Pantistlán
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Margarita “Bombón” Gutiérrez
tenía una tienda de ropa interior femenina en el metro Pantitlán. Iba todos los
días, hacinada, en la micro, descendiendo a paso hipnótico de la verticalidad,
rebotando hacia el laberinto que es el metro, adentrándose en las entrañas de
la ciudad, llevándose el rutinario fuerte codazo a la barriga o cara,
preguntándose el sentido de todo entre caras inexpresivas de resignación
absoluta, experimentando no examinada angustia existencial por desperdicio de
vida, hasta llegar por fin, impregnada de mil olores, algo masacrada, exhausta
a pesar de que acababa de empezar el día, a su tienda no chica ni grande que le
había dejado su tía quien murió aplastada al final de una particularmente
intensa clase de tap durante el terremoto del ‘85. Bombón, además de vender pantis,
se dedicaba, en parte por las risas, en parte por el reto, más que nada el
aburrimiento, a practicar ginecología sin licencia. En la trastienda, donde
sólo cabían una silla y un banco, hacía procedimientos ginecológicos. Había
aprendido todo lo que necesitaba de un viejo libro de texto que un doctor
frustrado dejó en una de esas librerías que hay en algunas estaciones. Al
principio nunca le pasó por la cabeza poner en práctica lo aprendido, pero un día,
al terminar de leer el súper práctico manual en males de la vagina de cubierta
a cubierta, luchando contra y venciendo la amenaza de hipocondría, levantando
la vista de la contraportada, sintiendo confianza en ella misma, con ganas
juguetonas de ponerse a prueba y acabar final y tristemente cayendo en cuenta y lamentándose
de que lo más seguro era que nadie se prestaría para dejarla practicar, una
señora, bendita la suerte, fue a derrumbarse fuera de su tienda. Bombón, al ver
que la multitud la ignoraba y temiendo que tener a una ahí tumbada, tapando la
entrada, fuera malo para los negocios, acudió en su auxilio de mala gana. La
señora estaba empapada en sudor y temblaba debido a peligrosa fiebre. Se
lamentaba, señalando sus genitales, “me duele, me arde” chillaba. A Bombón se
le fueron abriendo lentamente los ojos y una mueca de emoción fue apareciendo
en su boca, al darse cuenta de la oportunidad dorada, ¡era hora de la
ginecología!. Arrastró, revisando que nadie la viera, innecesario en verdad
porque aunque la viera el mundo entero sería difícil encontrar a alguien que le
importara, hacia la trastienda, donde dejó a la señora tirada en la oscuridad
agitándose como teléfono con la vibración a todo. Corrió con su vecina, que
vendía artículos para la minería, pidió prestado una lámpara de esas que van en
la cabeza, fue con mucha prisa a objetos perdidos donde juntó los instrumentos
que creyó necesarios y, luchando contra los nervios, dominando la emoción, regresó
a “Pantistlán”, a internarse, lista para todo, en la oscuridad de la
trastienda.
Con mucho esfuerzo, sentó a la
mujer en una silla, le bajó los pantalones a la pobre que alucinaba un
escándalo hablando en lenguas y Bombón se sentó en el
banco, prendió la luz en su frente, se frotó las manos y echó un vistazo sólo
para ser golpeada directo en la nariz por el brutal asco producido por el olor
a pescadería abandonada desbordándose de podredumbre. Escapó al frente de la
tienda, vomitando sobre una caja de pantis nuevas. Terribles noticias y pensó
en qué hacer; a pesar de haber trabajado toda su vida en la ciudad de México,
nunca había encontrado semejante olor. Fue de aquí a allá unos segundos hasta
que se le ocurrió la respuesta y regresó a la
improvisada sala de operaciones con un apestoso puro quemándose en su boca,
inhibiendo así el sentido del olfato. Volvió a sentarse ahora seria, con actitud
profesional, y se puso manos a la obra. De inmediato, con dos dedos en el mentón,
asintiendo, diagnosticó apocalíptica infección vaginal y con un cuchillo de
carnicero, un tenedor de plástico, masking tape, agua oxigenada y todo un kit
de diferentes pomadas, empezó a trabajar arduamente. Trabajó en la infección,
cortando aquí, untando allá, picando arriba y abajo, y mientras operaba se dio
cuenta de que la crisis existencial desaparecía, que el temor al desperdicio de vida había
sido remediado, animándose más y más, despidiéndose de la depresión y cansancio
espiritual, hasta que, renovada, terminó, reconociendo que no había más qué
hacer. “Sólo queda esperar” dijo algo nerviosa, pero con esperanza, viendo a la
mujer desmayada, alumbrada por un débil foco viejo, y Bombón apagó la luz para
dejarla descansar y fue a esperar, sentada viendo fijamente uno de los estantes
con linda ropa interior de mucho estilo, tratando de mantenerse optimista.
Pasaron las horas y, cerca de cerrar, fue a revisar a la paciente. Segura de
que la operación había sido un éxito, con ánimo y buen humor, prendió la luz.
La mujer estaba inmóvil con los ojos abiertos, en posición engarrotada de sufrimiento, viendo con un gesto de horror el
otro mundo. “Ay mamá” dijo Bombón, persignándose tanto que se dejó un moretón
en la frente, uno en la boca del estómago y uno en cada hombro. La señora
estaba muerta y ahora hacía cola para entrar al infierno. Decepcionada,
lamentando su fracaso, lentamente, la dejó ahí y, desganada, cerró la tienda y
emprendió el largo trayecto a su casa. “No puede ser” decía ahí apretada entre
la gente, viendo a un niño lamer un tubo del metro. “Maldita vida, maldita
suerte” dijo con antojo de sentir lástima de ella misma, pero antes, porque
tenía carácter, Bombón decidió no desanimarse, con las fuerzas de regreso,
aprovechó el camino para repasar lo que había hecho, buscar errores y se dijo,
ya en un ángulo de 85°, cerca de su casa, que seguiría practicando para un día
ser la mejor ginecóloga de toda la estación Pantitlán. Así, Margarita “Bombón”
Gutiérrez continúo y continua practicando ginecología en la trastienda de su
expendio de pantis.