Saturday, August 18, 2018

Veneno En El Aire

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Norma ponía sus fosas nasales a prueba. Se abrían, se contraían, se volvían a abrir. Un relajo. “Pero qué haces, Norma mi vida” le preguntó su abuela que llevaba media hora viendo a su nieta parada en la azotea, no más respirando, metiendo el contaminado aire de la capital en su firme y juvenil cuerpo. Norma volteó sobresaltada, la abuela seguramente fue ninja en otra vida. “Ay abuela” dijo Norma tomando a la anciana de la mano, entrando a la casa, “quiero acostumbrarme a la ciudad, quiero volverme inmune... inmune al veneno en el aire”. “Ayyy” hizo la abuela viendo desde su metro veinte a la hija de su hijo, que medía uno setenta, “no te hagas daño, chamaca, ¿pa que te quieres acostumbrar a la porquería?”. Norma no más sonrió, esperando que la abuela descartara todo como simple tontería pasajera, escondiendo la verdadera razón por la que todos los días después del trabajo se subía a respirar contaminación.

En esa linda tarde soleada, tocadas por el sol a través de las cortinas delgadas y translúcidas, Norma y su abuela estaban en el antecomedor, comiendo flan. La vieja notó a la joven muy callada, diferente a su usual modo de alegre disfrute que la obligaba a soltar pequeños gritos de placer al comer su postre favorito. Quería preguntarle qué le pasaba, pero no sabía si era apropiado, por suerte para el progreso de este cuento, la abuela se acordó que la muerte estaba a la vuelta de la esquina y como se encontraba a nada de irse al infierno, se dijo a ella misma que se olvidara del recato, era hora de la acción. “Oye Normita chula” empezó la abuela y se calló un segundo para untar de suspenso el momento. Norma se dio cuenta que la abuela, más perspicaz de lo que todo el mundo le daba crédito, había descubierto el desorden espiritual que le sucedía dentro, y dejó la cuchara junto al pequeño plato con todavía medio flan y se preparó para el interrogatorio. “Dime, dime si quieres, dime qué te pasa, te noto rara, algo te molesta, dímelo a mí que yo te guardo el secreto, me lo llevo a la tumba, dime, ándale, que soy discreta y si me pides que no le cuente nadie, sabes que puedes contar conmigo, yo, tu abuela”. La anciana, inclinada sobre la mesa, con las palmas firmes sobre la superficie frente a ella, con los ojos tan abiertos que se podían ver los polos del glóbulo ocular, se acercó mucho a la joven y trajo todavía más su arrugada cara hacia su descendiente, examinando como detective frente a sospechoso, a su linda y agradable nieta. Norma no podía guardarse más la razón de su peculiar pasatiempo, se moría de ganas de contarle a alguien y quien mejor que su sabia abuela. Norma volteó y encaró a la matriarca de su familia. “Abuela, el mundo se acaba y el futuro le pertenecerá a los adaptados, no sé si me explico, pero desde que salimos del pueblo para mudarnos entre estas dos avenidas brutalmente transitadas, me he sentido mal, doy dos pasos por la calle y me duele la cabeza y tú sabes, tú sabes mejor que nadie, abuela, que yo no soy una víctima, yo no me dejo de nadie ni de nada, soy una guerrera”. Norma, alterada por la emoción, permaneció trémula, con los puños apretados, la vista clavada en el mantel de plástico con flores. La abuela por supuesto reconocía, ella había ayudado a educar a la joven mujer que tenía a lado y la comprendía. “De acuerdo” dijo la abuela, sonriendo orgullosa. Las miradas se encontraron y las mujeres asintieron, comunicándose telepáticamente, a la mierda las palabras, sabían a la perfección lo que tenían que hacer. Se agarraron de las manos y salieron corriendo tanto como el decrépito cuerpo en ruinas de la abuela permitía.

Norma y su abuela se pararon el resto del verano en la azotea a respirar y acostumbrarse. De repente, de vez en cuando, una de ellas se desmayaba y lo otra la jalaba hacia la casa, un verdadero problema cuando le pasaba a Norma, pero que nadie se compadezca de la abuela, ell había sobrevivido una revolución e incontables crisis económicas. Y pasaron los días y los vecinos las veían inhalando con ahínco y les gritaban porras, quien sabe cómo, pero todo el barrio estaba enterado de la lucha contra el veneno en el aire. Más de uno se vio inspirado y allá iban, a las azoteas de la capital, a unirse por no poder vencer el uso indiscriminado del carro. “Tenemos que luchar, hacer la guerra contra el siempre cambiante mundo, nada de víctimas, puros guerreros” decía Norma acalorada y desalineada, entregado ademán tras ademán, frente a la junta vecinal que de repente se formó. Los presentes asentían decididos y conmovidos, si una muchacha era capaz de adaptarse al nuevo mundo de contaminación, ellos podían también. En poco tiempo, era difícil no encontrar a alguien trepado en la azotea respirando duro. “¡Qué se joda el veneno en el aire!” se gritaban los unos a los otros. Así y sólo así empezó la rebelión, que no les cuenten diferente.

El tiempo siguió corriendo y al principio la gente se la pasaba bien, pero llegó la temporada de lluvias y todo el mundo se metió a su casa. Pero no sólo fue la lluvia quien amargó el rato. Obviamente, por pasársela respirando contaminación, la abuela se murió. Al principio, Norma pensó que sólo se había desmayado, pero no, esa tarde, la abuela no despertaba. La llevaron al hospital, pero nada de suerte. La contaminación le había quitado unos buenos cinco años de vida. Norma estuvo junto a ella en su lecho de muerte y veía de cerca a la viejecita santa atravesar la seguridad al otro mundo. “Adiós, abuela” le dijo en llanto Norma viendo como se le iban los ojos para atrás y se convulsionaba. De un segundo a otro, la que una vez estuvo tan llena de vida que podía revivir animales chicos, se quedó inmóvil y fue no más. Norma, desde la primera fila, fue testigo de todo el poderío de la muerte. “Cristo” susurró la muchacha y se dijo a ella misma que mejor se iba a vivir al campo, la contaminación había llegado para quedarse y ella no quería morir como su abuela, toda gris y marchita. La muerte por veneno en el aire es espantosa y no hay que deseársela a nadie. 

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