Friday, January 25, 2013

un juramento

15

ya me había alejado demasiado. me entretenía viendo a las personas y las cosas hacerse chicas. sentando, riendo, adentrándome en la nada, en mí mismo, en el chiste que había dejado de ser gracioso y se había vuelto de repente una filosofía sin sentido, disfrutando del silencio y la brisa. ahora estaba tan lejos que no podía regresar, estaba perdido. sólo yo, nada más. un día, después de marcar mi tarjeta en la fantástica fabrica donde trabajaba cada vez que soñaba, saliendo a retirarme a la realidad, fui sorprendido en el mundo real, de regreso en la conciencia, por un increíble descubrimiento, bien podía ser el último hombre en la tierra. en la alucinación del aburrimiento aparecieron figuras, espejismos, gente no más ahí, sin hacer nada. a veces, cuando se me olvidaba que no existían, les hablaba, pero ellas, como simples productos de mi mente, no contestaban, totalmente inaccesibles. me he alejado demasiado.

bailaba con una gordita y le daba sus besos. tocaba sus lonjas, sintiendo con desagrado la suavidad de su gordura, sin sentir lujuria, sólo ansiedad de novedad, victima de la ficción y la sociedad y los amigos y sus opiniones, pero sobre todo, de mi infinita estupidez y el extraño aturdimiento provocado por estar vivo. es verdad que tenía sus kilos de más y es verdad que no era exactamente con lo que uno fantasea durante el crecimiento del pito, pero nada importaba, me decía terco, me obligaba, escogía esa verdad, nada importaba. y también, debo decir en mi defensa, la mujer no era fea y había, todavía, algo de decencia en su sobrepeso. la gordita, con sus ojos, convencida de que todo lo que necesitaba era a alguien que le quisiera, con sus esperanzas puestas en mí, la muy tontuela, me decía, me suplicaba, ilusa, que no fuera un hijo de puta, yo, mientras tanto, me burlaba de mí mismo y me decía que, a pesar de toda mi mierda, era sólo un chango ridículo, insulso y ordinario y recordaba lo superior que me creía, moviendo la cabeza, los pies y brazos. me quemaba el orgullo recordándome mi aversión hacia todos, mi desagrado salvaje de convivir con los aparentes invasores de mi mundo y la pereza de tener que someterlos e imponer mi voluntad, de adaptar el lenguaje, de excusarme a mí mismo y a ustedes de los vicios socialmente aceptados porque eso es lo único que se necesita en el tramite de la licencia para ser un hijo de puta, que al montón no le importe y listo y yo, consciente de la condición, siempre romántico y optimista y con una inexplicable inmortal fe hacia la multitud interminable de sobrestimados simios, me burlaba, pero sobre todo, me quejaba sin convicción y sin ganas de hacer algo al respecto. así bailamos envueltos en estruendosa música pop, oscuridad y cientos de yo's y ella's y seguimos hasta que recordé lo que seguía. traté de agarrarle una teta, pero no se dejó. acostumbrada, me gritó en la oreja "sí, pero otro día" decía que ella no era fácil, pero tampoco difícil. inaceptable, lo intenté otra vez, me vio a los ojos, nunca olvidaré su expresión como de vaca ofendida, "mejor invítame un trago" me dijo y, dirigiéndose al bar, abriéndose paso entre la multitud, desapareció para siempre.

a la mañana siguiente, busqué incremento de autoestima, encontré solo la más terrible indiferencia.

iba a tocar con un grupo de semi-desconocidos covers de los new york dolls en la parte de arriba de un restaurante de pancita. al principio eramos cordiales, los unos con los otros, nos preguntábamos como estábamos y esas cosas, pero al poco tiempo, reconociendo lo odiosos que somos, dejamos de hablar y nos dedicábamos a tocar. estaba esperado llegar con la partitura estudiada y nadie paraba cuando alguien se equivocaba. al terminar, en completo silencio, guardábamos nuestros instrumentos y ni un adiós se intercambiaba, mejor así. de repente en un camión, veía, con la mente en blanco y el corazón vacío, a un Sisifo moderno empujar colina arriba su piedra en forma de carro de helados. de pronto, como un tsunami, desde adentro, pero al mismo tiempo desde todos lados, me atacó, violenta, imparable, la consciencia, me zarandeó todo y me estrelló contra la realidad. eché un vistazo, la gente sentada en silencio con sus caras inexpresivas, conteniendo al amargura y el dolor, qué ridículos se me hicieron, qué absurdo era todo, qué molestia tan grande la de pararse, salir, lidiar y volverse a acostar, todos los días, así para siempre. el apestoso hocico del nihilismo cubrió mi nariz, amenazó con infectarme, conozco bien al maldito, somos viejos conocidos. no había de otra más que resistirse, salí en búsqueda de sentido, desesperado, como quien se ahoga, me agité y, vuelto loco, traté de sacar la cabeza. por suerte, antes de sumergirme por completo, el expansivo vacío listo para ser ocupado por la oscuridad nihilista, se llenó de enojo irónico. llegué al bar al aire libre donde quedé de verme con mi último amigo, el chichimeca ortega, y, todavía con resentimiento y caprichosa molestia existencial, vi desfilar a los monos desnudos. qué rara sensación, salvaje, a la vez pasiva. me senté en una mesa en la plaza y, mientras comía sandwiches de pan blanco, jamón de cerdo y mucha mayonesa, tomando cerveza de alto porcentaje, rogándole al embrutecimiento tantita salvación, reconocí lo chistoso que era todo. el enojo se pintó chuscamente, me dio risa la vida y la gente y me dije a mí mismo que se jodiera todo. hice un juramento al ver al chichimeca a la distancia, caminar, exageradamente afeminado, meneando su enorme redonda cabezota. hice un juramento viendo el suelo, me juré a mí mismo durar, no rendirme y, hasta la demencia, hasta el último aliento, atreverme, absorber la confusión y tener paciencia. esos hijos de perra no pueden durar más que yo. esto es guerra

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