Sunday, February 23, 2020

Ja! Ja! Hiatus

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María Cristina se olía la chichi izquierda porque tenía miedo de tener cáncer de mama. Su abuela, que era una anciana demente, le había dicho que el olfato era el sentido #1. Todos los demás sentidos eran inservibles en comparación. Por eso, María Cristina llevaba toda la tarde con su seno levantado hacia su nariz. 6 horas en la misma posición. Oliendo con ahínco y determinación. Pero, a pesar de que tenía el sentido del olfato más sensible de todo su pueblo, no más no olía nada. Tal vez no tenía cáncer, tal vez su abuela, a la que ya se le iban las cabras algo serio, lo había inventado todo. Quién sabe. Pero lo que sí sabía María Cristina, muy socrática la hija de su madre, era que ella ya no sabía nada y, por lo mismo, caía por el precipicio de la desesperación. “Voy a terminar haciendo una locura” se dijo antes de ir con su amigo de la infancia Joaquín a que le diera consejo.

Joaquín se miraba en el espejo, sólo vistiendo trusa una vez, hace mucho tiempo, blanca pero ahora, más bien amarilla. Se palpaba la panza, los senos de hombre, la gordura que colgaba de su cuerpo, que le decía “no vales nada”. Joaquín sufría por abandonarse y haberse deformado. Antes era bello, pero ahora, ahora era un monstruo espantoso que poco tenía que aportarle al mundo. “No puedo más con la gordura” le dijo a su loro. Tenían un vínculo, él y el loro. Se hablaban telepáticamente. Toda las tardes, después de comer, se ponían a platicar sobre todo tipo de cosas. No había nada que Joaquín no le contara a su loro. Así, esa tarde calurosa de esa nueva estación que habían inventado los científicos del clima por eso de que la tierra había salido de su eje y se dirigía a toda velocidad hacia un hoyo negro que eventualmente nos aplastaría por la gravedad, ahí en el sótano que le rentaba a su tía Carmela, le dijo a su loro Francisco “no puedo más, dulce Francisco, la vida se ha vuelto toda una mierda”. El loro lo miró dos segundos, luego alejó la mirada y dijo con su usual tono que hace parecer obvio todo “necesitas un descanso, unas vacaciones, un ja ja hiatus”, “pero, Francisco…” respondió Joaquín, sorprendido “no sabía que eras bilingüe”, “no sabes nada de mí” le dijo Francisco, el loro antes de que tocaran fuertemente la puerta que estaba al principio de la escalera por la que se bajaba a lo que Joaquín llamaba su hogar. “¿Quién será?” se preguntaron los dos al mismo tiempo.

Media hora antes, María Cristina le pidió aventón a una vecina. “Súbete” le dijo la señora típicamente clase media, señalando con su pulgar, la parte de atrás de su minivan, “voy por los niños a la natación”. María Cristina se subió torpemente a la parte de atrás del vehículo preferido de todas las mamás de los suburbios y fueron a una velocidad hipnótica hacia la casa de la tía de Joaquín que estaba sólo a unas cuadras. En el trayecto cantaron las canciones de moda que sonaban a un volumen sensato en la radio y sintieron en sus pechos a sus corazones tratar de escapar no por la boca, que sería cómo yo lo haría, sino por la caja torácica, nadie podría decir que el corazón fuera inteligente. Como sea, no lo lograron y ahí se quedaron, latiendo enloquecidos, al ritmo del pop que cantaban María Cristina y su vecina. Nuestra protagonista no podía evitar admirar el talento de esa que había vivido junto a ella desde que el terremoto del ’47 había destruido media ciudad. La señora verdaderamente tenía muy bonita voz. “Pude haber sido cantante” le dijo a su pasajera, deteniéndose abruptamente en frente de la casa de la tía de Joaquín, “pero odio a la gente y no se merecen mi áurea voz”. “Yo la comprendo” le dijo María Cristina ya afuera de la camioneta, con la puerta automática de la minivan cerrándose frente a ella.

María Cristina y Joaquín se saludaron con su saludo personalizado. “Tengo algo que decirte” se dijeron en unísono el uno al otro. “Estamos desesperados y no nos acostumbramos” se dijeron como si sus mentes estuvieran fusionadas. Se sentaron en la sala en penumbra aun cuando la tía les tenía estrictamente prohibido entrar a cualquier habitación de la casa que no fuera el sótano. Se quedaron en silencio en lo que sonaron los “pips” de la cafetera, era hora de un poco de café. Joaquín sirvió en lindas tazas que tenía prohibido usar y, en una charola de madera, llevó el café a la sala. “Joaquín López Martínez” retumbó en el cráneo del mejor amigo de María Cristina, ya escuchaba a su tía, una señora de 1.30, con lentes, jeans, suéteres de colores llamativos y ese corte de cabello característico de las señoras que, por la edad, le daban prioridad a la comodidad antes que a la belleza, “eres un cabrón”, pero Joaquín ignoró la voz y se dedicó a saborear el café. Se terminaron sus tazas y estaban listos para empezar. “¡Creo que tengo cáncer de mama!” le gritó María Cristina a Joaquín, “estoy muy gordo” le dijo éste a ésta. “¿Qué vamos a hacer?” se preguntaron, echándose para atrás en el sillón de vestidura carmesí proveniente de Venencia, en señal de derrota, y esperaron a que hubiera una epidemia o cayera un meteorito o por fin el mundo fuera tragado por el maldito hoyo negro, pero no, tenían que seguir viviendo porque no se les ocurría suicidarse. Sólo les quedaba esperar a envejecer y morir así, pero para eso faltaba demasiado.

La esperanza estaba a punto de perderse, pero “¿Sabes lo que me dijo Francisco?” dijo de repente Joaquín, tocado por el rayo de la ocurrencia, despertado de su letargo. “Ya te dije que Francisco es malo para ti y tu autoestima” lo regañó María Cristina, “bah” le hizo Joaquín, agitando la mano en el aire en dirección de su amiga que conoció el primer día de primero de primaria, “me dijo que debería irme de ja ja hiatus y creo que tiene razón”, “¿de ja ja hiatus?” repitió la señorita obsesionada con la división descontrolada de las células de sus no muy grandes, pero sí muy bien formados senos, con una mueca en la boca, sorprendida “no sabía que era bilingüe” y así, se sentaron en silencio, pareciendo dos viejas computadoras procesando la idea de parar, de pisar el freno de la vida, de irse un ratito nada más. La idea adoptó su última forma y explotó violentamente; explosión que puso en sus pies a los amigos. “Es que es hora de irnos a la playa” se dijeron viéndose a los ojos, agarrando antebrazo y salieron corriendo tan carentes de gracia que alguien que los espiara por la ventana se sentiría mejor sobre su propia coordinación.

Es misma tarde fueron, tomaron sus maletas y pocas horas después ya estaban echados en dos camastros junto a la alberca, tomando clamatadas y otras aberraciones que sólo tomas junto al mar, con lentes de sol, bañados del gallo más parado hasta la uña de pie más larga de protector solar, ya disfrutando su hiato.

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