babeaba por la idea de que sus sueños más añorados estaban a punto de hacerse realidad. “¡Está con madre!” gritó un niño gordo con demasiado producto para el cabello comiendo chicharrones, “clima de retraso” le dijo la abuela con desprecio y accionó la bomba. La estela de luz se vino abajo y cayó sobre una pipa de gasolina que explotó e hizo explotar a los cientos de carros a su alrededor, ocasionando una reacción en cadena que llegó hasta el zócalo, llevándose a miles en su camino. El fuego subió hasta la bandera que se quemó lentamente y las llamas de la abuela siguieron hasta consumir la ciudad entera.

En la oscuridad del descenso hacia la incertidumbre, Beto pasó y dejó atrás todas las razones para lanzarse. Caía, bajaba rápidamente, con su misantropía desapareciendo, abriéndole el paso a la paz, a la tranquilidad, a una nueva vida. ¿Qué pasará después? nadie sabe, la naturaleza de lo desconocido, de la aventura; empezaba la celebración, con el corazón a punto de explotar y una idea brilló ahí en la negrura, lo aprendido durante todos esos años de joda y lucha contra el mundo y sí mismo, se descubrió y Beto reconoció que eso realmente no era un escape, su ida no tenía nada que ver con las cosas que no podía evitar rechazar, su movimiento era algo positivo, la independencia del pasado era un medio, no el fin, la meta era buena y el alquitrán de la negatividad en su actitud fue desapareciendo hasta que quedó totalmente limpia, empezaba libre, listo para lo que sea. Viva la libertad, viva los sueños decía el tatuaje en el antebrazo derecho y terminó de caer. Levantó la cara y vio el cielo, sintió el acogedor calor de una nueva etapa, la luz refrescante de un otro clima. Inhaló ese nuevo aire, contemplando con sentimiento la oportunidad que se extendía ante él, y fue a luchar, a seguir adelante, a aprovechar su vida, a que valga la pena la muerte.