Thursday, June 20, 2019

Y El Drama También

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Me cortaban el pelo. Un mechón aquí y otro allá. Todos los primero del mes desde hace como cinco años iba a que me dejaran guapo y de paso desparramar el contenido de mi mente. La gente normalmente plática con sus peluqueros, pero yo… yo no… yo entrego monólogos sin fin. Desde que me ponían la manta esa de plástico hasta que me enseñaban la parte de atrás de mi cabeza, no me callaba. Hablaba sin recato, dejaba correr el flujo de mi conciencia. Quién sabe qué tanto decía. De seguro pura locura porque ese día, después de hacer su excelente usual trabajo, el peluquero en turno Rodolfo me dio una tarjeta. Era de un amigo suyo que limpiaba el cerebro de los dementes anormales hijos de perra. La terapia y las drogas sirven, sí, pero para los casos extremos y urgentes, el método que mejor funciona era el del amigo del peluquero, el lavado de cerebro. “Ok, gracias, supongo, Rodolfo” le dije al tomar la tarjeta, confundido porque según yo, yo era un tipo excelente. “Qué raro” dije al salir con increíble corte de cabello, tirando por ahí la tarjeta, yendo hacia las afueras del pueblo.

Necesitaba un poco de consuelo, estaba angustiado por el montón de tabiques mentales que me acababan de caer. Fui a la casa de mi novia la Shiori. Su casa y las de sus vecinos eran de esas típicas de cualquier suburbio. Toqué el timbre y esperé fumando, sentando en los escalones que daban al pórtico, viendo a los vecinos de enfrente ensayar una coreografía genial. Estaba acostumbrado a esperar, ella tenía cero noción del tiempo, de repente se desconectaba del mundo y solía tardarse horas. Al principio de nuestra relación, desesperado por la espera, me asomé por la ventana de su cuarto y la vi sentada frente su tocador, desnuda, abstraída cepillando su precioso largo cabello negro. Esta vez pasaron dos horas y por fin salió. La noté alterada. “¿Qué pasa, preciosa? Dime qué tienes” y ella, llorando, moviéndose erráticamente, me dijo que ya le habían dicho que yo andaba por ahí haciéndome el gracioso cuando no debía, que era un hablador y que le faltaba al respeto a nuestra relación a la primera oportunidad. “Mentiras” le dije. Ella me dijo que me fuera, que tenía que investigar. Sólo eso me faltaba. Pero no podía detenerme, tenía un compromiso con mi linda prima la Betty.

La prima Betty y yo estábamos sentados en una de las mesas de afuera de la pastelería número uno de nuestro pueblo, estábamos comiendo pastel. “Yum” nos decíamos al unísono, asintiendo, hasta el harto de contentos, metiendo un pedazo de pastel en la boca del otro. Terminamos la primera ronda, esperábamos la que seguía y “Betty” le dije viendo sus primorosos cachetes llenos de chocolate “tengo miedo… tengo miedo de que la gente piense que soy un anormal, Betty… ayúdame, me hace daño”. Betty primero me vio sorprendida, luego se puso pensativa y un segundo después me veía seria como problemas con la mafia. Tiró los platos y cubiertos de la mesa y se acercó a mí; me tomó la mano y, viéndome con compasión, directo a mis ejemplares envidiables ojos, me dijo “me daba miedo decirte, pero efectivamente eres el cabrón más anormal del mundo”. “Cristo, Betty, cristo” le dije, reprochándole el daño a mis sentimientos, echándome para atrás en mi silla, exhalando por la boca en señal de indignación. No podía creerlo. Yo que me creía tan funcional, tan adaptado. “No lo creo, no lo creo, no lo creo” grité una y otra vez, moviendo la cabeza de un lado a otro. Me detuve, abrí mucho los ojos y dije con voz gutural “NO LO CREO” y me fui corriendo, gritando calle abajo, agitando los brazos, en dirección al bar #1 del pueblo.

Estaba inclinado sobre una mesa en el fondo del bar vacío, un tanto escondido en la oscuridad, con una cerveza burbujeante en frente. “Yo te quiero” le dije a Shiori por teléfono, “eres la única para mí”. Le había enviado mil mensajes, pero ella no contestaba. Estaba algo preocupado, qué fastidio perder a la única mujer que había querido. “Dame una oportunidad”. Ella no decía nada, sólo se oía su respiración y de vez en cuando un sollozo. “Yo te quiero, tienes que creerme” y le di un largo trago a mi cerveza. El calor estaba duro y yo tenía el hocico echando llamas, había necesidad de tantita frescura en forma de una cerveza tan fría como mi madre. “Nunca he querido a nadie más” le decía con la cabeza echada para atrás, con los ojos cerrados, sintiendo el alivio del alcohol. Mis pies se despegaron del suelo y empecé a flotar. Me quedé suspendido en el aire, pero quería seguir subiendo. Tomé mi tarro y bebí y bebí, con cada trago elevándome más. Estaba ya a una altura considerable cuando de pasada me acordé de Shiori. Aturdido por el placer, puse el teléfono contra la oreja y escuché reclamos “eres un sinvergüenza, un bueno para nada, ¿Por qué me tratas así? No tienes respeto por nuestro amor”. No podía con ella así que colgué y seguí bebiendo.

El chiste es divertirse, ¿ven?, tomar a la vida de un mechón de su sucio cabello, menearla hasta que chille y salir adelante, ¿ven?, no parar nunca, ni un segundo, empujar, para adelante, para arriba, ¿ven? sin fijarse. Beber cerveza y pedorrearse. A la mierda la opinión del mundo sobre mí. Anormal o no, me tenía sin cuidado. Era mi filosofía. La repasaba peinando mi muy bien cortado cabello. Le eché un poco más de agua al peine y, viéndome en el espejo del asombrosamente limpio baño, acomodé un mechón que se rebelaba. Todo en orden, regresé a mi mesa donde me esperaba mi amigo Arturo. Le dije “ahora entiendes mi problema”, él me vio, conociéndome, sabiendo que si me hacia enojar el flujo de cerveza se detendría. “Supongo que la única solución es… beber más” y me dio un papel arrugado con un dibujo de una cara inexpresiva. “Ay, Arturo, me conoces tan bien” le dije, reclamando con la cara correspondiente, lo bribón que era. Nos dimos cinco, tallamos las palmas, pasando locuazmente la lengua por los labios, saboreando el abuso. En nuestros ojos ese brillo especial de las vacaciones existenciales. Con permiso, hasta luego, que ya llegaba otra jarra. “¡Salud!” gritamos chocando nuestros tarros en la oscuridad del bar, esa soleada tarde de martes, idílica, perfecta para salir, pasear, hacer deporte, ser sano, enamorarse, participar, ser un miembro del mundo, sacarle jugo a la vida. Nosotros estábamos listos para encerrarnos y dejar correr la idiotez alcohólica.

Quien sabe cómo desperté. Por suerte estaba en mi cama, echado boca abajo. Sentía toda la resaca. Olas de asco chocaban contra el peñasco de mi panza. “Madre de dios” dije detectando mi asqueroso aliento. Estaba hecho una completa ruina. “Sólo eres bueno para hacerme sufrir” se oyó de todos lados, espantándome. Shiori estaba sentada en una silla junto a mi cama. Con las piernas cruzadas, fumando un porro, me veía con desprecio. “Las cosas no pueden seguir así” me dijo, parándose. En sus ojos había una seguridad contraria a su usual desquiciado carácter. Estaba seguro de que sus amigas la habían puesto en mi contra. Yo no podía con eso ahora, sentía toda la mañana después. Iba a decir algo, pero la amenaza del vómito era considerable, cuidado, me decía, cuidado. Shiori se cansó de esperar a que hablara y no segura de qué hacer fue hacia la cama y se sentó en ella. “Dime si todavía me quieres” me dijo, vulnerable, superando la influencia de sus amigas. “Yo…” y vomité. Un segundo de parálisis temporal. No sabíamos qué hacer o decir, sólo contemplamos la mancha asquerosa en mi pecho, mi regazo y mi cama. Por fin, me vio a la cara, horrorizada. Iba a bromear que eso era lo que opinaba de ella, pero no tuve chance, antes, salió corriendo, llorando, gritando “esta es la última vez, la última vez, la última… “. Me quedé ahí sentado, haciendo berrinche porque tenía que lavar mis sábanas.

Shiori me cortó por mensaje de texto. “Hasta nunca” me escribió. Yo, cansado, fui a mi teclado junto a la ventana abierta que daba a una vista increíble. Hacía muy buena mañana en mi pueblo a las faldas de una montaña. Qué delicia la frescura. Inhalé el aire limpio y fresco que al entrar me daba los ánimos que necesitaba. Estaba triste, tenía que buscar una novia nueva, tarea un tanto difícil porque la mayoría de las mujeres en el pueblo me odiaban. Estaba en serios problemas, era adicto al químico producido por el coito frecuente y el suministro se había acabado de repente. No me sentía muy optimista y me preparé para lo peor. Traté de convencerme que el fin mi noviazgo era lo mejor. Como quien acaba una guerra la cual ganó, pero lo costó y le costará mucho. Viva la independencia quería decir, pero sabía que dentro de poco estaría molestando a Shiori para que regresara conmigo. Como sea, en ese momento, prendí el teclado y, como drogadicto al que se le ha acabado la droga y tiene que convencer a un dealer irracional y voluble que le dé un poco más, toqué y toqué y toqué, sublimándolo todo, exprimiendo la jerga que es mi alma, dejando salir el agua puerca, sintiendo demasiado.

A SHIORI TSUKADA Y CARLY RAE JEPSEN